· El hombre necesita rezar. Aunque blasfeme.
· El hombre necesita de la misericordia de Dios. Aunque se empeñe en negar la mayor.
· El hombre necesita vivir con esperanza. Aunque sacrifique sus mejores prendas al desengaño.
· El hombre necesita de su alma en gracia. Aunque quiera borrar el pecado de su conciencia.
· El hombre necesita volver a la casa del Padre. Aunque parezca que se lo pasa bárbaro en inhóspitas tristezas.
· El hombre necesita amar a Dios para entender un poco lo que se lleva entre manos. Aunque se sienta el dueño absoluto del mundo, el no va más del progreso.
· El hombre necesita mirar a Cristo en los ojos del prójimo. Aunque de ordinario el prójimo suela ser un estorbo.
· El hombre necesita despabilar su alma. Aunque la última tendencia es prescindir de ella.
· El hombre necesita escuchar a Dios. Aunque no crea en Él o diga que no tiene tiempo.
· El hombre necesita con urgencia de las cosas del cielo si es que quiere vivir con intensidad y gozo las de la tierra. Aunque prive el materialismo, que a la vez que se consume nos consume.
· El hombre necesita vivir las bienaventuranzas. Aunque sea más seductor el diablo con todas y cada una de sus pamplinas.
· El hombre necesita ponerse en presencia de Dios. Aunque se dude no poco de Su existencia.
· El hombre necesita considerar un crucifijo, el vía crucis de ese Cuerpo que comulgamos. Aunque se nos despisten los sentidos y la imaginación trajine en mil historias.
· El hombre necesita conversar con Dios de sus alegrías y penas. Porque somos Sus hijos y necesitamos dar con el sentido sobrenatural de nuestras vidas.
· El hombre necesita arrodillarse. Porque es la mejor perspectiva para adentrarse en el Corazón de Dios.
· Rezar. Dedicar un tiempo al amor de Dios.
· Rezar. Hacer un rato de oración. Ensimismarnos en Su voluntad. Esforzarnos, aunque la noche sea muy oscura y no sintamos nada.
· Rezar. Implorar a Dios Su gracia. Charlar de lo que nos pasa. Hacerle partícipe a Dios de sueños, afanes y miedos.
· Rezar. Considerar sus llagas y nuestra nada. ¿Qué hacer Dios mío, qué hacer? Postrarnos. Fijar el alma en el sagrario. Entrar dentro, abandonarse en la ternura de la Santísima Trinidad.
· Rezar. Muchas veces simplemente estar. O leer párrafos de algún libro piadoso, o versículos del Evangelio, o hasta algunos poemas de Lope de Vega o de José Luis Tejada. Y meditar y pedir y dar gracias. Contemplar, ser contemplativos. En el despacho, en la calle o viendo el telediario. En casa o durante un viaje. Comentarle al Señor los libros que leemos, pedirle Su opinión.
· Rezar. Estar pendientes de cómo está Cristo. Preocuparse de Su Sagrado Corazón, de Su Persona. Porque Cristo está vivo. Y llegará un momento en que ese diálogo será continuo. No sólo en el templo o en la iglesia, no sólo en ese tiempo concreto. La oración lo abarcará todo. La oración será nuestra propia vida. Será el impulso y el nervio, y la paz que nimba de belleza y de amor el horizonte. Su voluntad será la nuestra. Y el amor por las almas, y el desvivirse. ¡Cómo cambiará entonces todo! Ya no veremos igual las cosas. Ni la historia, ni la ciencia, ni la literatura o las artes. Ni siquiera el dolor o la muerte. La vida será amarle (o será una vida en balde).
· Rezar. Ese querer descansar en la intimidad de Dios y no desear ningún otro bien. La oración es la constancia en el amor. La oración es un ir enamorándose de Cristo. Y esta constancia, y esta fidelidad, y este abandonarse, y este amor que irá empapando todos nuestros sueños, pensamientos y actos, es lo que a la postre denominamos como santidad.
Hay mil libros que desarrollan y tratan sobre la oración y el modo de vivirla, de realizarla, de ir mirando a Dios más de cerca. Me viene a la cabeza el extraordinario Tratado sobre la oración, de san Pedro de Alcántara (Rialp, colección Neblí). O el reciente Orar, con una selección de textos de san Josemaría Escrivá (Planeta-Testimonio). O 365 días con el Padre Pío, donde se reúnen extractos de cartas que el santo de Pieltrecina escribía a sus superiores o a distintas almas que él dirigía espiritualmente (editorial San Pablo), para que día a día - y siguiendo con bastante buen criterio en tiempo litúrgico - podamos rezar mejor, yendo más al grano de Dios.
El goteo de publicaciones no cesa. Pero "Escuela de grandes orantes. Los santos maestros de oración", cuya edición ha corrido a cargo de Pablo Cervera (San Pablo) es una gozada espiritual. El ejemplo universal de los santos a la hora de ir profundizando en la entraña de Dios. Veintiséis distintos autores se ocupan de ir desmenuzando la espiritualidad y los entresijos sobrenaturales de la oración de mujeres y hombres que decidieron seguir a Cristo, y fueron fieles hasta el final. Sería imposible que estuvieran todos, pero los que están iluminan y animan las arideces, inseguridades y destemplanzas del lector que se está iniciando en ese camino de oración y de gracia. Santa Teresa de Lisieux, san Francisco, santa Teresa de Jesús, san Ignacio, Edith Stein, san Josemaría, san Francisco de Sales, san Anselmo, etcétera. El poder de la oración, los métodos, los grados de contemplación. La oración como manifestación de la misericordia de Dios. La oración como punto de encuentro, de comunión, de esperanza. Un libro, en definitiva, que nos ayudará a ser más agradecidos, que nos llevará a acudir a la intercesión de todos estos grandes santos, y nos librará de prejuicios y demás hipocondrías que acechan al alma. La cosa es bien simple. Lo expresa a la perfección san Josemaría Escrivá: “Que busques a Cristo, que encuentres a Cristo, que ames a Cristo”. Y como decía el Padre Pío -algo que ya tengo leído en san Juan de la Cruz-: “En los libros se busca a Dios, en la meditación se le encuentra”. Y en eso estamos.
· El hombre necesita de la misericordia de Dios. Aunque se empeñe en negar la mayor.
· El hombre necesita vivir con esperanza. Aunque sacrifique sus mejores prendas al desengaño.
· El hombre necesita de su alma en gracia. Aunque quiera borrar el pecado de su conciencia.
· El hombre necesita volver a la casa del Padre. Aunque parezca que se lo pasa bárbaro en inhóspitas tristezas.
· El hombre necesita amar a Dios para entender un poco lo que se lleva entre manos. Aunque se sienta el dueño absoluto del mundo, el no va más del progreso.
· El hombre necesita mirar a Cristo en los ojos del prójimo. Aunque de ordinario el prójimo suela ser un estorbo.
· El hombre necesita despabilar su alma. Aunque la última tendencia es prescindir de ella.
· El hombre necesita escuchar a Dios. Aunque no crea en Él o diga que no tiene tiempo.
· El hombre necesita con urgencia de las cosas del cielo si es que quiere vivir con intensidad y gozo las de la tierra. Aunque prive el materialismo, que a la vez que se consume nos consume.
· El hombre necesita vivir las bienaventuranzas. Aunque sea más seductor el diablo con todas y cada una de sus pamplinas.
· El hombre necesita ponerse en presencia de Dios. Aunque se dude no poco de Su existencia.
· El hombre necesita considerar un crucifijo, el vía crucis de ese Cuerpo que comulgamos. Aunque se nos despisten los sentidos y la imaginación trajine en mil historias.
· El hombre necesita conversar con Dios de sus alegrías y penas. Porque somos Sus hijos y necesitamos dar con el sentido sobrenatural de nuestras vidas.
· El hombre necesita arrodillarse. Porque es la mejor perspectiva para adentrarse en el Corazón de Dios.
· Rezar. Dedicar un tiempo al amor de Dios.
· Rezar. Hacer un rato de oración. Ensimismarnos en Su voluntad. Esforzarnos, aunque la noche sea muy oscura y no sintamos nada.
· Rezar. Implorar a Dios Su gracia. Charlar de lo que nos pasa. Hacerle partícipe a Dios de sueños, afanes y miedos.
· Rezar. Considerar sus llagas y nuestra nada. ¿Qué hacer Dios mío, qué hacer? Postrarnos. Fijar el alma en el sagrario. Entrar dentro, abandonarse en la ternura de la Santísima Trinidad.
· Rezar. Muchas veces simplemente estar. O leer párrafos de algún libro piadoso, o versículos del Evangelio, o hasta algunos poemas de Lope de Vega o de José Luis Tejada. Y meditar y pedir y dar gracias. Contemplar, ser contemplativos. En el despacho, en la calle o viendo el telediario. En casa o durante un viaje. Comentarle al Señor los libros que leemos, pedirle Su opinión.
· Rezar. Estar pendientes de cómo está Cristo. Preocuparse de Su Sagrado Corazón, de Su Persona. Porque Cristo está vivo. Y llegará un momento en que ese diálogo será continuo. No sólo en el templo o en la iglesia, no sólo en ese tiempo concreto. La oración lo abarcará todo. La oración será nuestra propia vida. Será el impulso y el nervio, y la paz que nimba de belleza y de amor el horizonte. Su voluntad será la nuestra. Y el amor por las almas, y el desvivirse. ¡Cómo cambiará entonces todo! Ya no veremos igual las cosas. Ni la historia, ni la ciencia, ni la literatura o las artes. Ni siquiera el dolor o la muerte. La vida será amarle (o será una vida en balde).
· Rezar. Ese querer descansar en la intimidad de Dios y no desear ningún otro bien. La oración es la constancia en el amor. La oración es un ir enamorándose de Cristo. Y esta constancia, y esta fidelidad, y este abandonarse, y este amor que irá empapando todos nuestros sueños, pensamientos y actos, es lo que a la postre denominamos como santidad.
Hay mil libros que desarrollan y tratan sobre la oración y el modo de vivirla, de realizarla, de ir mirando a Dios más de cerca. Me viene a la cabeza el extraordinario Tratado sobre la oración, de san Pedro de Alcántara (Rialp, colección Neblí). O el reciente Orar, con una selección de textos de san Josemaría Escrivá (Planeta-Testimonio). O 365 días con el Padre Pío, donde se reúnen extractos de cartas que el santo de Pieltrecina escribía a sus superiores o a distintas almas que él dirigía espiritualmente (editorial San Pablo), para que día a día - y siguiendo con bastante buen criterio en tiempo litúrgico - podamos rezar mejor, yendo más al grano de Dios.
El goteo de publicaciones no cesa. Pero "Escuela de grandes orantes. Los santos maestros de oración", cuya edición ha corrido a cargo de Pablo Cervera (San Pablo) es una gozada espiritual. El ejemplo universal de los santos a la hora de ir profundizando en la entraña de Dios. Veintiséis distintos autores se ocupan de ir desmenuzando la espiritualidad y los entresijos sobrenaturales de la oración de mujeres y hombres que decidieron seguir a Cristo, y fueron fieles hasta el final. Sería imposible que estuvieran todos, pero los que están iluminan y animan las arideces, inseguridades y destemplanzas del lector que se está iniciando en ese camino de oración y de gracia. Santa Teresa de Lisieux, san Francisco, santa Teresa de Jesús, san Ignacio, Edith Stein, san Josemaría, san Francisco de Sales, san Anselmo, etcétera. El poder de la oración, los métodos, los grados de contemplación. La oración como manifestación de la misericordia de Dios. La oración como punto de encuentro, de comunión, de esperanza. Un libro, en definitiva, que nos ayudará a ser más agradecidos, que nos llevará a acudir a la intercesión de todos estos grandes santos, y nos librará de prejuicios y demás hipocondrías que acechan al alma. La cosa es bien simple. Lo expresa a la perfección san Josemaría Escrivá: “Que busques a Cristo, que encuentres a Cristo, que ames a Cristo”. Y como decía el Padre Pío -algo que ya tengo leído en san Juan de la Cruz-: “En los libros se busca a Dios, en la meditación se le encuentra”. Y en eso estamos.
Guillermo Urbizu
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