Había sido
baptista, y luego calvinista experto en Biblia.
Gustavo Martín creció en Madrid, en una familia
católica, estricta en el rito pero poco coherente con la fe. En Estados Unidos
dio el paso personal de aceptar conscientemente a Jesús como Señor y Salvador
en una iglesia baptista.
Se despertó en él un gran amor por la Biblia y, como protestante, la estudió rigurosamente. Con los años, descubrió 3 "puntos ciegos" en su visión: el papel de María, la Eucaristía y la autoridad de la Iglesia al establecer qué textos son Palabra de Dios. «¿Y si los apóstoles no nos hubieran dejado escrituras?», planteaba San Ireneo en el siglo II, cuando aún no estaba claro qué libros eran el Nuevo Testamento y mil sectas se declaraban inspiradas.
Esta es la historia detallada, en sus propias palabras, de cómo Gustavo volvió a la fe católica a raíz de una investigación esforzada por descubrir una verdad más plena que empezó a resonar en su corazón cuando leyó la Veritatis Splendor de Juan Pablo II.
ELIMINANDO EL ÁNGULO MUERTO: UN EVANGÉLICO VUELVE A CASA
por Gustavo Martín
Este artículo se publicó hace unos meses en el portal estadounidense “Called to Communion: Reformation Meets Rome,” con el título “Exposing the Blind Side: A Reverted Catholic Looks Back.” Called to Communion está dedicado a la difusión de testimonios y reflexiones teológicas de evangélicos que se han incorporado o re-incorporado a la Iglesia Católica.
La gran mayoría de estos evangélicos han estudiado en prestigiosos seminarios Protestantes de los Estados Unidos y Canadá, muchos doctorándose posteriormente en teología o estudios bíblicos. Estos evangélicos coinciden en expresar su agradecimiento a las diversas comunidades de las que formaron parte por el amor a Cristo y a su palabra que de ellos aprendieron.
Coinciden también, no obstante, a la hora de articular las razones que les llevaron, a lo largo de varios años, a descubrir en la Iglesia Católica la plenitud teológica y la plena continuidad con la Iglesia primitiva que ansiaban encontrar.
Mi motivación para publicar esta reflexión fue fundamentalmente la de intentar guiar y animar a otros evangélicos que ya han iniciado, o lo van a hacer, este camino cuyo último tramo consiste en, como ellos dicen, “nadar el Tíber.”
Al escribir ahora la traducción al castellano para lectores españoles, se me antoja que no solamente cambia el idioma, sino también el objetivo del artículo. Decía Chesterton que el objetivo de viajar no es principalmente pisar tierra extranjera, sino volver al fin a pisar la patria con la visión fresca y entusiasta de un extranjero que vuelve al hogar. Donde hay confianza da asco, decimos los castellanos, y la familiaridad conlleva frecuentemente la incapacidad de valorar adecuadamente las cosas por sobre-exposición y hastío.
Al volver a la Iglesia, he descubierto paisajes y horizontes que no había siquiera imaginado cuando vivía alejado de ella. Contrariamente a lo que se asume con frecuencia en el mundo evangélico, en el seno de la Iglesia Católica descubrimos que la gracia de Dios es más inmensa aun de lo que creíamos, porque la gracia no solo no anula lo humano sino que lo penetra hasta su esencia molecular, dignificándolo y elevándolo hasta su más alta y gloriosa expresión.
Mi reflexión sobre este camino de vuelta a casa se centra en tres aspectos de la teología bíblica y católica cuyo hilo conductor común es precisamente esa gloriosa invasión de natura por parte de gratia.
FAMILIA CATÓLICA ESPAÑOLA... NO MUY EJEMPLAR
Nací en Madrid en el seno de una familia Católica tradicional en la que la asistencia a misa los domingos se daba por sentado. Mi padre, un ex seminarista, demandaba con rigor una participación formal en la vida sacramental de la iglesia, mientras en nuestra familia vivíamos una inconsistencia muy fuerte con esa fe que profesábamos.
Esta manifiesta incoherencia y falta de integridad en la religiosidad de nuestra familia no se nos escapaba a mi hermano y a mí. Aunque no nos rebelamos abiertamente durante la niñez, esperamos con resignación el momento para poder decidir nuestro camino por nosotros mismos.
Mientras hacía el COU en Estados Unidos, me enamore de una chica bautista que me invito a asistir al culto dominical de su comunidad. Su familia y su iglesia me recibieron con los brazos abiertos y me demostraron de forma muy tangible tanto ágape como koinonía.
Por otro lado, el énfasis de esta comunidad en la conversión personal y su insistencia en que Jesús no solo murió por la humanidad sino por mí personalmente y me llamaba a mí a seguirle me impacto profundamente. Sentía la voz del Espíritu Santo aplicando aquellos pasajes bíblicos por primera vez a mi corazón en el momento justo.
Cuando respondí, según la praxis habitual en el mundo evangélico, mi respuesta fue genuina y representó un punto de inflexión fundamental en mi vida. 17 años de liturgia, sacramentos, lecturas bíblicas y recitación del credo fueron para mi garantía de que esa decisión de seguir a Cristo no fue tomada en el vacío, o motivada exclusivamente por las emociones. Conocimiento y emoción, praxis religiosa y conversión interna por fin se cogieron de la mano, lejos de casa y de mi padre, en la West Virgina rural y corazón del Bible Belt americano.
EL AMOR POR LA ESCRITURA
La iglesia hizo una colecta especial para regalarme la Biblia versión King James con cubiertas de piel más cara que tenía la librería cristiana del lugar. Recuerdo que el pastor me dijo: Hijo mío, reza, lee la Biblia a diario, da testimonio y evangeliza y así no te perderás.
Casi de inmediato, se despertó en mí un fortísimo deseo de conocer la palabra de Dios, especialmente en las lenguas originales. Estos deseos me llevaron a licenciarme primero en estudios bíblicos en una universidad asociada a YWAM en Kona, Hawaii.
Posteriormente, durante un master de dos años en Regent College, en Vancouver, me focalicé en griego y hebreo bíblicos y, por fin, completé el doctorado en griego y lingüística en la Universidad de Surrey en el Reino Unido.
Mientras estudiaba en Regent College, se acumularon una serie de circunstancias y experiencias que me pusieron, sin yo saberlo, en un camino irreversible de vuelta a la Iglesia Católica.
Tras un par de años de haber recuperado plena comunión con la Iglesia, he tenido tiempo de reflexionar a fondo sobre mi experiencia de dos décadas en el mundo evangélico. Comparto esta reflexión confiando en que ésta resulte estimulante para aquellos peregrinos que han iniciado, o lo van a hacer, este camino de vuelta a la Barca de Pedro.
Nada de lo que sigue pretende ser un ataque contra los evangélicos. No siento más que agradecimiento y amor en Cristo hacia todas las comunidades de las que formé parte durante años. He tenido el gran privilegio de conocer a grandes hombres y mujeres de Dios, muchos de ellos cada vez más conscientes tanto de las lagunas y confusiones en el protestantismo como de la congruencia y belleza del catolicismo.
Muchos de éstos líderes evangélicos han abrazado el ecumenismo cristiano y participan en iniciativas como Evangelicals and Catholics Together.
Estoy convencido, no obstante, de que toda esa maravillosa orientación y actividad ecuménica entre evangélicos debe llevar solo a una eventual, plena y por tanto visible unidad de todos los cristianos en torno a la Mesa del Señor en la única iglesia que Jesús fundó.
EL ÁNGULO MUERTO EN LA VISIÓN TEOLÓGICA
Pensando en ese largo periodo de mi vida, he llegado a la conclusión de que, a lo largo de esos 20 años, sufrí los efectos de un considerable ángulo muerto en mi campo de visión teológico.
En el futbol americano el concepto de ángulo muerto (the blind side) es muy conocido, y es el tema de una gran película basada en una historia real, The Blind Side (2010). Por su papel en esta cinta, Sandra Bullock recibió el Oscar a la mejor actriz en 2010.
En el futbol americano, el quarterback, el capitán que lanza el balón tiene la responsabilidad de dirigir el juego y distribuir pases hasta conseguir marcar un tanto. En los pocos segundos que tiene para encontrar un receptor de su pase, el quarterback suele mirar hacia la parte derecha del campo, o hacia la izquierda si es zurdo, dejando un peligroso ángulo muerto al lado opuesto por el cual intenta penetrar la defensa para derribarle.
Mi particular ángulo muerto consistía en una incapacidad semi-gnóstica de reconocer la santidad en la materia, la gracia en la naturaleza, la bondad en la creación, la profunda y bendita conexión entre lo visible y lo invisible.
Al ir evolucionando de bautista relativamente ingenuo teológicamente a evangélico formado en seminario y, finalmente, a una posición calvinista – “reformada,” este ángulo muerto en mi visión teológica se hizo cada vez más amplio y difícil de detectar. Mi ángulo muerto impactaba mi forma de ver, o, mejor dicho no ver, varias verdades fundamentales que constituyen en mi opinión la esencia de lo que sigue separando a evangélicos y católicos. Comentare estas verdades bajo tres epígrafes en los párrafos que siguen
-María, Seno de la Palabra Viva
-La Eucaristía: Carne y Sangre de la Palabra Viva
-La Iglesia: Seno de la Palabra Escrita
MARÍA: SENO DE LA PALABRA VIVA
Durante mis dos décadas como evangélico, María era prácticamente invisible para mí. Quizás más aún que las otras verdades que voy a detallar más adelante, la Madre de Dios estaba en el centro de mi ángulo muerto.
En el contexto de su testimonio de conversión, Peter Kreeft, profesor de Filosofía en el Boston College, cuenta la historia de un encuentro ecuménico entre evangélicos y católicos. Tras regresar a sus casas, los católicos preguntaban insistentemente a sus familiares y amigos: “¿Habéis aceptado a Jesucristo como señor y salvador?.” Por su parte, los evangélicos exigían saber: “¿Por qué no queremos a María?” ¿Por qué no?
Algunas de las mentes evangélicas más preclaras han hecho mucho en los últimos años para reconducir el concepto de Sola Scriptura, tal como se concibe a nivel popular, hacia una interpretación menos individualista tal como la concebía Lutero, por ejemplo (véase por ejemplo la serie de libros The Evangelical Ressourcement).
Tanto Lutero como Calvino se veían a si mismos como pertenecientes a una tradición hermenéutica que empezaba con San Agustín, o incluso con algunos de los Padres anteriores. En consecuencia, Lutero y Calvino entendían que la interpretación de los textos bíblicos debe realizarse al menos en un espíritu de congruencia con esa tradición.
Por otro lado, un número importante de biblistas evangélicos han enfatizado recientemente la importancia de interpretar pasajes bíblicos individuales dentro y a la luz del marco de las historia de salvación tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. A la hora de entender lo que dice la Biblia sobre María, ambas ideas son requisito necesario.
Joseph Ratzinger expresó ésto con gran claridad en su artículo de 2003 publicado en Communio y titulado “Thoughts on the Place of Marian Doctrine and Piety in Faith and Theology as a Whole.”
Ratzinger muestra como María aparece en escena en el punto climático de la historia de salvación, personándose en todos los momentos clave de la vida, muerte y resurrección de Cristo, así como en Pentecostés.
Con su humilde y confiado fiat se convierte en la Madre del Señor, pero también en la madre y representante de todos los que creen.
Con su sí a Dios María es Israel y es la iglesia, y su sí se convierte en el sí de la humanidad creyente a Dios.
La inmensa importancia teológica de María no se hace evidente por medio de un estrecho biblicismo que cuenta versículos sin considerar la importancia de estos en un contexto bíblico más amplio.
Mi práctica evangélica de probar todo en base a versículos bíblicos resulto estéril porque los arboles me impidieron ver el bosque, tanto en términos de teología bíblica como de lo que era entonces mi propia tradición que pretendía estar basada tanto en Lutero como en San Agustín.
Recordando mis estudios, me resulta sorprendente la lectura selectiva que tanto yo mismo como muchos otros hacíamos de Lutero y San Agustín, no llegando nunca a los múltiples y claros pasajes marianos.
María no tiene una gran importancia solo para la teología, sino que también la tiene para la antropología. En palabras de Ratzinger en el artículo mencionado, “La Mariología demuestra que la doctrina de la gracia no anula la creación, sino que constituye el SI definitivo a la creación.”
En María, Dios penetra la esencia de la materia, comenta Raniero Cantalamessa, que añade: “mater viene de materia, en el sentido más noble, indicando lo concreto y lo real” (Mary: Mirror of The Church, p. 65). La encarnación, por tanto, empieza con María, maravillosa cabeza de playa de la redención del mundo. María, esclava del Señor, fue hecha “llena de gracia,” kejaritomene, y se convierte así en la primera y más grande beneficiaria de la salvación que otorga su hijo.
Como los padres nicenos resaltaron, Jesús nació de María (ex María Virgine), y no a través de María. Es decir, Jesús sí tomó la naturaleza humana de María, que junto con su naturaleza divina forma una sola persona, plenamente hombre y plenamente Dios.
En su infinita misericordia, Dios había antes preparado a esa Virgen María derramando su gracia completamente sobre ella para que de María Jesús tomara plena naturaleza humana, pero no el pecado. El don de Dios a María se ajusta y es proporcional a la tarea que se la encomienda.
Aun así, la gracia de Dios requiere y se apoya en el SI de María, dado libremente, no anulando su humanidad y su libertad sino elevándolos y dignificándolos.
Como evangélico, yo era un cristiano ortodoxo en términos de adherencia a los símbolos Niceno-Constantinopolitano, Calcedonio etc. Dicho esto, yo ignoraba una dimensión fundamental de la encarnación.
El dogma de la Inmaculada Concepción ha sido para mí el primero y más fácil de digerir, por su orientación profundamente cristológica. No en vano este es un dogma que estaba asumido, aunque en otros términos, como es lógico, por los Padres, por San Agustín, e incluso por el agustino Martin Lutero.
María Inmaculada es el paradigma y espejo de la Iglesia, cuyo glorioso final no es otro que ser también “inmaculada” (me echousan spilon, Efe. 5:27). Cuando miro a María veo el objetivo final de todo cristiano y sé que es posible.
Este ángulo muerto mío se manifestaba también de otras formas. Como sugiere Cantalamessa, el mismo Dios que se hizo carne en el seno de María también se entrega a nosotros en el corazón de la materia, en la eucaristía, y los que no comprenden lo primero, difícilmente pueden comprender lo último.
LA EUCARISTÍA: CARNE Y SANGRE DE LA PALABRA VIVA
Los seminaristas evangélicos suelen estudiar, tanto en eclesiología como en historia de la iglesia, las diversas teorías protestantes sobre la eucaristía. Las visiones eucarísticas de Lutero y Melanchton se contrastan con las de Calvino y Zuinglio, y todas ellas con la doctrina católica que estas pretendían corregir.
Desde la visión luterana de la “presencia real” a las interpretaciones más espiritualizadas de Calvino y Zuinglio, los estudiantes evangélicos escogen su propio camino en base a su exegesis de los textos bíblicos y sus compromisos denominacionales.
No obstante, el punto de partida común es que la tradición recibida y anterior al siglo XVI de la presencia real y material de Cristo en la eucaristía es un sofisma medieval, contrario a las Escrituras y que los reformadores hicieron bien en rechazar.
El comentario de Calvino sobre Juan 6, junto con su discusión más detallada en los Institutos de la Religión Cristiana, son probablemente los textos más influyentes sobre la eucaristía entre los evangélicos formados en teología.
[Nota de ReL: Juan 6 recoge el milagro de los panes y los peces y el discurso sobre el Pan de Vida, cuando Jesús dice: "Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero. Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida".]
Calvino, que es en muchas otras ocasiones excelente exegeta, opta en su lectura de Juan 6 por una interpretación simbólica, aunque el lenguaje en su contexto no permite esa opción.
“El discurso - escribe el teólogo ginebrino – no se refiere a la Cena del Señor sino a la comunicación ininterrumpida de la carne de Cristo que obtenemos independientemente del uso de la Cena del Señor.” (Calvino, Comentario sobre el Evangelio de Juan).
Institutos de la Religión Cristiana (Libro IV Capitulo XVII) contiene, como decía, una discusión más detallada, así como el razonamiento fundamental de Calvino sobre el tema. En este pasaje Calvino rechaza tanto la doctrina católica como la luterana y las clasifica como “crasa materialidad” que resta de la “gloria celestial de Cristo.”
Habiendo rechazado una presencia material de cristo en la comunión, Calvino se esfuerza en afirmar una “auténtica y sustancial participación en el cuerpo y sangre del señor.” (IV.XVII.19).
El razonamiento de Calvino me resultaba perfectamente lógico y lo asumí como válido, al igual que lo hacen no solo la mayoría de los evangélicos sino también los anglicanos (salvo quizás los anglo-católicos).
La gloria de Cristo, en este punto de vista, se defiende de forma proporcional a su “liberación” de cualquier medio material o humano. La gracia y la naturaleza están en guerra. En base a esa premisa, era mucho más fácil para mí creer en una realidad puramente espiritual y etérea, que en la graciosa y redentora irrupción de Dios en el mundo físico y material, en coherencia con la doctrina bíblica de la Encarnación.
Uno de los hitos de mis estudios de máster que más representó para mi consistió en recibir la comunión de manos de mi profesor de teología y sacerdote anglicano, el Profesor J. I. Packer, oyendo sus palabras “Toma y come esto, recordando que Cristo murió por ti. Aliméntate de Él por la fe, en tu corazón, con acción de gracias.” Mi experiencia de la eucaristía se veía sin duda adornada por su administración de manos de uno de los hombres más sabios que he conocido.
Dicho esto, yo no era consciente de cómo esta fórmula aplicaba la relegación protestante de la eucaristía al dominio de lo meramente espiritual, rechazando así una de las más grandes manifestaciones de la materialidad de la gracia de Dios.
Una vez recuperada mi comunión con la Iglesia, he tenido tiempo para estudiar lo que dice el magisterio sobre la eucaristía, pero también para dedicar tiempo a contemplar y adorar a Cristo sacramentado.
La materialidad de los sacramentos, especialmente la eucaristía, se ajusta maravillosamente a nuestras necesidades como seres humanos de carne y hueso, y abrazar la sabiduría de Dios al darnos los sacramentos en la Iglesia nos dispone para recibir su gracia.
La doctrina de la transustanciación es un sólido intento de verbalizar las claras enseñanzas de Jesús de forma coherente y rigurosa.
De igual forma que las palabras de Jesús cambiaban la realidad, cuando el sacerdote pronuncia las palabras de consagración, la sustancia se transforma y los accidentes permanecen. Mis intentos racionalistas de tocar el fondo de este misterio llevan solo al fracaso si no me acerco a la eucaristía de la mano de la fe, la fe que busca el encuentro con Cristo en el sacramento. Præstet fides supplementum Sensuum defectui.
Hay un debate abierto entre historiadores de la iglesia, teólogos históricos y filósofos sobre cómo las incipientes fuerzas secularizadoras en la Europa del siglo XVI influenciaron el pensamiento de los reformadores en relación a la eucaristía, entre otros temas.
La desacralización de la eucaristía, vaciándola de la presencia material de Cristo ha sido vista por muchos como uno de los aceleradores de esas fuerzas secularizadoras cuyos resultados son particularmente evidentes en nuestros días. Véase por ejemplo Regina Schwartz, Sacramental Poetics and the Dawn of Secularism.
Examinando el paisaje evangélico contemporáneo se vislumbran algunas luces que invitan al optimismo. Hans Boersma, el J.I. Packer Professor of Theology en Regent College, con su trabajo sobre la teología sacramental, esta, como diría Packer, restregando las narices de los evangélicos en la fragancia de la eucaristía.
Boersma, gran experto en el Ressourcement de De Lubac y otros, una corriente anterior al Concilio Vaticano II por la que se llamaba a volver a las fuentes patrísticas, quiere reproducir en el mundo evangélico un movimiento similar, especialmente en lo relativo a los sacramentos. Las publicaciones de Boersma junto con su actividad ecuménica representan un importante movimiento hacia la unidad de los cristianos, la unidad visible de todos en torno a la Mesa del Señor.
LA IGLESIA: SENO DE LA PALABRA ESCRITA
Durante mi segundo curso de master en Vancouver, algunos líderes evangélicos y obispos católicos en Norteamérica firmaron un documento llamado “Evangélicos y Católicos Juntos: La Misión Cristiana en el Tercer Milenio.” Entre los líderes evangélicos estaban Chuck Colson y mi profesor de teología J.I. Packer, seguramente el teólogo evangélico más influyente de su generación.
Ese mismo año [era 1994, ndReL], como editor del periódico estudiantil en Regent College, entrevisté al arzobispo católico de la Columbia Británica (Canadá), Adam Exner, en relación a la publicación de la encíclica de Juan Pablo II, Veritatis Splendor. Había leído la encíclica y me tocó profundamente esta rigurosa exposición que hacia el Papa de la belleza y la coherencia de la verdad revelada. Adam Exner me concedió más de una hora de su tiempo y sus reflexiones sobre la encíclica me resultaron tan estimulantes y conmovedoras como la encíclica misma.
En el segundo semestre de ese año escogí como asignatura opcional un seminario titulado “Texto y Canon“ y decidí escribir mi trabajo sobre la contribución de San Ireneo de Lyon a la formación del canon del Nuevo Testamento.
La coincidencia providencial de esos tres eventos, particularmente este último, me colocaron, sin yo ser consciente de ello, en un camino irreversible de retorno a la Iglesia Católica.
Mi gran pasión tras mi conversión fue siempre el conocer la Palabra de Dios, especialmente en las lenguas originales. Durante mi licenciatura se puso énfasis en el griego, sobre todo en la inmersión en el texto del Nuevo Testamento una vez que se habían adquirido los fundamentos gramaticales.
Dicho esto, nunca había tenido ocasión de pensar de forma rigurosa en el proceso de cristalización de esos textos neotestamentarios como Sagrada Escritura en un canon cerrado.
El seminario en Regent College seguía el típico formato de una serie de ponencias sobre los temas principales (criterios de canonicidad en la iglesia primitiva, examen de libros que quedaron excluidos, debate sobre el canon dentro del canon, critica canónica de Brevard Childs, etc), seguidos de la presentación de los trabajos de los participantes en el seminario.
Mi decisión de estudiar la contribución de Ireneo al proceso canónico no fue difícil. Yo sabía que Ireneo cita la gran mayoría de los 27 libros del Nuevo Testamento como sagrada escritura, y lo hace a finales del siglo II.
Ireneo es un testigo privilegiado del proceso de canonización del Nuevo Testamento. Discípulo de Policarpo quien a su vez lo había sido del apóstol San Juan, Ireneo relata como testigo directo el proceso de sucesión episcopal. Como conocedor de primera mano de ese proceso, Ireneo se dedicó a transcribir, estudiar y comunicar el contenido de lo que él llama la traditio apostolorum o regula fidei, tal como fue trasladada fielmente por los apóstoles a través de la sucesión apostólica y hasta la generación de Ireneo.
El obispo de Lyon afirma que el contenido de esta tradición, de esta regla de fe se ve reflejado, coincide y es coherente con el contenido de los textos del Nuevo Testamento, y el cita 22 del total de 27.
En su magnum opus Adversus Haereses (contra las herejías), Ireneo refuta la herejía del docetismo, que niega la materialidad de la encarnación de Cristo. Estos herejes difundían diversas tradiciones y documentos “secretos” que Ireneo desacredita por ser externos al flujo de la tradición apostólica que él conoce en profundidad.
Contra la negación de la Encarnación, Ireneo presenta al Jesús de los evangelios, que tomó la naturaleza humana de María sin por ello sacrificar su naturaleza divina.
Contra las tradiciones y documentos secretos de los gnósticos Ireneo presenta un proceso de trasmisión de la verdad en el seno de la iglesia apostólica que es plenamente humano, sin por ello dejar de ser objeto de la providencia.
La sucesión episcopal, especialmente en la Iglesia de Roma, escribe Ireneo, es un proceso fidedigno porque está abierto al examen y es trazable hasta su mismo origen en las palabras de Jesús a San Pedro. No así las maquinaciones de Valentino y sus seguidores que apelan a procesos puramente espirituales, etéreos y secretos.
Mi estudio de Ireneo estaba principalmente orientado a explorar sus criterios para determinar canonicidad. No obstante, mi lectura del libro III de Adversus Haereses me abrió los ojos a una iglesia primitiva que era apostólica y tenía la autoridad misma de Jesús, aun antes de que existiera un Nuevo Testamento.
¿Que haríamos, pregunta Ireneo, si los apóstoles no nos hubieran dejado escrituras?
¿No deberíamos en ese caso seguir el curso de la tradición de los apóstoles a través de la sucesión de obispos en las iglesias?
Cuando surge una disputa, insiste Ireneo, ¿no deberíamos consultar con las iglesias más antiguas? “Porque allá donde está la Iglesia está el Espíritu Santo.” (AH III.24).
Este descubrimiento de la plena autoridad apostólica ante, y por tanto extra Scriptura no era algo que yo esperaba encontrar, y resultó verdaderamente revolucionario para mí.
Durante las discusiones de aquel seminario, empleamos gran parte del tiempo a debatir múltiples posibles criterios de canonicidad por un lado, y la aproximación post critica de Childs por otro. El formato del seminario dejaba todas las opciones intencionadamente abiertas, lo que generó no poca ansiedad en más de uno de los participantes. En contraste con las dudas generadas e incluso promovidas por el seminario, mi lectura de Ireneo me hacía sentir tierra firme bajo los pies.
El Nuevo Testamento como colección cerrada de libros inspirados por Dios no se hizo realidad por el mero reconocimiento de la inspiración en esos textos por parte de la iglesia. Es decir, la iglesia primitiva no tuvo meramente un rol pasivo y “objetivo” de identificar la inspiración divina de esos textos. Esto es lo que mi ex colega de la Universidad de Surrey (UK), Craig Allert llama, la teoría de la “Biblia caída del cielo.” (Allert, A High View of Scripture? P. 10).
Mi confianza en la Biblia como evangélico había estado basada en una casi completa eliminación de la agencia humana en el proceso de consolidación del canon. Contrariamente a esta visión docética, Ireneo me ayudo a comprender el proceso humano por el cual la iglesia apostólica, con la autoridad de Cristo mismo, preservó y entregó intactas las mismas tradiciones que había recibido de Jesús (I Cor. 11.23; 15:1 etc).
La tradición apostólica tal como fue providencialmente preservada, enseñada y vivida por la iglesia se convirtió en la regula fidei, el criterio por el cual textos quedaron incluidos o excluidos en el canon neotestamentario. Ireneo había hundido el último clavo en el ataúd de mi fe protestante.
EPÍLOGO: CRECER EN LA FE CATÓLICA
En sus años de seminarista, mi padre solía ir paseando desde el Seminario Menor de Segovia hasta el Monasterio de Los Carmelitas, donde se encuentra la tumba de San Juan de la Cruz, para jugar al futbol en sus jardines. San Juan de la Cruz, gran reformador de la orden Carmelita junto con Santa Teresa, dedico su vida a llamar a la iglesia a un retorno a la simplicidad evangélica y al primer amor a Cristo. En el prólogo a su “Ascenso al Monte Carmelo”, San Juan de la Cruz escribía que al él no le había guiado la experiencia sino la divina Escritura, ya que siguiendo a la Biblia uno no se suele equivocar. Dicho esto, el gran místico español añade que si él se equivocara en su interpretación del los textos bíblicos “no es mi intención apartarme del solido sentido y doctrina de la santa madre iglesia.” Juan de la Cruz prefirió la cárcel al cisma.
En la refutación de los cismáticos de su tiempo, San Agustín acuño la frase “totus Christus” para referirse a la unidad orgánica entre Cristo Cabeza y Cristo Cuerpo, su iglesia. Cuando los donatistas separan a la iglesia, al cuerpo de Cristo, argumentaba San Agustín, atacan también la doctrina de la Encarnación.
Ciertamente, la encarnación del Hijo de Dios en Maria Inmaculada, su presencia real y material en la eucaristía, así como en la autoridad apostólica de la iglesia forman tres hilos inseparables en el único cordón de la historia de salvación.
Se despertó en él un gran amor por la Biblia y, como protestante, la estudió rigurosamente. Con los años, descubrió 3 "puntos ciegos" en su visión: el papel de María, la Eucaristía y la autoridad de la Iglesia al establecer qué textos son Palabra de Dios. «¿Y si los apóstoles no nos hubieran dejado escrituras?», planteaba San Ireneo en el siglo II, cuando aún no estaba claro qué libros eran el Nuevo Testamento y mil sectas se declaraban inspiradas.
Esta es la historia detallada, en sus propias palabras, de cómo Gustavo volvió a la fe católica a raíz de una investigación esforzada por descubrir una verdad más plena que empezó a resonar en su corazón cuando leyó la Veritatis Splendor de Juan Pablo II.
ELIMINANDO EL ÁNGULO MUERTO: UN EVANGÉLICO VUELVE A CASA
por Gustavo Martín
Este artículo se publicó hace unos meses en el portal estadounidense “Called to Communion: Reformation Meets Rome,” con el título “Exposing the Blind Side: A Reverted Catholic Looks Back.” Called to Communion está dedicado a la difusión de testimonios y reflexiones teológicas de evangélicos que se han incorporado o re-incorporado a la Iglesia Católica.
La gran mayoría de estos evangélicos han estudiado en prestigiosos seminarios Protestantes de los Estados Unidos y Canadá, muchos doctorándose posteriormente en teología o estudios bíblicos. Estos evangélicos coinciden en expresar su agradecimiento a las diversas comunidades de las que formaron parte por el amor a Cristo y a su palabra que de ellos aprendieron.
Coinciden también, no obstante, a la hora de articular las razones que les llevaron, a lo largo de varios años, a descubrir en la Iglesia Católica la plenitud teológica y la plena continuidad con la Iglesia primitiva que ansiaban encontrar.
Mi motivación para publicar esta reflexión fue fundamentalmente la de intentar guiar y animar a otros evangélicos que ya han iniciado, o lo van a hacer, este camino cuyo último tramo consiste en, como ellos dicen, “nadar el Tíber.”
Al escribir ahora la traducción al castellano para lectores españoles, se me antoja que no solamente cambia el idioma, sino también el objetivo del artículo. Decía Chesterton que el objetivo de viajar no es principalmente pisar tierra extranjera, sino volver al fin a pisar la patria con la visión fresca y entusiasta de un extranjero que vuelve al hogar. Donde hay confianza da asco, decimos los castellanos, y la familiaridad conlleva frecuentemente la incapacidad de valorar adecuadamente las cosas por sobre-exposición y hastío.
Al volver a la Iglesia, he descubierto paisajes y horizontes que no había siquiera imaginado cuando vivía alejado de ella. Contrariamente a lo que se asume con frecuencia en el mundo evangélico, en el seno de la Iglesia Católica descubrimos que la gracia de Dios es más inmensa aun de lo que creíamos, porque la gracia no solo no anula lo humano sino que lo penetra hasta su esencia molecular, dignificándolo y elevándolo hasta su más alta y gloriosa expresión.
Mi reflexión sobre este camino de vuelta a casa se centra en tres aspectos de la teología bíblica y católica cuyo hilo conductor común es precisamente esa gloriosa invasión de natura por parte de gratia.
FAMILIA CATÓLICA ESPAÑOLA... NO MUY EJEMPLAR
Nací en Madrid en el seno de una familia Católica tradicional en la que la asistencia a misa los domingos se daba por sentado. Mi padre, un ex seminarista, demandaba con rigor una participación formal en la vida sacramental de la iglesia, mientras en nuestra familia vivíamos una inconsistencia muy fuerte con esa fe que profesábamos.
Esta manifiesta incoherencia y falta de integridad en la religiosidad de nuestra familia no se nos escapaba a mi hermano y a mí. Aunque no nos rebelamos abiertamente durante la niñez, esperamos con resignación el momento para poder decidir nuestro camino por nosotros mismos.
Mientras hacía el COU en Estados Unidos, me enamore de una chica bautista que me invito a asistir al culto dominical de su comunidad. Su familia y su iglesia me recibieron con los brazos abiertos y me demostraron de forma muy tangible tanto ágape como koinonía.
Por otro lado, el énfasis de esta comunidad en la conversión personal y su insistencia en que Jesús no solo murió por la humanidad sino por mí personalmente y me llamaba a mí a seguirle me impacto profundamente. Sentía la voz del Espíritu Santo aplicando aquellos pasajes bíblicos por primera vez a mi corazón en el momento justo.
Cuando respondí, según la praxis habitual en el mundo evangélico, mi respuesta fue genuina y representó un punto de inflexión fundamental en mi vida. 17 años de liturgia, sacramentos, lecturas bíblicas y recitación del credo fueron para mi garantía de que esa decisión de seguir a Cristo no fue tomada en el vacío, o motivada exclusivamente por las emociones. Conocimiento y emoción, praxis religiosa y conversión interna por fin se cogieron de la mano, lejos de casa y de mi padre, en la West Virgina rural y corazón del Bible Belt americano.
EL AMOR POR LA ESCRITURA
La iglesia hizo una colecta especial para regalarme la Biblia versión King James con cubiertas de piel más cara que tenía la librería cristiana del lugar. Recuerdo que el pastor me dijo: Hijo mío, reza, lee la Biblia a diario, da testimonio y evangeliza y así no te perderás.
Casi de inmediato, se despertó en mí un fortísimo deseo de conocer la palabra de Dios, especialmente en las lenguas originales. Estos deseos me llevaron a licenciarme primero en estudios bíblicos en una universidad asociada a YWAM en Kona, Hawaii.
Posteriormente, durante un master de dos años en Regent College, en Vancouver, me focalicé en griego y hebreo bíblicos y, por fin, completé el doctorado en griego y lingüística en la Universidad de Surrey en el Reino Unido.
Mientras estudiaba en Regent College, se acumularon una serie de circunstancias y experiencias que me pusieron, sin yo saberlo, en un camino irreversible de vuelta a la Iglesia Católica.
Tras un par de años de haber recuperado plena comunión con la Iglesia, he tenido tiempo de reflexionar a fondo sobre mi experiencia de dos décadas en el mundo evangélico. Comparto esta reflexión confiando en que ésta resulte estimulante para aquellos peregrinos que han iniciado, o lo van a hacer, este camino de vuelta a la Barca de Pedro.
Nada de lo que sigue pretende ser un ataque contra los evangélicos. No siento más que agradecimiento y amor en Cristo hacia todas las comunidades de las que formé parte durante años. He tenido el gran privilegio de conocer a grandes hombres y mujeres de Dios, muchos de ellos cada vez más conscientes tanto de las lagunas y confusiones en el protestantismo como de la congruencia y belleza del catolicismo.
Muchos de éstos líderes evangélicos han abrazado el ecumenismo cristiano y participan en iniciativas como Evangelicals and Catholics Together.
Estoy convencido, no obstante, de que toda esa maravillosa orientación y actividad ecuménica entre evangélicos debe llevar solo a una eventual, plena y por tanto visible unidad de todos los cristianos en torno a la Mesa del Señor en la única iglesia que Jesús fundó.
EL ÁNGULO MUERTO EN LA VISIÓN TEOLÓGICA
Pensando en ese largo periodo de mi vida, he llegado a la conclusión de que, a lo largo de esos 20 años, sufrí los efectos de un considerable ángulo muerto en mi campo de visión teológico.
En el futbol americano el concepto de ángulo muerto (the blind side) es muy conocido, y es el tema de una gran película basada en una historia real, The Blind Side (2010). Por su papel en esta cinta, Sandra Bullock recibió el Oscar a la mejor actriz en 2010.
En el futbol americano, el quarterback, el capitán que lanza el balón tiene la responsabilidad de dirigir el juego y distribuir pases hasta conseguir marcar un tanto. En los pocos segundos que tiene para encontrar un receptor de su pase, el quarterback suele mirar hacia la parte derecha del campo, o hacia la izquierda si es zurdo, dejando un peligroso ángulo muerto al lado opuesto por el cual intenta penetrar la defensa para derribarle.
Mi particular ángulo muerto consistía en una incapacidad semi-gnóstica de reconocer la santidad en la materia, la gracia en la naturaleza, la bondad en la creación, la profunda y bendita conexión entre lo visible y lo invisible.
Al ir evolucionando de bautista relativamente ingenuo teológicamente a evangélico formado en seminario y, finalmente, a una posición calvinista – “reformada,” este ángulo muerto en mi visión teológica se hizo cada vez más amplio y difícil de detectar. Mi ángulo muerto impactaba mi forma de ver, o, mejor dicho no ver, varias verdades fundamentales que constituyen en mi opinión la esencia de lo que sigue separando a evangélicos y católicos. Comentare estas verdades bajo tres epígrafes en los párrafos que siguen
-María, Seno de la Palabra Viva
-La Eucaristía: Carne y Sangre de la Palabra Viva
-La Iglesia: Seno de la Palabra Escrita
MARÍA: SENO DE LA PALABRA VIVA
Durante mis dos décadas como evangélico, María era prácticamente invisible para mí. Quizás más aún que las otras verdades que voy a detallar más adelante, la Madre de Dios estaba en el centro de mi ángulo muerto.
En el contexto de su testimonio de conversión, Peter Kreeft, profesor de Filosofía en el Boston College, cuenta la historia de un encuentro ecuménico entre evangélicos y católicos. Tras regresar a sus casas, los católicos preguntaban insistentemente a sus familiares y amigos: “¿Habéis aceptado a Jesucristo como señor y salvador?.” Por su parte, los evangélicos exigían saber: “¿Por qué no queremos a María?” ¿Por qué no?
Algunas de las mentes evangélicas más preclaras han hecho mucho en los últimos años para reconducir el concepto de Sola Scriptura, tal como se concibe a nivel popular, hacia una interpretación menos individualista tal como la concebía Lutero, por ejemplo (véase por ejemplo la serie de libros The Evangelical Ressourcement).
Tanto Lutero como Calvino se veían a si mismos como pertenecientes a una tradición hermenéutica que empezaba con San Agustín, o incluso con algunos de los Padres anteriores. En consecuencia, Lutero y Calvino entendían que la interpretación de los textos bíblicos debe realizarse al menos en un espíritu de congruencia con esa tradición.
Por otro lado, un número importante de biblistas evangélicos han enfatizado recientemente la importancia de interpretar pasajes bíblicos individuales dentro y a la luz del marco de las historia de salvación tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. A la hora de entender lo que dice la Biblia sobre María, ambas ideas son requisito necesario.
Joseph Ratzinger expresó ésto con gran claridad en su artículo de 2003 publicado en Communio y titulado “Thoughts on the Place of Marian Doctrine and Piety in Faith and Theology as a Whole.”
Ratzinger muestra como María aparece en escena en el punto climático de la historia de salvación, personándose en todos los momentos clave de la vida, muerte y resurrección de Cristo, así como en Pentecostés.
Con su humilde y confiado fiat se convierte en la Madre del Señor, pero también en la madre y representante de todos los que creen.
Con su sí a Dios María es Israel y es la iglesia, y su sí se convierte en el sí de la humanidad creyente a Dios.
La inmensa importancia teológica de María no se hace evidente por medio de un estrecho biblicismo que cuenta versículos sin considerar la importancia de estos en un contexto bíblico más amplio.
Mi práctica evangélica de probar todo en base a versículos bíblicos resulto estéril porque los arboles me impidieron ver el bosque, tanto en términos de teología bíblica como de lo que era entonces mi propia tradición que pretendía estar basada tanto en Lutero como en San Agustín.
Recordando mis estudios, me resulta sorprendente la lectura selectiva que tanto yo mismo como muchos otros hacíamos de Lutero y San Agustín, no llegando nunca a los múltiples y claros pasajes marianos.
María no tiene una gran importancia solo para la teología, sino que también la tiene para la antropología. En palabras de Ratzinger en el artículo mencionado, “La Mariología demuestra que la doctrina de la gracia no anula la creación, sino que constituye el SI definitivo a la creación.”
En María, Dios penetra la esencia de la materia, comenta Raniero Cantalamessa, que añade: “mater viene de materia, en el sentido más noble, indicando lo concreto y lo real” (Mary: Mirror of The Church, p. 65). La encarnación, por tanto, empieza con María, maravillosa cabeza de playa de la redención del mundo. María, esclava del Señor, fue hecha “llena de gracia,” kejaritomene, y se convierte así en la primera y más grande beneficiaria de la salvación que otorga su hijo.
Como los padres nicenos resaltaron, Jesús nació de María (ex María Virgine), y no a través de María. Es decir, Jesús sí tomó la naturaleza humana de María, que junto con su naturaleza divina forma una sola persona, plenamente hombre y plenamente Dios.
En su infinita misericordia, Dios había antes preparado a esa Virgen María derramando su gracia completamente sobre ella para que de María Jesús tomara plena naturaleza humana, pero no el pecado. El don de Dios a María se ajusta y es proporcional a la tarea que se la encomienda.
Aun así, la gracia de Dios requiere y se apoya en el SI de María, dado libremente, no anulando su humanidad y su libertad sino elevándolos y dignificándolos.
Como evangélico, yo era un cristiano ortodoxo en términos de adherencia a los símbolos Niceno-Constantinopolitano, Calcedonio etc. Dicho esto, yo ignoraba una dimensión fundamental de la encarnación.
El dogma de la Inmaculada Concepción ha sido para mí el primero y más fácil de digerir, por su orientación profundamente cristológica. No en vano este es un dogma que estaba asumido, aunque en otros términos, como es lógico, por los Padres, por San Agustín, e incluso por el agustino Martin Lutero.
María Inmaculada es el paradigma y espejo de la Iglesia, cuyo glorioso final no es otro que ser también “inmaculada” (me echousan spilon, Efe. 5:27). Cuando miro a María veo el objetivo final de todo cristiano y sé que es posible.
Este ángulo muerto mío se manifestaba también de otras formas. Como sugiere Cantalamessa, el mismo Dios que se hizo carne en el seno de María también se entrega a nosotros en el corazón de la materia, en la eucaristía, y los que no comprenden lo primero, difícilmente pueden comprender lo último.
LA EUCARISTÍA: CARNE Y SANGRE DE LA PALABRA VIVA
Los seminaristas evangélicos suelen estudiar, tanto en eclesiología como en historia de la iglesia, las diversas teorías protestantes sobre la eucaristía. Las visiones eucarísticas de Lutero y Melanchton se contrastan con las de Calvino y Zuinglio, y todas ellas con la doctrina católica que estas pretendían corregir.
Desde la visión luterana de la “presencia real” a las interpretaciones más espiritualizadas de Calvino y Zuinglio, los estudiantes evangélicos escogen su propio camino en base a su exegesis de los textos bíblicos y sus compromisos denominacionales.
No obstante, el punto de partida común es que la tradición recibida y anterior al siglo XVI de la presencia real y material de Cristo en la eucaristía es un sofisma medieval, contrario a las Escrituras y que los reformadores hicieron bien en rechazar.
El comentario de Calvino sobre Juan 6, junto con su discusión más detallada en los Institutos de la Religión Cristiana, son probablemente los textos más influyentes sobre la eucaristía entre los evangélicos formados en teología.
[Nota de ReL: Juan 6 recoge el milagro de los panes y los peces y el discurso sobre el Pan de Vida, cuando Jesús dice: "Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero. Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida".]
Calvino, que es en muchas otras ocasiones excelente exegeta, opta en su lectura de Juan 6 por una interpretación simbólica, aunque el lenguaje en su contexto no permite esa opción.
“El discurso - escribe el teólogo ginebrino – no se refiere a la Cena del Señor sino a la comunicación ininterrumpida de la carne de Cristo que obtenemos independientemente del uso de la Cena del Señor.” (Calvino, Comentario sobre el Evangelio de Juan).
Institutos de la Religión Cristiana (Libro IV Capitulo XVII) contiene, como decía, una discusión más detallada, así como el razonamiento fundamental de Calvino sobre el tema. En este pasaje Calvino rechaza tanto la doctrina católica como la luterana y las clasifica como “crasa materialidad” que resta de la “gloria celestial de Cristo.”
Habiendo rechazado una presencia material de cristo en la comunión, Calvino se esfuerza en afirmar una “auténtica y sustancial participación en el cuerpo y sangre del señor.” (IV.XVII.19).
El razonamiento de Calvino me resultaba perfectamente lógico y lo asumí como válido, al igual que lo hacen no solo la mayoría de los evangélicos sino también los anglicanos (salvo quizás los anglo-católicos).
La gloria de Cristo, en este punto de vista, se defiende de forma proporcional a su “liberación” de cualquier medio material o humano. La gracia y la naturaleza están en guerra. En base a esa premisa, era mucho más fácil para mí creer en una realidad puramente espiritual y etérea, que en la graciosa y redentora irrupción de Dios en el mundo físico y material, en coherencia con la doctrina bíblica de la Encarnación.
Uno de los hitos de mis estudios de máster que más representó para mi consistió en recibir la comunión de manos de mi profesor de teología y sacerdote anglicano, el Profesor J. I. Packer, oyendo sus palabras “Toma y come esto, recordando que Cristo murió por ti. Aliméntate de Él por la fe, en tu corazón, con acción de gracias.” Mi experiencia de la eucaristía se veía sin duda adornada por su administración de manos de uno de los hombres más sabios que he conocido.
Dicho esto, yo no era consciente de cómo esta fórmula aplicaba la relegación protestante de la eucaristía al dominio de lo meramente espiritual, rechazando así una de las más grandes manifestaciones de la materialidad de la gracia de Dios.
Una vez recuperada mi comunión con la Iglesia, he tenido tiempo para estudiar lo que dice el magisterio sobre la eucaristía, pero también para dedicar tiempo a contemplar y adorar a Cristo sacramentado.
La materialidad de los sacramentos, especialmente la eucaristía, se ajusta maravillosamente a nuestras necesidades como seres humanos de carne y hueso, y abrazar la sabiduría de Dios al darnos los sacramentos en la Iglesia nos dispone para recibir su gracia.
La doctrina de la transustanciación es un sólido intento de verbalizar las claras enseñanzas de Jesús de forma coherente y rigurosa.
De igual forma que las palabras de Jesús cambiaban la realidad, cuando el sacerdote pronuncia las palabras de consagración, la sustancia se transforma y los accidentes permanecen. Mis intentos racionalistas de tocar el fondo de este misterio llevan solo al fracaso si no me acerco a la eucaristía de la mano de la fe, la fe que busca el encuentro con Cristo en el sacramento. Præstet fides supplementum Sensuum defectui.
Hay un debate abierto entre historiadores de la iglesia, teólogos históricos y filósofos sobre cómo las incipientes fuerzas secularizadoras en la Europa del siglo XVI influenciaron el pensamiento de los reformadores en relación a la eucaristía, entre otros temas.
La desacralización de la eucaristía, vaciándola de la presencia material de Cristo ha sido vista por muchos como uno de los aceleradores de esas fuerzas secularizadoras cuyos resultados son particularmente evidentes en nuestros días. Véase por ejemplo Regina Schwartz, Sacramental Poetics and the Dawn of Secularism.
Examinando el paisaje evangélico contemporáneo se vislumbran algunas luces que invitan al optimismo. Hans Boersma, el J.I. Packer Professor of Theology en Regent College, con su trabajo sobre la teología sacramental, esta, como diría Packer, restregando las narices de los evangélicos en la fragancia de la eucaristía.
Boersma, gran experto en el Ressourcement de De Lubac y otros, una corriente anterior al Concilio Vaticano II por la que se llamaba a volver a las fuentes patrísticas, quiere reproducir en el mundo evangélico un movimiento similar, especialmente en lo relativo a los sacramentos. Las publicaciones de Boersma junto con su actividad ecuménica representan un importante movimiento hacia la unidad de los cristianos, la unidad visible de todos en torno a la Mesa del Señor.
LA IGLESIA: SENO DE LA PALABRA ESCRITA
Durante mi segundo curso de master en Vancouver, algunos líderes evangélicos y obispos católicos en Norteamérica firmaron un documento llamado “Evangélicos y Católicos Juntos: La Misión Cristiana en el Tercer Milenio.” Entre los líderes evangélicos estaban Chuck Colson y mi profesor de teología J.I. Packer, seguramente el teólogo evangélico más influyente de su generación.
Ese mismo año [era 1994, ndReL], como editor del periódico estudiantil en Regent College, entrevisté al arzobispo católico de la Columbia Británica (Canadá), Adam Exner, en relación a la publicación de la encíclica de Juan Pablo II, Veritatis Splendor. Había leído la encíclica y me tocó profundamente esta rigurosa exposición que hacia el Papa de la belleza y la coherencia de la verdad revelada. Adam Exner me concedió más de una hora de su tiempo y sus reflexiones sobre la encíclica me resultaron tan estimulantes y conmovedoras como la encíclica misma.
En el segundo semestre de ese año escogí como asignatura opcional un seminario titulado “Texto y Canon“ y decidí escribir mi trabajo sobre la contribución de San Ireneo de Lyon a la formación del canon del Nuevo Testamento.
La coincidencia providencial de esos tres eventos, particularmente este último, me colocaron, sin yo ser consciente de ello, en un camino irreversible de retorno a la Iglesia Católica.
Mi gran pasión tras mi conversión fue siempre el conocer la Palabra de Dios, especialmente en las lenguas originales. Durante mi licenciatura se puso énfasis en el griego, sobre todo en la inmersión en el texto del Nuevo Testamento una vez que se habían adquirido los fundamentos gramaticales.
Dicho esto, nunca había tenido ocasión de pensar de forma rigurosa en el proceso de cristalización de esos textos neotestamentarios como Sagrada Escritura en un canon cerrado.
El seminario en Regent College seguía el típico formato de una serie de ponencias sobre los temas principales (criterios de canonicidad en la iglesia primitiva, examen de libros que quedaron excluidos, debate sobre el canon dentro del canon, critica canónica de Brevard Childs, etc), seguidos de la presentación de los trabajos de los participantes en el seminario.
Mi decisión de estudiar la contribución de Ireneo al proceso canónico no fue difícil. Yo sabía que Ireneo cita la gran mayoría de los 27 libros del Nuevo Testamento como sagrada escritura, y lo hace a finales del siglo II.
Ireneo es un testigo privilegiado del proceso de canonización del Nuevo Testamento. Discípulo de Policarpo quien a su vez lo había sido del apóstol San Juan, Ireneo relata como testigo directo el proceso de sucesión episcopal. Como conocedor de primera mano de ese proceso, Ireneo se dedicó a transcribir, estudiar y comunicar el contenido de lo que él llama la traditio apostolorum o regula fidei, tal como fue trasladada fielmente por los apóstoles a través de la sucesión apostólica y hasta la generación de Ireneo.
El obispo de Lyon afirma que el contenido de esta tradición, de esta regla de fe se ve reflejado, coincide y es coherente con el contenido de los textos del Nuevo Testamento, y el cita 22 del total de 27.
En su magnum opus Adversus Haereses (contra las herejías), Ireneo refuta la herejía del docetismo, que niega la materialidad de la encarnación de Cristo. Estos herejes difundían diversas tradiciones y documentos “secretos” que Ireneo desacredita por ser externos al flujo de la tradición apostólica que él conoce en profundidad.
Contra la negación de la Encarnación, Ireneo presenta al Jesús de los evangelios, que tomó la naturaleza humana de María sin por ello sacrificar su naturaleza divina.
Contra las tradiciones y documentos secretos de los gnósticos Ireneo presenta un proceso de trasmisión de la verdad en el seno de la iglesia apostólica que es plenamente humano, sin por ello dejar de ser objeto de la providencia.
La sucesión episcopal, especialmente en la Iglesia de Roma, escribe Ireneo, es un proceso fidedigno porque está abierto al examen y es trazable hasta su mismo origen en las palabras de Jesús a San Pedro. No así las maquinaciones de Valentino y sus seguidores que apelan a procesos puramente espirituales, etéreos y secretos.
Mi estudio de Ireneo estaba principalmente orientado a explorar sus criterios para determinar canonicidad. No obstante, mi lectura del libro III de Adversus Haereses me abrió los ojos a una iglesia primitiva que era apostólica y tenía la autoridad misma de Jesús, aun antes de que existiera un Nuevo Testamento.
¿Que haríamos, pregunta Ireneo, si los apóstoles no nos hubieran dejado escrituras?
¿No deberíamos en ese caso seguir el curso de la tradición de los apóstoles a través de la sucesión de obispos en las iglesias?
Cuando surge una disputa, insiste Ireneo, ¿no deberíamos consultar con las iglesias más antiguas? “Porque allá donde está la Iglesia está el Espíritu Santo.” (AH III.24).
Este descubrimiento de la plena autoridad apostólica ante, y por tanto extra Scriptura no era algo que yo esperaba encontrar, y resultó verdaderamente revolucionario para mí.
Durante las discusiones de aquel seminario, empleamos gran parte del tiempo a debatir múltiples posibles criterios de canonicidad por un lado, y la aproximación post critica de Childs por otro. El formato del seminario dejaba todas las opciones intencionadamente abiertas, lo que generó no poca ansiedad en más de uno de los participantes. En contraste con las dudas generadas e incluso promovidas por el seminario, mi lectura de Ireneo me hacía sentir tierra firme bajo los pies.
El Nuevo Testamento como colección cerrada de libros inspirados por Dios no se hizo realidad por el mero reconocimiento de la inspiración en esos textos por parte de la iglesia. Es decir, la iglesia primitiva no tuvo meramente un rol pasivo y “objetivo” de identificar la inspiración divina de esos textos. Esto es lo que mi ex colega de la Universidad de Surrey (UK), Craig Allert llama, la teoría de la “Biblia caída del cielo.” (Allert, A High View of Scripture? P. 10).
Mi confianza en la Biblia como evangélico había estado basada en una casi completa eliminación de la agencia humana en el proceso de consolidación del canon. Contrariamente a esta visión docética, Ireneo me ayudo a comprender el proceso humano por el cual la iglesia apostólica, con la autoridad de Cristo mismo, preservó y entregó intactas las mismas tradiciones que había recibido de Jesús (I Cor. 11.23; 15:1 etc).
La tradición apostólica tal como fue providencialmente preservada, enseñada y vivida por la iglesia se convirtió en la regula fidei, el criterio por el cual textos quedaron incluidos o excluidos en el canon neotestamentario. Ireneo había hundido el último clavo en el ataúd de mi fe protestante.
EPÍLOGO: CRECER EN LA FE CATÓLICA
En sus años de seminarista, mi padre solía ir paseando desde el Seminario Menor de Segovia hasta el Monasterio de Los Carmelitas, donde se encuentra la tumba de San Juan de la Cruz, para jugar al futbol en sus jardines. San Juan de la Cruz, gran reformador de la orden Carmelita junto con Santa Teresa, dedico su vida a llamar a la iglesia a un retorno a la simplicidad evangélica y al primer amor a Cristo. En el prólogo a su “Ascenso al Monte Carmelo”, San Juan de la Cruz escribía que al él no le había guiado la experiencia sino la divina Escritura, ya que siguiendo a la Biblia uno no se suele equivocar. Dicho esto, el gran místico español añade que si él se equivocara en su interpretación del los textos bíblicos “no es mi intención apartarme del solido sentido y doctrina de la santa madre iglesia.” Juan de la Cruz prefirió la cárcel al cisma.
En la refutación de los cismáticos de su tiempo, San Agustín acuño la frase “totus Christus” para referirse a la unidad orgánica entre Cristo Cabeza y Cristo Cuerpo, su iglesia. Cuando los donatistas separan a la iglesia, al cuerpo de Cristo, argumentaba San Agustín, atacan también la doctrina de la Encarnación.
Ciertamente, la encarnación del Hijo de Dios en Maria Inmaculada, su presencia real y material en la eucaristía, así como en la autoridad apostólica de la iglesia forman tres hilos inseparables en el único cordón de la historia de salvación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario