Hay que recordar que, por el
bautismo, participamos todos del sacerdocio de Cristo: somos sacerdotes,
profetas y reyes. Es una impronta del Espíritu Santo en nosotros que marca y
configura cuanto somos y hacemos. Somos sacerdotes por el bautismo -se llama
"sacerdocio común-.
El Concilio Vaticano II, en la
Constitución Lumen Gentium, aludía a este carácter sacerdotal de todo el pueblo
cristiano por el bautismo. Decía:
"Cristo Señor, Pontífice tomado
de entre los hombres (cf. Hb 5,1-5), de su nuevo pueblo «hizo... un
reino y sacerdotes para Dios, su Padre» (Ap 1,6; cf. 5,9-10). Los
bautizados, en efecto, son consagrados por la regeneración y la unción del
Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo, para que, por medio de
toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el
poder de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz (cf. 1 P
2,4-10). Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y
alabando juntos a Dios (cf. Hch 2,42-47), ofrézcanse a sí mismos como
hostia viva, santa y grata a Dios (cf. Rm 12,1) y den testimonio por
doquiera de Cristo, y a quienes lo pidan, den también razón de la esperanza de
la vida eterna que hay en ellos (cf. 1 P 3,15).
El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo [16]. El sacerdocio ministerial, por la potestad sagrada de que goza, forma y dirige el pueblo sacerdotal, confecciona el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo y lo ofrece en nombre de todo el pueblo a Dios. Los fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la ofrenda de la Eucaristía [17] y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante" (LG 10).
El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo [16]. El sacerdocio ministerial, por la potestad sagrada de que goza, forma y dirige el pueblo sacerdotal, confecciona el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo y lo ofrece en nombre de todo el pueblo a Dios. Los fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la ofrenda de la Eucaristía [17] y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante" (LG 10).
Fijémonos en algunos puntos de la
doctrina de la Iglesia sobre nuestro sacerdocio bautismal:
- somos consagrados a Dios,
¡consagrados!,
- vivir ofreciendo sacrificios
espirituales (ofrendas de justicia, de paciencia, de amabilidad, de
comprensión, de puntualidad...)
- perseverando en la oración
ante Dios, alabando, contemplando, intercediendo
- se ofrecen a Dios, le
entregan todo al Señor: sus trabajos, sus afanes, sus molestias, sus
contrariedades, el comer, el beber, el dormir, ¡para gloria Dios!, y todo
por amor de Cristo Jesús
- en la liturgia saben que
participar no es intervenir, sino ofrecerse junto con Cristo.
Nuestro sacerdocio bautismal no
es un "invento reciente", una moda pasajera que atacase la dignidad
del sacerdocio ministerial, porque son órdenes distintos. Nuestro sacerdocio
bautismal es considerado en la Tradición de la Iglesia; por ejemplo, un bello y
claro sermón de san Pedro Crisólogo:
¡Oh inaudita riqueza del sacerdocio cristiano: el
hombre es, a la vez, sacerdote y víctima! El cristiano ya no tiene que buscar
fuera de sí la ofrenda que debe inmolar a Dios: lleva consigo y en sí mismo lo
que va a sacrificar a Dios. Tanto la víctima como el sacerdote permanecen
intactos: la víctima sacrificada sigue viviendo, y el sacerdote que presenta el
sacrificio no podría matar esta víctima.
Misterioso sacrificio en que el cuerpo es ofrecido
sin inmolación del cuerpo, y la sangre se ofrece sin derramamiento de sangre.
Os exhorto, por la misericordia de Dios -dice-, a presentar vuestros cuerpos
como hostia viva.
Este sacrificio, hermanos, es como una imagen del de Cristo que, permaneciendo vivo, inmoló su cuerpo por la vida del mundo: él hizo efectivamente de su cuerpo una hostia viva, porque, a pesar de haber sido muerto, continúa viviendo. En un sacrificio como éste, la muerte tuvo su parte, pero la víctima permaneció viva, la muerte resultó castigada, la víctima, en cambio, no perdió la vida. Así también, para los mártires, la muerte fue un nacimiento: su fin, un principio, al ajusticiarlos encontraron la vida y, cuando, en la tierra, los hombres pensaban que habían muerto, empezaron a brillar resplandecientes en el cielo.
Este sacrificio, hermanos, es como una imagen del de Cristo que, permaneciendo vivo, inmoló su cuerpo por la vida del mundo: él hizo efectivamente de su cuerpo una hostia viva, porque, a pesar de haber sido muerto, continúa viviendo. En un sacrificio como éste, la muerte tuvo su parte, pero la víctima permaneció viva, la muerte resultó castigada, la víctima, en cambio, no perdió la vida. Así también, para los mártires, la muerte fue un nacimiento: su fin, un principio, al ajusticiarlos encontraron la vida y, cuando, en la tierra, los hombres pensaban que habían muerto, empezaron a brillar resplandecientes en el cielo.
Os exhorto, por la misericordia de Dios, a
presentar vuestros cuerpos como hostia viva. Es lo mismo que ya había dicho el
profeta: Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un
cuerpo.
Hombre, procura, pues, ser tú mismo el sacrificio y
el sacerdote de Dios. No desprecies lo que el poder de Dios te ha dado y
concedido. Revístete con la túnica de la santidad, que la castidad sea tu
ceñidor, que Cristo sea el casco de tu cabeza, que la cruz defienda tu frente
que en tu pecho more el conocimiento de los misterios de Dios, que tu oración
arda continuamente, como perfume de incienso: toma en tus manos la espada del
Espíritu haz de tu corazón un altar, y así, afianzado en Dios, presenta tu
cuerpo al Señor como sacrificio.
Dios te pide la fe, no desea tu muerte; tiene sed
de tu entrega, no de tu sangre; se aplaca, no con tu muerte; sino con tu buena
voluntad" (Serm. 108).
Cada circunstancia que vivimos,
cada momento de la jornada, cada actividad, cada trabajo, son materia más que
suficiente para ofrecerla a Dios, realizándola y viviéndola en su Amor. Es de
suma importancia captar esta dimensión sobrenatural de la realidad cotidiana;
elevar al plano sobrenatural lo cotidiano, lo ordinario. Por eso la liturgia en
el rezo de las Laudes ofrece a Dios la jornada con las preces de santificación.
También entró en la piedad la costumbre del ofrecimiento de obras por la
mañana. Posee, como vemos, un alto valor espiritual y teológico.
Nada queda excluido de este
ofrecimiento sacerdotal, todo queda incluido.
El corazón del cristiano es un
altar en que se ofrece todo, convirtiendo el mundo entero, lo profano, en un
templo sagrado, cósmico (si se puede decir así), que queda santificado.
Altar es la fábrica y la tienda,
altar es la oficina y el despacho, altar es la mesa de estudio y la cocina,
altar es el camión y el restaurante, altar es el lugar en que un cristiano en
el mundo lo santifica todo elevándolo a Dios. Y altar, por ejemplo, y no menos
importante, es el lecho del dolor, la cama del enfermo, con un infinito valor a
los ojos de Dios:
"La Iglesia, como buena Madre, os lleva en su corazón [a los
enfermos]; contempla en vosotros el dulce rostro de Cristo doliente. Reza
constantemente por vosotros, para que el lecho del dolor en que os encontráis,
se transforme en altar donde os ofrezcáis a Dios, para su gloria y para la
salvación del mundo entero" (Juan Pablo II, Disc. a los enfermos, Córdoba
(Argentina), 8-abril-1987).
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