jueves, 27 de noviembre de 2014

SACERDOCIO BAUTISMAL QUE OFRECE


Hay que recordar que, por el bautismo, participamos todos del sacerdocio de Cristo: somos sacerdotes, profetas y reyes. Es una impronta del Espíritu Santo en nosotros que marca y configura cuanto somos y hacemos. Somos sacerdotes por el bautismo -se llama "sacerdocio común-.

El Concilio Vaticano II, en la Constitución Lumen Gentium, aludía a este carácter sacerdotal de todo el pueblo cristiano por el bautismo. Decía:

"Cristo Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (cf. Hb 5,1-5), de su nuevo pueblo «hizo... un reino y sacerdotes para Dios, su Padre» (Ap 1,6; cf. 5,9-10). Los bautizados, en efecto, son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo, para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz (cf. 1 P 2,4-10). Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabando juntos a Dios (cf. Hch 2,42-47), ofrézcanse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cf. Rm 12,1) y den testimonio por doquiera de Cristo, y a quienes lo pidan, den también razón de la esperanza de la vida eterna que hay en ellos (cf. 1 P 3,15).

El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo [16]. El sacerdocio ministerial, por la potestad sagrada de que goza, forma y dirige el pueblo sacerdotal, confecciona el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo y lo ofrece en nombre de todo el pueblo a Dios. Los fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la ofrenda de la Eucaristía [17] y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante" (LG 10).

Fijémonos en algunos puntos de la doctrina de la Iglesia sobre nuestro sacerdocio bautismal:

  • somos consagrados a Dios, ¡consagrados!,
  • vivir ofreciendo sacrificios espirituales (ofrendas de justicia, de paciencia, de amabilidad, de comprensión, de puntualidad...)
  • perseverando en la oración ante Dios, alabando, contemplando, intercediendo
  • se ofrecen a Dios, le entregan todo al Señor: sus trabajos, sus afanes, sus molestias, sus contrariedades, el comer, el beber, el dormir, ¡para gloria Dios!, y todo por amor de Cristo Jesús
  • en la liturgia saben que participar no es intervenir, sino ofrecerse junto con Cristo.

Nuestro sacerdocio bautismal no es un "invento reciente", una moda pasajera que atacase la dignidad del sacerdocio ministerial, porque son órdenes distintos. Nuestro sacerdocio bautismal es considerado en la Tradición de la Iglesia; por ejemplo, un bello y claro sermón de san Pedro Crisólogo:

¡Oh inaudita riqueza del sacerdocio cristiano: el hombre es, a la vez, sacerdote y víctima! El cristiano ya no tiene que buscar fuera de sí la ofrenda que debe inmolar a Dios: lleva consigo y en sí mismo lo que va a sacrificar a Dios. Tanto la víctima como el sacerdote permanecen intactos: la víctima sacrificada sigue viviendo, y el sacerdote que presenta el sacrificio no podría matar esta víctima.

Misterioso sacrificio en que el cuerpo es ofrecido sin inmolación del cuerpo, y la sangre se ofrece sin derramamiento de sangre. Os exhorto, por la misericordia de Dios -dice-, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva.

Este sacrificio, hermanos, es como una imagen del de Cristo que, permaneciendo vivo, inmoló su cuerpo por la vida del mundo: él hizo efectivamente de su cuerpo una hostia viva, porque, a pesar de haber sido muerto, continúa viviendo. En un sacrificio como éste, la muerte tuvo su parte, pero la víctima permaneció viva, la muerte resultó castigada, la víctima, en cambio, no perdió la vida. Así también, para los mártires, la muerte fue un nacimiento: su fin, un principio, al ajusticiarlos encontraron la vida y, cuando, en la tierra, los hombres pensaban que habían muerto, empezaron a brillar resplandecientes en el cielo.

Os exhorto, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva. Es lo mismo que ya había dicho el profeta: Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo.

Hombre, procura, pues, ser tú mismo el sacrificio y el sacerdote de Dios. No desprecies lo que el poder de Dios te ha dado y concedido. Revístete con la túnica de la santidad, que la castidad sea tu ceñidor, que Cristo sea el casco de tu cabeza, que la cruz defienda tu frente que en tu pecho more el conocimiento de los misterios de Dios, que tu oración arda continuamente, como perfume de incienso: toma en tus manos la espada del Espíritu haz de tu corazón un altar, y así, afianzado en Dios, presenta tu cuerpo al Señor como sacrificio.

Dios te pide la fe, no desea tu muerte; tiene sed de tu entrega, no de tu sangre; se aplaca, no con tu muerte; sino con tu buena voluntad" (Serm. 108).

Cada circunstancia que vivimos, cada momento de la jornada, cada actividad, cada trabajo, son materia más que suficiente para ofrecerla a Dios, realizándola y viviéndola en su Amor. Es de suma importancia captar esta dimensión sobrenatural de la realidad cotidiana; elevar al plano sobrenatural lo cotidiano, lo ordinario. Por eso la liturgia en el rezo de las Laudes ofrece a Dios la jornada con las preces de santificación. También entró en la piedad la costumbre del ofrecimiento de obras por la mañana. Posee, como vemos, un alto valor espiritual y teológico.

Nada queda excluido de este ofrecimiento sacerdotal, todo queda incluido.

El corazón del cristiano es un altar en que se ofrece todo, convirtiendo el mundo entero, lo profano, en un templo sagrado, cósmico (si se puede decir así), que queda santificado.

Altar es la fábrica y la tienda, altar es la oficina y el despacho, altar es la mesa de estudio y la cocina, altar es el camión y el restaurante, altar es el lugar en que un cristiano en el mundo lo santifica todo elevándolo a Dios. Y altar, por ejemplo, y no menos importante, es el lecho del dolor, la cama del enfermo, con un infinito valor a los ojos de Dios:

"La Iglesia, como buena Madre, os lleva en su corazón [a los enfermos]; contempla en vosotros el dulce rostro de Cristo doliente. Reza constantemente por vosotros, para que el lecho del dolor en que os encontráis, se transforme en altar donde os ofrezcáis a Dios, para su gloria y para la salvación del mundo entero" (Juan Pablo II, Disc. a los enfermos, Córdoba (Argentina), 8-abril-1987).

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