El asesino de Green River, Gary Leon Ridgway, es uno de los
asesinos en serie más terribles de la historia de los Estados Unidos. Fue
condenado por asesinar a 49 mujeres aunque estando en prisión confirmaría que
el número ascendía a 71. Contarles lo que hacía con sus víctimas tanto antes
como después de muertas sería un despropósito, lo único que debe quedar claro
es que este psicópata tenía una terrible sangre fría para manipular a las
personas y una profunda incapacidad para conmoverse ante el dolor y los ruegos
de sus víctimas. Esta actitud fría e
indiferente la demostrará también al escuchar las durísimas palabras que
los familiares de sus víctimas pronunciarán el día de su condena definitiva.
Y es aquí donde quiero detenerme:
la escena que muestra las apasionadas palabras de los familiares y al impávido
Ridgway. Este comprensible mar de ira, dolor y compunción humana cuyas olas van
a estrellarse una y otra vez ante el muro de indolencia y deshumanización en
que se ha convertido el corazón de este asesino. Las olas se vuelven más
hirientes, más punzantes, rostros como garrotes llegan al límite de anunciar
penas eternas en el nombre de Dios y nada. Ninguna señal de dolor ni de
arrepentimiento. Ridgway está muerto.
O eso parece.
Y llega este último momento,
aparece este padre de cabello cano cuyas noches recordando a su hija han sido y
seguirán siendo un infierno; este hombre cuya fe en Cristo ha librado las más
duras batallas para no contaminarse ni hacerse eco del odio y la venganza; este
hombre carga contra el muro con una violencia (vis-latus) inaudita,
inesperada y misteriosa; en la forma de una caricia golpea con toda la potencia
luminosa del perdón. Y el muro de pecados y crímenes empieza a derrumbarse
porque la misericordia, al contrario
del odio, tiene la capacidad de
atravesar nuestras defensas para gritarnos fuerte que lo que hacemos,
por más malo que sea, no agota nuestro ser, que quien tiene la última palabra
sobre nuestras vidas es Dios y que no hay humanidad, por miserable que esta
sea, que el Amor no pueda redimir. En
la tierra fértil de la misericordia florece la esperanza auténtica.
Si quedaba un resquicio de
humanidad en el alma de Ridgway, el
perdón logró encontrarlo. Dios quiera que este pobre hombre tenga la
humildad de aceptarlo.
Una
última reflexión. Nosotros creemos que el perdón de Dios puede alcanzar el
corazón de un hombre como Ridgway y sin embargo somos los primeros en
desconfiar de la misericordia del Señor cuando
se trata de nuestros propios pecados. Ponemos nuestras infidelidades y
egoísmos a modo de muro y nos aislamos de la luz de Dios pensando erradamente
que Él no puede vencer eso que tanto nos avergüenza y entristece. Aprovechemos
este video para cuestionarnos. Si Dios puede perdonar y sanar pecados tan
graves como los de Ridgway, ¿por qué su misericordia no habría de alcanzarte a
ti también? ¿No será una tentación?
Mauricio
Artieda Cassinelli
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