En
octubre la Iglesia exhorta a todos los fieles a poner su mirada en el milagro
de la vida “no matarás” Ex. 20,13. “La
vida humana ha de ser tenida como sagrada, porque desde su inicio es fruto de
la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el
Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su
término; nadie en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar
de modo directo a un ser humano inocente”.
2258 Catecismo de la Iglesia Católica. Cada día millones de niños son
abortados. En mi consulta he visto sufrir a mujeres que vienen buscando ayuda
ante una relación de amor que se volvió tormentosa, con una grave e
inexplicable depresión. Algunas de ellas no pueden conectar con sus hijos
emocionalmente. Diversos estudios han arrojado conclusiones en torno a que
aquellas mujeres que han abortado sufren de este síndrome de desconexión
afectiva con los hijos que han tenido luego de realizarse una interrupción
voluntaria de embarazo. Hay mujeres que han hablado conmigo sobre su aborto con
mucho arrepentimiento y dolor, y otras que lo hacen sin emoción alguna en su
rostro. Tienen todo tipo de justificaciones para ello, una máscara que utilizan
para negar un hecho que en definitiva cambia para siempre el rumbo de la vida y
las relaciones. Abortarse es abortar-me. Así de grotesco, así de real, tal es
su impacto. “Cuando yo supe que estaba
embarazada tenía 19 años y mi novio 24. Yo había nacido en un hogar católico
mediocre. Iba a colegio de monjas…. Pero con todo y eso decidimos abortar.
Después de ello, nuestra relación se fue distanciando hasta acabarse. Con el
tiempo sufrí profundas depresiones que nunca comprendí y cuando supe que iba a
ser madre por primera vez no sentí nada… en el fondo también me había quitado
la vida a mi misma…” me narraba una clienta con lágrimas en
sus ojos. “Ahora mi hijo o mi hija tendría 32
años y gracias a la misericordia de Dios, hace diez meses fui milagrosamente
sanada. Desde ese día de enero no he vuelto a deprimirme y cuando pienso en él
o ella sé que está feliz y que en su momento también lo podré conocer”
me decía. La verdad es que traer un hijo al mundo, gestarlo en el vientre, es
un privilegio que Dios concede a la mujer. No se lo da al hombre de igual
manera, si bien su participación es indispensable, pues se necesita el
espermatozoide masculino y el óvulo femenino para concebir a otro ser humano,
tener un hijo o no queda a merced de la mujer, la última y más contundente
decisión la tendrá ella y solo ella, pues ella es quien llevará esa criatura
durante nueve meses y parirá esa vida. El Papa Francisco es muy claro en esto: “El derecho a la vida es el primero de los derechos
humanos. Abortar es matar a quien no puede defenderse”.
EL DON DEL HIJO
Un hijo
es un lienzo, un jardín que está por diseñarse, un sueño que trabajar día a
día, una oportunidad para llenar de sentido y coronar la vida. Cuando sabes que
estás embarazada te pasa de todo: te asustas, no quieres, quieres, y si lo has
estado buscando por un rato, sencillamente no lo puedes creer. Saberse
embarazada es un momento maravilloso, y un momento de planteamiento: de ahora
en adelante sabemos que tenemos una importante responsabilidad ante Dios. “Los padres son los primeros responsables de la educación
de sus hijos en la fe, en la oración y en todas las virtudes. Tienen el deber
de atender, en la medida de lo posible, las necesidades materiales y
espirituales de sus hijos”. 2252 Catecismo de la Iglesia
Estar
embarazada se hace notar por primera vez en la mirada. Se te marca en el
rostro, en la voz, en la sangre, en la feminidad. Las mujeres fuimos creadas
para que la continuación de la raza humana no pare sino hasta el final de los
tiempos. Somos la pieza clave de la humanidad. Sin ella la familia no tendría
razón de ser. De ahí que nuestro nombre más sonoro es madre: la mujer que
tocará con más fuerza que nadie la vida de un niño es y será siempre la madre.
Por eso el vocablo madre significa fuerza, fuerza para llevar la vida en el
vientre, para enseñar a amar, para asegurar los valores en el alma, para educar
y sobre todo para enseñar a amar, y a dar gloria a Dios continuamente por el
don de nuestra vida. A la madre le corresponde acompañar en éste camino y
enseñar la belleza de ser persona, amando a Dios con profunda devoción.
PROFUNDICEMOS UN POCO
MÁS
Como he
dicho más arriba, estar embarazada se nos nota en la mirada. Todavía recuerdo
las palabras de una gran amiga, que fue la primera en descubrir mi embarazo. Me
miró fijamente a los ojos y con una gran expresión me dijo: “Sheila, los ojos le brillan, ¡usted está embarazada!”
Era cierto, mi primera y única hija ya vivía en mí. Estaba conmigo,
atada a mi vida, a todos mis órganos, en verdad, su vida dependía de mi vida.
Por eso
es necesario pensar un poco en lo que significa convertirse en una madre. “Mirad: la herencia del Señor son los hijos, su
recompensa, el fruto de sus entrañas”, Salmo 127:3-5 Ya no se es más una
mujer soltera; una esposa. Se es madre en el mismo momento en que sabes que
estás embarazada. Es un momento definitivo de la vida en que te das cuenta de
que a partir de ese instante tienes frente a sí la responsabilidad y el deber
más grande y sagrado de la vida: formar a otro ser humano en el amor, enseñarle
a amar. Como madre vas a ayudar a otro ser humano a encontrarse con la vida. La
primer experiencia de ese niño, serán todas las percepciones que sentirá de ti
y del padre al conocer que serán padres. El que está en el vientre sabe si es
acogido con alegría o no. Solo el ser humano puede sentir que es amado,
seguramente siente ese amor en el mismo momento de la fecundación. Oremos
porque la ciencia pruebe esto pronto.
LA MANO DE DIOS AL
EDUCAR
Cuando
educamos a nuestros hijos teniendo a Dios como el valor más importante de
nuestra vida y de nuestra familia, estamos educando para vivir desde la
dimensión espiritual y por lo tanto más allá de uno mismo. “¿Te das cuenta , tú, de lo que podemos hacer mañana, un
mañana que apunta ya su sol, si ahora formamos a tus hijos, a nuestros hombres,
tal como Dios y su Iglesia quieren?” Dios
y los hijos, Jesús Urteaga El objeto de la religión es ayudar al hombre a ser
lo que tiene que ser. La que siembra la fe, sin duda, es la madre. La mujer que
vive una vida interior está más serena, más centrada en sus emociones y
decisiones. Es una mujer que trasmite la devoción y el respeto que siente por
cada hijo. Esto hace que ellos vayan adquiriendo la certeza de saberse amados,
de sentirse únicos y dignos. Educar de la mano con Dios hace que no sea
necesario explicarle al niño cuando llegue a cierta edad que Dios existe y que
es su Padre, sino, es interiorizar en ese niño a través de la entrega diaria de
mi “yo” hacia el “tú”
como un día descubrirá y entenderá que su valor es único e irrepetible
pues su rango pertenece a otra categoría. La que nos da el ser hijos de Dios.
Debido a
la gran abundancia de información escrita, a la velocidad con la que se vive, a
todo lo que se ve en la televisión y que se escucha en la radio, hemos visto
como cada vez queda menos tiempo para detenerse e interiorizar cada tarea que
la vida nos pide, sin una vida interior, que es vida de meditación sobre cómo
se está llevando a cabo la vida, podemos caer en el hacer y hacer sin sentido
de trascendencia. Un hacer que no da Gloria a Dios por el regalo y la
oportunidad de ayudar a la expansión de la raza humana. Por ello la mujer tiene
una especial y misteriosa capacidad (que no suele encontrarse fácilmente en los
varones) para recogerse, para ver dentro de ella misma y así escuchar a Dios.
Si somos madres, es importante que escojamos un momento del día en un lugar que
hagamos nuestro, como la capilla, o un rinconcito de nuestra casa, para meditar
sobre el rol que estamos desempeñando como madres en la vida de nuestros hijos,
siempre con el objeto de mejorar en perfección humana e inspirar así a nuestros
hijos. Estaremos entonces educando, tomadas de la mano, con Dios, nuestro Padre
y Maestro. Lo cierto es que, como también escribí más arriba, la mujer que se
convierte en madre, es la elegida para tocar con más fuerza la vida de un niño.
Y para hacerlo con verdadera fuerza hay que comenzar a tocar y buscar en el
sótano interior.
Te dejo
reflexionando en las siguientes preguntas. Tómate un café contigo o llévalas a
tu oración si te lo pide el corazón:
¿Qué
significa ser madre para mí? ¿Cómo es el amor que doy? ¿De qué formas
condiciono, soy egoísta o hablo constantemente de mis derechos? ¿En qué creo,
que me mueve, cuáles son mis compromisos con el mundo? ¿Estoy constantemente
viviendo un proceso de auto-educación o por el contrario me he acomodado?
¿Deposito la responsabilidad de educar a mis hijos en manos de terceros?
¿Re-convierto mi vida cada día? ¿Con qué frecuencia acudo a la Virgen Santísima
a la hora de amar, educar, tomar decisiones con respecto a los hijos?
Todas
estas preguntas invitan a una auto-exploración sincera y de cara a Dios para
encontrar en que estamos fallando, que estamos haciendo bien, cómo podemos
mejorar y sacar propósitos concretos para ser las mejores educadoras de
nuestros hijos. Hay cosas que impiden hoy en día ser madres conscientes de
ello. Veamos algunos ejemplos:
1- El excesivo amor a una carrera profesional. El estar inmersa en perseguir el propio éxito. ¿Qué
es? Egoísmo. Dificultad para ser generosas al ejercer la maternidad.
2- La excesiva preocupación por la ropa y las cosas materiales. ¿Qué hace? Trasmite anti-valores a nuestros hijos.
Se les va enseñando inconscientemente que lo más importante son las cosas que
se tienen y no lo que se es como persona.
3- Estar demasiado preocupadas por no tener el matrimonio perfecto. ¿Sus efectos? Nos deprimimos y una mujer deprimida
no puede pensar en los demás con una mente clara.
4- Ver a los hijos como parte de la rutina. ¿Qué provoca? Que ya no haya creatividad al dar
amor. Que se relajen los sentimientos y la voluntad al educar. Que la ilusión
por tenerlos desaparezca.
Todo
esto, nos debilita. Pero hemos visto que el vocablo madre es precisamente lo
que nos da la fuerza para conocernos a nosotras mismas, para exigirnos, para
concientizarnos de la gran labor que cada día tenemos por delante. Sólo
podremos hacerlo teniendo ganas de ser madres diferentes, que vayan contra la
corriente. Que encuentren que tienen un corazón cuyos latidos son de gigante y
un alma que es tan extensa como el cielo que nos contempla cada día. Ser madre
es un regalo, una vocación humana, un designio al que responder. Reflexiona el
estas palabras del gran San Juan Pablo II: “es
el deber de cada madre poner en alto la dignidad de cada mujer” .
Ahora que
mi única hija tiene 18 años puedo afirmar que ha valido la pena toda entrega,
todo sacrificio, todo seguimiento de Dios para el cuidado de los hijos.
Originalmente este artículo lo escribí hace 17 años y felizmente esta niña es
una hermosa flor con sueños y valores como estudiante de primer año en la
Universidad.
En este
mes de octubre, de respeto a la vida, invoco una vez más a la Madre del Amor
Hermoso para que siga ayudándome a ser madre en esta etapa diferente de la
vida. Te pido que por favor reces por mí y por todas las mujeres que somos y
nos convertiremos en madres.
Sheila
Morataya
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