¡Con agua bendita reparan el
ascensor!
En Ceux
du 11ème étage (Los del decimoprimer piso, ndt), una familia católica
cuenta su experiencia: vivir tres años en un barrio de alquileres bajos en el
norte de Marsella, para ponerse al servicio de los más pobres. Es un testimonio
lleno de lucidez y de esperanza.
«¡Vosotros sois franceses; normalmente, la gente como vosotros vive en chalets!»: con estas palabras fueron acogidos Amaury, Marie-Alix y sus tres hijas en en los barrios del norte de Marsella, donde ellos eligieron vivir durante tres años en una ciudad HLM [siglas para Habitation à Loyer Modéré - Vivienda de Renta Limitada. Sistema de viviendas privadas o públicas con alquileres bajos en Francia y también en Suiza, ndt].
Un poco como Simone Weil, que iba a las fábricas para hablar de Sófocles a los obreros y para vivir en su carne el sufrimiento de su condición; un poco como Cristo, que vino a la tierra para compartir la finitud del hombre, ellos han ido a las zonas dañadas de la Francia contemporánea para ir al encuentro de los pobres «entre nosotros».
Allí se les conoce como los «franceses del decimoprimer piso». Destacan por su catolicismo, los rizos rubios de sus hijas, su rechazo a tener televisión y ese absurdo deseo de ir deliberadamente al infierno.
En medio del barrio, en medio de cubos de basura tirados por las ventanas y de coches que se queman por nada, «tan inútiles como María a los pies de la cruz», ellos han elegido ir al encuentro del otro para «tejer vínculos de amistad y ponerse al servicio de las familias en dificultad».
Familias dañadas por matrimonios arreglados donde la pantalla plana sustituye a la vida común, atravesadas por la espiral infernal asistencia-consumismo.
Ancianos, de la primera generación, admiten descaradamente que votan a Marine Le Pen porque «hemos currado por este país que nos trata como menos que nada mientras subvenciona a gente que llega del mundo entero y que nunca ha pegado sello».
Jóvenes, unos drogados por los videojuegos, violentos, agresivos y obtusos, a los que nada les afecta.
Otros, que se encierran en un islam rigorista para escapar a la fealdad, pero con los que es posible por lo menos hablar de Dios.
Porque en el corazón del hormigón sin ideales «es con nuestros hermanos musulmanes con los que nosotros tenemos las más bellas discusiones de orden espiritual, lo que da a la relación una profundidad mucho más importante que con personas que no creen en nada», declara Amaury Guillem.
Tienen, sin duda alguna, una cierta ingenuidad conmovedora, que también puede exasperar. El agua bendita, empleada para echar a los camellos y reparar el ascensor. Un cierto carácter angelical: «Ves, los pequeños ángeles a los que rezamos cada mañana para que velen sobre nosotros, nos protegen» dice Amaury a su hija en medio de las piedras que los adolescentes del barrio se lanzan por encima de sus cabezas.
A veces hasta casi caen mal por haberse metido en este berenjenal hecho de ascensores estropeados, orina en las escaleras e insultos diarios.
Pero hay también pequeños milagros, resultado del trabajo subterráneo llevado a cabo por la perseverancia.
Rita, inmigrada italiana de la primera generación que vuelve a rezar el rosario.
Sabri, joven árabe que abandona la calle y decide voler al colegio después de su bautismo.
Esos jóvenes musulmanes que se van de colonias y se reconcilian con la naturaleza y la sencillez, cambiando la violencia por el silencio.
«¿Por qué mientras 20 jóvenes franceses se van al otro lado del mundo para ayudar a las personas, sólo 1 ó 2 eligen quedarse para servir a los pobres de nuestro país?» se pregunta al final del libro Amaury.
«Las periferias mueren por falta de amor», se atreve a decir él con una constatación que haría palidecer a sociólogos de pro.
Pero este libro no es un libro sociológico. Es por esto por lo que está lleno de esperanza.
«Hay que decir alto y claro que esta elección de ir a vivir en un HLM es una fuente de alegría».
Es un testimonio, una invitación a volver a encontrar la radicalidad del mensaje cristiano. «Si nosotros pudiéramos disponer de algún medio para detectar la esperanza, como el zahorí descubre el agua subterránea, acercándonos a los pobres veríamos torcerse entre nuestros dedos la varilla del avellano» escribió Bernanos, que Amaury Guillem cita al final del libro.
Cuando llegamos al final de las 200 páginas de este ardiente testimonio que tiene la pureza del Evangelio no podemos evitar la admiración. Tampoco la vergüenza. Porque tenemos ganas de decirnos las palabras de Bernanos a los cristianos a propósito de San Francisco de Asís: «Vosotros lo habéis aplaudido: ¡vosotros deberíais haberlo seguido!».
Eugénie Bastié es periodista de Le Figaro. También escribe para la revista Causeur
(Traducción de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares)
«¡Vosotros sois franceses; normalmente, la gente como vosotros vive en chalets!»: con estas palabras fueron acogidos Amaury, Marie-Alix y sus tres hijas en en los barrios del norte de Marsella, donde ellos eligieron vivir durante tres años en una ciudad HLM [siglas para Habitation à Loyer Modéré - Vivienda de Renta Limitada. Sistema de viviendas privadas o públicas con alquileres bajos en Francia y también en Suiza, ndt].
Un poco como Simone Weil, que iba a las fábricas para hablar de Sófocles a los obreros y para vivir en su carne el sufrimiento de su condición; un poco como Cristo, que vino a la tierra para compartir la finitud del hombre, ellos han ido a las zonas dañadas de la Francia contemporánea para ir al encuentro de los pobres «entre nosotros».
Allí se les conoce como los «franceses del decimoprimer piso». Destacan por su catolicismo, los rizos rubios de sus hijas, su rechazo a tener televisión y ese absurdo deseo de ir deliberadamente al infierno.
En medio del barrio, en medio de cubos de basura tirados por las ventanas y de coches que se queman por nada, «tan inútiles como María a los pies de la cruz», ellos han elegido ir al encuentro del otro para «tejer vínculos de amistad y ponerse al servicio de las familias en dificultad».
Familias dañadas por matrimonios arreglados donde la pantalla plana sustituye a la vida común, atravesadas por la espiral infernal asistencia-consumismo.
Ancianos, de la primera generación, admiten descaradamente que votan a Marine Le Pen porque «hemos currado por este país que nos trata como menos que nada mientras subvenciona a gente que llega del mundo entero y que nunca ha pegado sello».
Jóvenes, unos drogados por los videojuegos, violentos, agresivos y obtusos, a los que nada les afecta.
Otros, que se encierran en un islam rigorista para escapar a la fealdad, pero con los que es posible por lo menos hablar de Dios.
Porque en el corazón del hormigón sin ideales «es con nuestros hermanos musulmanes con los que nosotros tenemos las más bellas discusiones de orden espiritual, lo que da a la relación una profundidad mucho más importante que con personas que no creen en nada», declara Amaury Guillem.
Tienen, sin duda alguna, una cierta ingenuidad conmovedora, que también puede exasperar. El agua bendita, empleada para echar a los camellos y reparar el ascensor. Un cierto carácter angelical: «Ves, los pequeños ángeles a los que rezamos cada mañana para que velen sobre nosotros, nos protegen» dice Amaury a su hija en medio de las piedras que los adolescentes del barrio se lanzan por encima de sus cabezas.
A veces hasta casi caen mal por haberse metido en este berenjenal hecho de ascensores estropeados, orina en las escaleras e insultos diarios.
Pero hay también pequeños milagros, resultado del trabajo subterráneo llevado a cabo por la perseverancia.
Rita, inmigrada italiana de la primera generación que vuelve a rezar el rosario.
Sabri, joven árabe que abandona la calle y decide voler al colegio después de su bautismo.
Esos jóvenes musulmanes que se van de colonias y se reconcilian con la naturaleza y la sencillez, cambiando la violencia por el silencio.
«¿Por qué mientras 20 jóvenes franceses se van al otro lado del mundo para ayudar a las personas, sólo 1 ó 2 eligen quedarse para servir a los pobres de nuestro país?» se pregunta al final del libro Amaury.
«Las periferias mueren por falta de amor», se atreve a decir él con una constatación que haría palidecer a sociólogos de pro.
Pero este libro no es un libro sociológico. Es por esto por lo que está lleno de esperanza.
«Hay que decir alto y claro que esta elección de ir a vivir en un HLM es una fuente de alegría».
Es un testimonio, una invitación a volver a encontrar la radicalidad del mensaje cristiano. «Si nosotros pudiéramos disponer de algún medio para detectar la esperanza, como el zahorí descubre el agua subterránea, acercándonos a los pobres veríamos torcerse entre nuestros dedos la varilla del avellano» escribió Bernanos, que Amaury Guillem cita al final del libro.
Cuando llegamos al final de las 200 páginas de este ardiente testimonio que tiene la pureza del Evangelio no podemos evitar la admiración. Tampoco la vergüenza. Porque tenemos ganas de decirnos las palabras de Bernanos a los cristianos a propósito de San Francisco de Asís: «Vosotros lo habéis aplaudido: ¡vosotros deberíais haberlo seguido!».
Eugénie Bastié es periodista de Le Figaro. También escribe para la revista Causeur
(Traducción de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares)
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