Queridos amigos lectores… ¿qué es lo que ustedes más quieren para sus vidas? ¿Qué es lo que más desean? Piensen un rato… no se apuren… ¿Han pensado tal vez en… felicidad? Bueno… está bien.
Seguramente, la mayoría de
ustedes ha pensado «ser feliz». Y está muy
bien. Ahora, pregunto con una tonalidad un poco más cristiana, es decir, como
una meta de vida cristiana.
¿Qué es lo que
un cristiano desea en tanto se está esforzando por ser un buen discípulo de
Cristo? Supongo que
ahora, otros tantos pensaron en la santidad.
¡Muy bien! Es más, en algunos artículos,
decíamos cómo la santidad es el «zapatito de cristal» donde encaja
perfectamente la felicidad.
Sin embargo, hace ya varios
días que vengo pensando sobre algo más… una realidad espiritual muy concreta.
Que debiera ser la primera respuesta que nos brota del corazón.
Pero no sabía bien cómo
escribir, para que no pareciera un cliché o sonara como algo idealista, desencarnado.
Finalmente, llegué a la conclusión, que no hay que dar muchas vueltas:
LO QUE MÁS DEBEMOS DESEAR ES ¡IR AL CIELO!
Es más… ¡estar ahora en el cielo! Podría parecerles obvio,
pero pregúntense ¿por qué eso no es —seguramente
para la mayoría de los que me están leyendo ahora— la primera respuesta que nos
brota del corazón?
Bueno, hace tan solo algunas
semanas, no lo tenía así de claro en mi vida. Ocurrió un cambio importante en
mi vida espiritual. Hace ya mucho tiempo que me queda claro el llamado a
sostener una relación personal de amor con Cristo.
En algún momento de mi vida,
comprendí que la vida cristiana no es un moralismo, ni tampoco una conducta
ética que nos mueve a un mero sentido del deber.
Por su puesto están los Mandamientos,
pero brotan de una adhesión cordial, afectiva, amorosa a la persona de Cristo.
Quién es el «Camino, verdad y vida» (Juan
14, 6).
Un camino de felicidad «a prueba de balas». Es decir, no solo para los
momentos más hermoso y maravillosos, sino también, en los que toca cargar
pesadas cruces.
Esta relación con Cristo, que
me acercó al Padre y me abrió el corazón al Espíritu Santo, fue cambiando
progresivamente mi vida. Pero, percibo ahora, que, de alguna forma sutil, he
tenido mi mirada espiritual, todavía muy fija en este mundo.
Aunque me he esforzado por
vivir lo esencial —como dicen muchos autores espirituales— una profunda amistad
con Cristo, no he tenido la consciencia explícita de mi llamado al cielo. Ni
tampoco mi mirada puesta fijamente en esa vida eterna.
¿ENTONCES QUÉ OCURRIÓ PARA QUE MIS DESEOS APUNTARAN
AL CIELO?
Ser otro Cristo está muy bien
(1 Pedro 2, 21 / 1 Coríntios 11, 1), pero ese no es nuestro último objetivo.
Además, lo comparto como algo mío, para un examen de consciencia personal,
puede teñirse de cierta vanidad o soberbia espiritual: un
cristiano «perfecto».
Sin embargo, somos peregrinos,
y nuestra meta es el cielo. Nuestros ojos deben estar puestos en el cielo.
Jesucristo es el camino para entrar en él.
Y seguir viviendo la comunión
con Dios haya arriba. Lo que ocurrió fue que entendí que nuestro fin no es
«simplemente», la comunión con Dios aquí en la Tierra, sino, sobre todo,
después de la muerte, después de dejar este mundo.
Ustedes me dirán: ¡Pero Pablo… es la razón por la que nos esforzamos por
ser buenos cristianos! Bueno, en mi caso, no lo he tenido así de claro
por mucho tiempo.
EL COMBATE ESPIRITUAL
Ese cambio de mirada
espiritual en mi vida puede parecer algo sutil, pero en la medida que pasa el
tiempo, va teniendo consecuencias en mi lucha espiritual.
Me dispongo a luchar por mi
santidad, no «sencillamente», pues quiero ser como
Cristo, sino porque deseo llegar al cielo. ¡Ojo! No deseo hacer una «parada
estratégica» en el purgatorio. Quiero ir de frente al cielo.
Por eso voy a poner todo lo
que esté a mi alcance para la santidad, para ser como Cristo, a fin de seguirlo
en el camino de la cruz (Mateo 10, 38). Y, muriendo con Él, tener la certeza de
la Resurrección (Romanos 6, 1-14).
En otras palabras, mi combate
por la santidad es en vistas al cielo, no para ser un cristiano «perfecto». Nunca vamos a ser perfectos, según la
mentalidad del mundo.
La
perfección para el cristiano está en la vivencia de la caridad. Pecadores
seremos siempre, la razón de la santidad aquí abajo —además de brindarnos la
certeza de entrar por la puerta estrecha (Mateo 7, 14)— es para ser modelo y
buenos apóstoles, ayudando a que otros también puedan llegar al cielo.
San Pablo es muy claro cuando
nos dice que, para él, la vida es Cristo, y la muerte una ganancia (Filipenses
1, 21 / Gálatas 2, 20). Él quería quedarse, experimentaba el llamado claro
al apostolado, y nada más.
Si dependiera de su voluntad,
preferiría estar en el cielo. Por ello te pregunto ahora: ¿Quieres estar
ahora mismo en el cielo?
Me refiero a dejarlo todo,
absolutamente todo, en este mismo segundo. No mirar atrás, desapegarte de todo…
supongo que nos estamos entendiendo mejor. Así lo espero.
LAS CRUCES DE LA VIDA
Aprender a
sufrir es una clave para la felicidad. Y el más grande sufrimiento en
esta vida —hay que decirlo, pues me parece que muchos no lo tenemos tan claro—
es el propio pecado.
Las peores enfermedades, los
grandes motivos existenciales de dolor… nunca serán tan dolorosos como la
ruptura y lejanía progresiva que vivimos de Dios mientras más pecamos en
nuestra vida.
El
origen de todo mal, frustraciones y sufrimientos es el pecado. El no ser capaces, muchas
veces, de mirarnos en el espejo y reconocer nuestras miserias humanas.
Precisamente, porque el pecado
es algo horrible, que desfigura nuestra imagen divina y nos aleja de lo que más
queremos vivir: amar y ser amados.
Lo que puedo compartirles de
mi experiencia última, es que, ese deseo de morir y tener la tranquilidad de
merecer el cielo me está ayudando mucho a pelear, no solamente contra esos
pecados graves, o aquellos con los que cojeamos de toda la vida.
Sino también contra esos veniales, esos
«detalles» que sabemos, también nos alejan
del Padre, y a los cuales debemos morir.
APUNTAR AL CIELO EXIGE DE NUESTRA PARTE UNA ENTREGA
TOTAL
No se puede escatimar, caer en
la tibieza, o contentarse con la mediocridad (Apocalipsis 3, 20). Tener la
tranquilidad que te estás entregando con total generosidad.
Por supuesto, no es fácil. Si
me preguntan ¿cómo me va? Soy honesto, y les
digo que sigo pecando, sigo batallando contra esos pecados veniales… pero sé
que si me esfuerzo y sigo queriendo ir al cielo, mañana podré —Dios mediante—
deshacerme un poquito más de mi hombre viejo, como nos lo enseña San Pablo en
sus cartas a los Colosenses (3, 9-10) o Efesios (4, 22).
Quizás al día de hoy, he
vencido dos de cinco, mañana podré ganar más batallas. Finalmente, te exhorto a
que nunca te olvides que vamos juntos al cielo. El combate de la vida cristiana
no es algo individual, algo que te toca solamente a ti.
Nuestra
pelea es conjunta, somos Iglesia. Y ese amor que le tenemos a
Dios y por el cual queremos ir al cielo, lo vivimos con los demás. Por lo
tanto, si es un amor cristiano, abre nuestro corazón a la preocupación por los
demás.
Es más, como bautizados, todos
tenemos un llamado claro, además de la propia santidad, a la
evangelización y proclamación de la Buena Nueva.
Como consagrado, además, el
sentido de mi vida es la vocación apostólica. Por lo tanto, como san Pablo, la
razón por la que estoy vivo en este mundo, y el tiempo que me quede, es para
ayudar a que otras personas puedan ir al cielo. ¿Te
unes?
Escrito por Pablo Perazzo
No hay comentarios:
Publicar un comentario