En la mayoría de los casos la fe se pierde por problemas de conducta: vida superficial, lecturas poco recomendables, indiferencia… todo se puede prevenir al frecuentar los sacramentos y tener una buena dirección espiritual.
Incumpliré
el mandamiento de amor a Dios si, voluntariamente, mi fe flaquea, se hace
vacilante o la pongo en peligro de perderla. El primer pecado contra la fe es
el pecado de apostasía. Un apóstata es aquel que abandona su fe. La forma más
común de apostasía es, en la sociedad de hoy, el postcristiano: aquel que dirá
que fue cristiano, pero que ya no cree en nada. Muchas veces la apostasía es
consecuencia de un mal comportamiento. Por ejemplo, cuando un católico vive en
unión libre. O cuando uno de los cónyuges se une civilmente con un divorciado.
Al excluirse del flujo de la gracia divina, la fe del católico se angosta y
muere, viéndose al final del proceso sin fe alguna.
Además
del rechazo total de la fe en que consiste el pecado de apostasía, existe el
rechazo parcial, que es el pecado de herejía, y quien lo comete se llama
hereje. Un hereje es el bautizado que rehúsa creer una o más verdades reveladas
por Dios y enseñadas por la Iglesia Católica. El conjunto de verdades -o
dogmas- forman el tapiz de la fe católica. Pero es un tapiz tan especial que si
un hilo se desprende acaba por quedar deshilachado del todo. Rechazar un dogma
significa rechazarlos todos. Si Dios, que habla por su Iglesia, puede errar en
un punto de la doctrina, no hay razón alguna para creerle en los demás. Así que
como en el fondo todo hereje es apóstata, resultará indistinto, a efectos
prácticos, referirnos a uno o a otro.
Una
manera de inclinarse a la apostasía es la laxitud, o “manga ancha”. Puede haber
un católico laxo que cumpla con el precepto dominical sólo esporádicamente. El
origen de su descuido será, ordinariamente, pura pereza. “Trabajo mucho toda la
semana, y tengo derecho a descansar los domingos”, dirá seguramente. Si le
preguntáramos cuál es su religión, contestaría: “Católica, por supuesto”.
Generalmente se defenderá diciendo que es mejor católico que “muchos que van a
misa todos los domingos”. Es ya una excusa, argumento que todo sacerdote ha oído
una y otra vez. Sin embargo, es habitual que la laxitud acabe en apostasía. Uno
no puede ir viviendo de espaldas a Dios, mes tras mes, año tras año; uno no
puede vivir indefinidamente en pecado mortal, rechazando constantemente la
gracia de Dios, sin que al fin se encuentre sin fe, o por lo menos, con la fe
muy menguada. La fe es un don de Dios, y llegará el tiempo en que Dios, que es
tan infinitamente justo como infinitamente misericordioso, no permita que su
don siga despreciándose, su amor rehusándose. Cuando la mano de Dios se retira,
la fe muere. Un hombre no puede vivir en continuo conflicto consigo mismo. Si
sus acciones chocan con su fe, una de las dos partes tiene que ceder. Si
descuida la gracia, es fácil que sea la fe y no el pecado lo que arroje por la
ventana. Muchos que justifican la pérdida de su fe por dificultades
intelectuales, en realidad tratan de cubrir el conflicto más íntimo y menos
noble que tienen con sus pasiones. Los problemas de fe son, en la mayoría de
los casos, problemas de conducta: se arreglan con un buen lavado en el
sacramento de la confesión.
Las
lecturas imprudentes suelen ser terreno abonado para la apostasía. Cualquier
talento medio puede ser fácil presa de las arenas movedizas de autores
refinados e ingeniosos, cuya actitud hacia la religión es de suave ironía o
altivo desprecio. Leyendo tales autores es probable que la mente superficial
comience a poner en dudas sus creencias religiosas. Al no saber sopesar las
pruebas, al no buscar los apoyos doctrinales sólidos, el lector incauto cambia
su fe por los sofismas brillantes y los absurdos paradigmas que va leyendo.
Por eso,
el aprecio que tenemos a nuestra fe nos llevará a alejarnos de la literatura
que pueda amenazarla. Por muchos premios que un libro reciba, por muy culta que
una revista nos parezca, si se oponen a la fe católica, no son para nosotros.
La
objeción que algunos suelen oponer a lo anterior es la siguiente: “¿Por qué
tienes miedo?”, dicen. “¿Temes acaso que te hagan ver que estabas equivocado?
No tengas una mente tan estrecha. Hay que ver siempre todos los aspectos de una
cuestión. Si tu fe es firme, puedes leerlo todo sin miedo a que te haga daño”.
A este
planteamiento podríamos contestar, con toda sencillez, que sí, que tenemos
miedo. No es un miedo a que nos demuestren que nuestra fe es errónea, es miedo
a nuestra debilidad. El pecado original ha oscurecido nuestra razón y
debilitado nuestra voluntad. Vivir nuestra fe implica negaciones, a veces
muchas. Suele Dios pedirnos cosas que a nosotros, humanamente, no nos gustan.
El cosquilleo del egoísmo nos inclina a pensar que la vida sería más agradable
si no tuviéramos fe. Sí, con toda sinceridad, tenemos miedo de tropezar con
algún escritor de ingenio que infle nuestro yo hasta el punto en que, como
Adán, decidamos ser dioses. Y sabemos que rechazar el veneno de la mente no es
una limitación, exactamente igual que no lo es rechazar el veneno del estómago.
Para probar que nuestro aparato digestivo es bueno no es necesario beber un
litro de sosa cáustica.
Cada vez
se observa con mayor frecuencia otro tipo de herejía especialmente peligrosa:
el error del “indiferentismo”. El indiferentismo postula que todas las
religiones son igualmente gratas a Dios, que tan buena es una como la otra, y
que es cuestión de preferencias tanto profesar una religión determinada como no
tener religión alguna. En su base, el indiferentismo yerra al suponer que la
verdad y el error son igualmente gratos a Dios; o en suponer que la verdad
absoluta no existe, que la verdad es lo que uno cree. Si supusiéramos que una
religión es tan buena como cualquier otra, el siguiente paso lógico concluiría
que ninguna es de Dios, puesto que Él no se ha pronunciado sobre ella.
La
herejía del indiferentismo puede predicarse tanto con acciones como con palabras.
Ésta es la razón que desaconseja la participación de un católico en ceremonias
no católicas, la asistencia, por ejemplo, a servicios luteranos o ceremonias
budistas. Participar activamente en tales ritos es un pecado contra la virtud
de la fe. Nosotros conocemos cómo Dios quiere que le demos culto y, por ello,
es gravemente pecaminoso dárselo según formas creadas por los hombres en vez de
las dictadas por Él mismo. Esto no significa que los católicos no puedan orar
con personas de otra fe, como lo hizo Su Santidad Juan Pablo II en el histórico
encuentro de Asís, con los líderes de las más importantes confesiones
religiosas. Pero una cosa bien distinta es participar en un acto de culto de
una religión extraña.
Un
católico puede, por supuesto, asistir (sin participación activa) a un servicio
religioso no católico cuando haya razón suficiente. Por ejemplo, la caridad
justifica nuestra asistencia al funeral o la boda de un pariente, amigo o
vecino no católico. En casos de esta índole todos saben el motivo de nuestra
presencia allí.
La razón
de todo lo anterior es evidente: cuando alguien está convencido de poseer la
verdad religiosa, no puede en conciencia transigir con una falacia religiosa.
Cuando un protestante, un judío o un mahometano da culto a Dios en su templo,
cumple lo que él entiende como voluntad de Dios, y por errado que esté
(supuesta la rectitud de su conciencia) hace algo grato a Dios. Pero nosotros
no podemos agradar a Dios si con nuestra participación damos a entender que el
error no importa
Ricardo Sada
Fernández
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