El testimonio póstumo de Sole Pérez de Ayala.
Tras cinco años de sufrir cáncer, ha muerto una madre de familia cuyo testimonio cristiano ha impresionado a miles de personas.
El pasado domingo 13 de febrero murió Soledad Pérez de Ayala, más conocida como Sole, tras cinco años padeciendo un cáncer. Era madre de familia y profesora titular de Filología Inglesa de la Universidad Complutense (Madrid). Ha vivido su vida cristiana como congregante mariana en “Mater Salvatoris".
Su testimonio cristiano, mostrando la fecundidad del sufrimiento si es llevado al corazón de Dios, lo plasmó en "Magnificat", la publicación que dirige Pablo Cervera, y del que Sole era buena amiga.
Reproducimos su testimonio:
«En enero de 2006, cuando con más intensidad buscaba yo hacer la voluntad de Dios en mi vida, el Señor me hizo ver que iba a sufrir una enfermedad para la conversión de mi corazón, y quizá la de algunos otros, y para gloria suya. Al poco me diagnosticaron un cáncer, que me trataron con quimioterapia, cirugía y radioterapia.
Ser toda tuya y sólo tuya.
»Yo buscaba: buscaba la Verdad, en la Eucaristía, en todo lo que es de Él, en la Iglesia, en los sacerdotes, en mi Congregación Mariana. En realidad, le buscaba sólo a Él, a Cristo. Empecé a decirle que quería ser toda suya, y sólo suya. No del mundo, no de la vanidad. Esto es fácil de desear, pero difícil de llevar a cabo porque el mundo te arrastra. Pero a través de la enfermedad, que me obligó a renunciar a tantas cosas - mi imagen, mi trabajo, mis fuerzas - me fui haciendo más a Él. A medida que yo renunciaba a alguna criatura, Él se hacía más fuerte en mi corazón.
»Con la ayuda del Señor, de la Virgen María y de toda mi familia, fui encajando el sufrimiento de la debilidad, las llagas, el hospital, y todas las molestias derivadas de la medicación. Al principio tenía miedo a la Cruz, y ese miedo me hacía sufrir más que la propia enfermedad. A menudo me había preguntado, antes de la enfermedad, por qué tantos hombres y mujeres padecen en el mundo, haciéndose partícipes de la Cruz, y yo tenía una vida cómoda. Al entrar a formar parte de los que sufren, me sentí parte del Pueblo del Señor.
»Siendo débil en el Señor, notaba más su fortaleza en mí. Entonces se me pasó el miedo. El sufrimiento es superado por el Amor, y al sufrir con Cristo, nos hacemos partícipes de su Amor. Yo le decía al Señor que si me daba fuerzas, saldría de mí misma, le amaría más y también a mi gente. Al mismo tiempo, en el amor de los otros hacia mí, sobre todo en el de mi marido, descubrí el Amor desbordante del Señor. Mi familia se volcó conmigo. Mucha gente me llamó para decirme que rezaba por mí. Yo ofrecía mis dificultades por todos ellos. Así se formó un círculo de oración y de gracia. En los momentos más duros, sólo mi Madre del cielo me ha podido ayudar. Ella, María, me ha aligerado esa carga que cae pesadísima sobre los hombros; Ella sola me ha deshecho el nudo de la garganta, y me ha hecho ver que esto es un encuentro con su Hijo, gracias al cual yo también puedo entonar mi pequeño Magnificat.
El Señor cuenta con nosotros.
»En Febrero de 2007 me dieron de alta - no definitiva, pero muy esperanzadora - por lo que hicimos planes nuevos. En Junio me detectaron una metástasis en los huesos. La cosa estaba clara: el Señor quería seguir contando conmigo. Mis planes de trabajo y estudio se cayeron. Los planes del Señor, sin embargo, siguieron adelante. Y me hice la siguiente reflexión: ¿qué vida es mejor: la que yo había pensado o la que me impone la enfermedad? La respuesta es que una no es mejor que la otra, pues la bondad no está en lo que se haga, sino en cómo se haga, y sobre todo de Quién vayas acompañado. He visto que de mis cuarenta años, el último ha sido especialmente dulce porque he contado de una forma sorprendente con la presencia de Cristo en mi vida diaria. Y he llegado a preguntarme si debo desear sanar, pues la dulzura de estar con Él me hace pensar en la vida eterna. En la enfermedad siento que el Maestro está conmigo, viviendo los momentos difíciles, y yo con Él participando así de su Cruz. Por eso, la enfermedad es dulce, pues le tengo a Él, le he descubierto a Él en mí. Y yo empiezo a vivir aquí en la tierra, sin mérito mío, las dulzuras de estar con Él en el cielo.
Alegría y ganas de vivir.
»Yo pensaba, antes de la enfermedad, que la vida era un valle de lágrimas. Desde que estoy enferma, me han entrado unas ansias irresistibles de vivir, de transmitir la alegría que me da sentirme amada por el mismo Dios. Claro que ahora vivo de otra manera, pues tengo al Maestro más cerca. Le pido al Señor que me enseñe a vivir el día, sabiendo que no sé si cuento con el mañana. La respuesta, como siempre, está en el amor. Después de tantos años de ejercicios espirituales, de meditar el Principio y fundamento, me han tenido que atar a una camilla de hospital para entender que un minuto de cansancio extremo, o de simplemente mirar el horizonte, dan gloria a Dios si se ofrecen por amor; que el objetivo de la vida no es ganar dinero, ni una vida exitosa, sino amar, amar, amar, y dejarme amar, dejarme amar, dejarme amar. Y confiar, vivir el día, vivir en cristiano, y transmitir a mi gente, en esta sociedad occidental tan triste y materializada, la alegría del Crucificado (por eso sonríe el Cristo de Javier).
Vivir la enfermedad cerca de la Trinidad.
»A lo largo de estos meses, he descubierto cómo cada una de las Personas Divinas de la Santísima Trinidad me cobija, me quiere, en la enfermedad de una forma distinta. Entre ellas cubren unas funciones de forma amorosa, y si las escucho a las Tres, la angustia desaparece y se abren camino la paz y la alegría. En Dios Padre, vivo la confianza de saber que Él es mi Padre, que me ha creado, que es todo Poder, todo Saber y todo Bondad, y que por lo tanto no puede haber ningún resquicio de vida ni circunstancia familiar que Él no haya previsto en sus planes de Amor. En Cristo, tengo el único y mejor Maestro de vida, con el que me encuentro a diario en la Eucaristía. Él me va enseñando el camino. En el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, pongo la esperanza de que me sostendrá y me inspirará, como lo viene haciendo, la paz y la alegría de saberme Hija de Dios. A mi Dios, Uno y Trino, por intercesión de la Virgen María, Madre del Salvador, le pido me dé fuerzas, me sostenga y me ayude a ser humilde ante Él».
ReL
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