El único dolor que destruye más que el hierro es la injusticia que procede de nuestros familiares.
Por: Jutta Burggraf | Fuente.
Cuando alguien nos da un pisotón en un autobús
muy lleno y amablemente nos pide perdón, nosotros no tenemos, ordinariamente,
grandes dificultades en asentir sonrientes, aunque nos duela el pie. Somos
conscientes de que el otro no nos ha causado la molestia con intención, sino
por descuido o movido por la fuerza de la gravedad. No es responsable de su
acción. Falta, sencillamente, una razón necesaria para que se pueda ejercer el
perdón en sentido propio: éste se refiere a un mal
que alguien nos ha ocasionado voluntariamente.
UNA REFLEXIÓN PREVIA
Cuando hablamos del auténtico perdón, nos movemos en un terreno mucho más
profundo. No consideramos un pie pisado por ligereza, sino una herida en el
corazón humano, causada por la libre actuación de otro. Todos sufrimos, de vez
en cuando, injusticias, humillaciones y rechazos; algunos tienen que soportar
diariamente torturas, no sólo en una cárcel, sino también en un puesto de
trabajo o en la propia familia. Es cierto que nadie puede hacernos tanto daño
como los que debieran amarnos. “El único dolor que
destruye más que el hierro es la injusticia que procede de nuestros
familiares,” dicen los árabes.
No sólo existe la ruptura tajante de las relaciones humanas. Hay muchas formas
distintas de infidelidad y corrupción. El amor se puede enfriar por el desgaste
diario, por desatención y estrés, puede desaparecer oculta y silenciosamente.
Hasta matrimonios aparentemente muy unidos pueden sufrir “divorcios interiores”: viven exteriormente juntos, sin
estar unidos interiormente, en la mente y en el corazón; conviven soportándose.
Frente a las heridas que podamos recibir en el trato con los demás, es posible
reaccionar de formas diferentes. Podemos pegar a los que nos han pegado, o
hablar mal de los que han hablado mal de nosotros. Es una pena gastar las
energías en enfados, recelos, rencores, o desesperación; y quizá es más triste
aún cuando una persona se endurece para no sufrir más. Sólo en el perdón brota
nueva vida.
El perdón consiste en renunciar a la venganza y querer, a pesar de todo, lo
mejor para el otro. La tradición cristiana nos ofrece testimonios
impresionantes de esta actitud. No sólo tenemos el ejemplo famoso de San
Esteban, el primer mártir, que murió rezando por los que le apedreaban. En
nuestros días hay también muchos ejemplos. En 1994 un monje trapense llamado
Christian fue matado en Argelia junto a otros monjes que habían permanecido en
su monasterio, pese a estar situado en una región peligrosa. Christian dejó una
carta a su familia para que la leyeran después de su muerte. En ella daba
gracias a todos los que había conocido y señalaba: “En
este gracias por supuesto os incluyo a vosotros, amigos de ayer y de hoy... Y
también a ti, amigo de última hora, que no habrás sabido lo que hiciste. Sí,
también por ti digo ese gracias y ese adiós cara a cara contigo. Que se nos
conceda volvernos a ver, ladrones felices, en el paraíso, si le place a Dios
nuestro Padre.”
Pensamos, quizá, que estos son casos límites, reservados para algunos héroes;
son ideales bellos, más admirables que imitables, que se encuentran muy lejos
de nuestras experiencias personales.
¿Puede una madre perdonar jamás al asesino de su hijo?
Podemos perdonar, por lo menos, a una persona que nos ha dejado completamente
en ridículo ante los demás, que nos ha quitado la libertad o la dignidad, que
nos ha engañado, difamado o destruido algo que para nosotros era muy importante. Éstas son algunas de las situaciones existenciales en las
que conviene plantearse la cuestión.
I. ¿QUÉ QUIERE DECIR
"PERDONAR"?
¿Qué es el
perdón? ¿Qué hago cuando digo a una persona “te perdono”?
Es evidente que reacciono ante un mal que alguien me ha hecho; actúo, además,
con libertad; no olvido simplemente la injusticia, sino que rechazo la venganza
y los rencores, y me dispongo a ver al agresor como una persona digna de
compasión. Vamos a considerar estos diversos elementos con más detenimiento.
1. REACCIONAR ANTE UN MAL
En primer lugar, ha de tratarse realmente de un mal para el conjunto de mi
vida. Si un cirujano me quita un brazo que está peligrosamente infectado, puedo
sentir dolor y tristeza, incluso puedo montar en cólera contra el médico. Pero
no tengo que perdonarle nada, porque me ha hecho un gran bien: me ha salvado la vida. Situaciones semejantes
pueden darse en la educación. No todo lo que parece mal a un niño es nocivo
para él, ni mucho menos. Buenos padres no conceden a sus hijos todos los
caprichos que ellos piden; los forman en la fortaleza. Una maestra me dijo en
una ocasión: “No me importa lo que mis alumnos
piensan hoy sobre mí. Lo importante es lo que piensen dentro de treinta años.”
El perdón sólo tiene sentido, cuando alguien ha recibido un daño objetivo de otro.
Por otro lado, perdonar no consiste, de ninguna manera, en no querer ver este
daño, en colorearlo o disimularlo. Algunos pasan de largo las injurias con las
que les tratan sus colegas o sus cónyuges, porque intentan eludir todo
conflicto; buscan la paz a cualquier precio y pretenden vivir continuamente en
un ambiente armonioso. Parece que todo les diera lo mismo. “No importa” si los otros no les dicen la verdad; “no importa” cuando los utilizan como meros
objetos para conseguir unos fines egoístas; “no
importan” tampoco el fraude o el adulterio. Esta actitud es peligrosa,
porque puede llevar a una completa ceguera ante los valores. La indignación e
incluso la ira son reacciones normales y hasta necesarias en ciertas
situaciones. Quien perdona, no cierra los ojos ante el mal; no niega que existe
objetivamente una injusticia. Si lo negara, no tendría nada que perdonar.
Si uno se acostumbra a callarlo todo, tal vez pueda gozar durante un tiempo de
una aparente paz; pero pagará finalmente un precio muy alto por ella, pues
renuncia a la libertad de ser él mismo. Esconde y sepulta sus frustraciones en
lo más profundo de su corazón, detrás de una muralla gruesa, que levanta para
protegerse. Y ni siquiera se da cuenta de su falta de autenticidad. Es normal
que una injusticia nos duela y deje una herida. Si no queremos verla, no
podemos sanarla. Entonces estamos permanentemente huyendo de la propia
intimidad (es decir, de nosotros mismos); y el dolor nos carcome lenta e
irremediablemente. Algunos realizan un viaje alrededor del mundo, otros se
mudan de ciudad. Pero no pueden huir del sufrimiento.
Todo dolor negado retorna por la puerta trasera, permanece largo tiempo como
una experiencia traumática y puede ser la causa de heridas perdurables. Un
dolor oculto puede conducir, en ciertos casos, a que una persona se vuelva
agria, obsesiva, medrosa, nerviosa o insensible, o que rechace la amistad, o
que tenga pesadillas. Sin que uno lo quiera, tarde o temprano, reaparecen los
recuerdos. Al final, muchos se dan cuenta de que tal vez, habría sido mejor,
hacer frente directa y conscientemente a la experiencia del dolor. Afrontar un
sufrimiento de manera adecuada es la clave para conseguir la paz interior.
2. ACTUAR CON LIBERTAD
El acto de perdonar es un asunto libre. Es la única reacción que no re-actúa
simplemente, según el conocido principio “ojo por
ojo, diente por diente.”
El odio provoca la violencia, y la violencia justifica el odio. Cuando perdono, pongo fin a este círculo vicioso; impido que la reacción en cadena siga su curso. Entonces libero al otro, que ya no está sujeto al proceso iniciado. Pero, en primer lugar, me libero a mí mismo. Estoy dispuesto a desatarme de los enfados y rencores. No estoy “re-accionando”, de modo automático, sino que pongo un nuevo comienzo, también en mí.
Superar las ofensas, es una tarea sumamente importante, porque el odio y la
venganza envenenan la vida.
El filósofo Max Scheler afirma que una persona resentida se intoxica a sí
misma. El otro le ha herido; de ahí no se mueve. Ahí se recluye, se instala y
se encapsula. Queda atrapada en el pasado. Da pábulo a su rencor con
repeticiones y más repeticiones del mismo acontecimiento. De este modo arruina
su vida.
Los resentimientos hacen que las heridas se infecten en nuestro interior y
ejerzan su influjo pesado y devastador, creando una especie de malestar y de
insatisfacción generales. En consecuencia, uno no se siente a gusto en su
propia piel. Pero, si no se encuentra a gusto consigo mismo, entonces no se
encuentra a gusto en ningún lugar. Los recuerdos amargos pueden encender
siempre de nuevo la cólera y la tristeza, pueden llevar a depresiones. Un
refrán chino dice: “El que busca venganza debe
cavar dos fosas.”
En su libro Mi primera amiga blanca, una periodista norteamericana de color
describe cómo la opresión que su pueblo había sufrido en Estados Unidos le
llevó en su juventud a odiar a los blancos, “porque
han linchado y mentido, nos han cogido prisioneros, envenenado y eliminado.” La
autora confiesa que, después de algún tiempo, llegó a reconocer que su odio,
por muy comprensible que fuera, estaba destruyendo su identidad y su dignidad.
Le cegaba, por ejemplo, ante los gestos de amistad que una chica blanca le
mostraba en el colegio. Poco a poco descubrió que, en vez de esperar que los
blancos pidieran perdón por sus injusticias, ella tenía que pedir perdón por su
propio odio y por su incapacidad de mirar a un blanco como a una persona, en
vez de hacerlo como a un miembro de una raza de opresores. Encontró el enemigo
en su propio interior, formado por los prejuicios y rencores que le impedían
ser feliz.
Las heridas no curadas pueden reducir enormemente nuestra libertad. Pueden dar
origen a reacciones desproporcionadas y violentas, que nos sorprendan a
nosotros mismos. Una persona herida, hiere a los demás. Y, como muchas veces
oculta su corazón detrás de una coraza, puede parecer dura, inaccesible e
intratable. En realidad, no es así. Sólo necesita defenderse. Parece dura, pero
es insegura; está atormentada por malas experiencias.
Hace falta descubrir las llagas para poder limpiarlas y curarlas. Poner orden
en el propio interior, puede ser un paso para hacer posible el perdón. Pero
este paso es sumamente difícil y, en ocasiones, no conseguimos darlo. Podemos
renunciar a la venganza, pero no al dolor. Aquí se ve claramente que el perdón,
aunque está estrechamente unido a vivencias afectivas, no es un sentimiento. Es
un acto de la voluntad que no se reduce a nuestro estado psíquico. Se puede
perdonar llorando.
Cuando una persona ha realizado este acto eminentemente libre, el sufrimiento
pierde ordinariamente su amargura, y puede ser que desaparezca con el tiempo. “Las heridas se cambian en perlas,” dice Santa Hildegarda
de Bingen.
3. RECORDAR EL PASADO
Es una ley natural que el tiempo “cura” algunas
llagas. No las cierra de verdad, pero las hace olvidar. Algunos hablan de la “caducidad de nuestras emociones”. Llegará un
momento en que una persona no pueda llorar más, ni sentirse ya herida. Esto no
es una señal de que haya perdonado a su agresor, sino que tiene ciertas “ganas de vivir”. Un determinado estado psíquico
–por intenso que sea– de ordinario no puede convertirse en permanente. A este
estado sigue un lento proceso de desprendimiento, pues la vida continúa. No
podemos quedarnos siempre ahí, como pegados al pasado, perpetuando en nosotros
el daño sufrido. Si permanecemos en el dolor, bloqueamos el ritmo de la
naturaleza.
La memoria puede ser un cultivo de frustraciones. La capacidad de desatarse y
de olvidar, por tanto, es importante para el ser humano, pero no tiene nada que
ver con la actitud de perdonar. Ésta no consiste simplemente en “borrón y cuenta nueva”. Exige recuperar la verdad
de la ofensa y de la justicia, que muchas veces pretende camuflarse o
distorsionarse. El mal hecho debe ser reconocido y, en lo posible, reparado.
Hace falta “purificar la memoria”. Una
memoria sana puede convertirse en maestra de vida. Si vivo en paz con mi
pasado, puedo aprender mucho de los acontecimientos que he vivido. Recuerdo las
injusticias pasadas para que no se repitan, y las recuerdo como perdonadas.
4. RENUNCIAR A LA VENGANZA
Como el perdón expresa nuestra libertad, también es posible negar al otro este
don. El judío Simon Wiesenthal cuenta en uno de sus libros de sus experiencias
en los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Un día, una
enfermera se acercó a él y le pidió seguirle. Le llevó a una habitación donde
se encontraba un joven oficial de la SS que estaba muriéndose. Este oficial
contó su vida al preso judío: habló de su familia, de su formación, y cómo
llegó a ser un colaborador de Hitler. Le pesaba sobre todo un crimen en el que había participado: en
una ocasión, los soldados a su mando habían encerrado a 300 judíos en una casa,
y habían quemado la casa; todos murieron.
“Sé que es horrible –dijo el oficial-. Durante
las largas noches, en las que estoy esperando mi muerte, siento la gran
urgencia de hablar con un judío sobre esto y pedirle perdón de todo corazón.” Wiesenthal
concluye su relato diciendo: “De pronto comprendí,
y sin decir ni una sola palabra, salí de la habitación.” Otro judío
añade: “No, no he perdonado a ninguno de los
culpables, ni estoy dispuesto ahora ni nunca a perdonar a ninguno.”
Perdonar significa renunciar a la venganza y al odio. Existen, por otro lado,
personas que no se sienten nunca heridas. No es que no quieran ver el mal y
repriman el dolor, sino todo lo contrario: perciben
las injusticias objetivamente, con suma claridad, pero no dejan que ellas les
molesten. “Aunque nos maten, no pueden hacernos ningún daño,” es uno de
sus lemas. Han logrado un férreo dominio de sí mismos, parecen de una ironía
insensible. Se sienten superiores a los demás hombres y mantienen interiormente
una distancia tan grande hacia ellos que nadie puede tocar su corazón. Como
nada les afecta, no reprochan nada a sus opresores.
¿Qué le importa a la luna que un perro le ladre? Es la actitud de los estoicos y quizá también de algunos “gurus” asiáticos que viven solitarios en su “magnanimidad”. No se dignan mirar siquiera a quienes “absuelven” sin ningún esfuerzo. No perciben la existencia del “pulgón”.
El problema consiste en que, en este caso, no hay ninguna relación
interpersonal. No se quiere sufrir y, por tanto, se renuncia al amor. Una
persona que ama, siempre se hace pequeña y vulnerable. Se encuentra cerca a los
demás. Es más humano amar y sufrir mucho a lo largo de la vida, que adoptar una
actitud distante y superior a los otros. Cuando a alguien nunca le duele la
actuación de otro, es superfluo el perdón. Falta la ofensa, y falta el
ofendido.
5. MIRAR AL AGRESOR EN SU
DIGNIDAD PERSONAL
El perdón comienza cuando, gracias a una fuerza nueva, una persona rechaza todo
tipo de venganza. No habla de los demás desde sus experiencias dolorosas, evita
juzgarlos y desvalorizarlos, y está dispuesta a escucharles con un corazón
abierto.
El secreto consiste en no identificar al agresor con su obra. Todo ser humano
es más grande que su culpa. Un ejemplo elocuente nos da Albert Camus, que se
dirige en una carta pública a los nazis y habla de los crímenes cometidos en
Francia: “Y a pesar de ustedes, les seguiré
llamando hombres… Nos esforzamos en respetar en ustedes lo que ustedes no
respetaban en los demás.” Cada persona está por encima de sus peores
errores.
Hace pensar una anécdota que se cuenta de un general del siglo XIX. Cuando éste
se encontraba en su lecho de muerte, un sacerdote le preguntó si perdonaba a
sus enemigos. “No es posible –respondió el
general-. Les he mandado ejecutar a todos.”
El perdón del que hablamos aquí no consiste en saldar un castigo, sino que es,
ante todo, una actitud interior. Significa vivir en paz con los recuerdos y no
perder el aprecio a ninguna persona. Se puede considerar también a un difunto
en su dignidad personal. Nadie está totalmente corrompido; en cada uno brilla
una luz.
Al perdonar, decimos a alguien: “No, tú no eres
así. ¡Sé quién eres! En realidad eres mucho mejor.” Queremos todo el bien posible para el otro, su pleno
desarrollo, su dicha profunda, y nos esforzamos por quererlo desde el fondo del
corazón, con gran sinceridad.
II. ¿QUÉ ACTITUDES NOS
DISPONEN A PERDONAR?
Después de aclarar, en grandes líneas, en qué consiste el perdón, vamos a
considerar algunas actitudes que nos disponen a realizar este acto que nos
libera a nosotros y también libera a los demás.
1. AMOR
Perdonar es amar intensamente. El verbo latín per-donare lo expresa con mucha
claridad: el prefijo per intensifica el verbo que
acompaña, donare. Es dar abundantemente, entregarse hasta el extremo. El
poeta Werner Bergengruen ha dicho que el amor se prueba en la fidelidad, y se
completa en el perdón.
Sin embargo, cuando alguien nos ha ofendido gravemente, el amor apenas es
posible. Es necesario, en un primer paso, separarnos de algún modo del agresor,
aunque sea sólo interiormente. Mientras el cuchillo está en la herida, la
herida nunca se cerrará. Hace falta retirar el cuchillo, adquirir distancia del
otro; sólo entonces podemos ver su rostro. Un cierto desprendimiento es
condición previa para poder perdonar de todo corazón, y dar al otro el amor que
necesita.
Una persona sólo puede vivir y desarrollarse sanamente, cuando es aceptada tal
como es, cuando alguien la quiere verdaderamente, y le dice: “Es bueno que existas.” Hace falta no sólo “estar aquí”, en la tierra, sino que hace falta la
confirmación en el ser para sentirse a gusto en el mundo, para que sea posible
adquirir una cierta estimación propia y ser capaz de relacionarse con otros en
amistad. En este sentido se ha dicho que el amor continúa y perfecciona la obra
de la creación.
Amar a una persona quiere decir hacerle consciente de su propio valor, de su
propia belleza.
Una persona amada es una persona aprobada, que puede responder al otro con toda
verdad: “Te necesito para ser yo mismo.”
Si no perdono al otro, de alguna manera le quito el espacio para vivir y
desarrollarse sanamente. Éste se aleja, en consecuencia, cada vez más de su
ideal y de su autorrealización. En otras palabras, le mato, en sentido
espiritual. Se puede matar, realmente, a una persona con palabras injustas y
duras, con pensamientos malos o, sencillamente, negando el perdón. El otro
puede ponerse entonces triste, pasivo y amargo. Kierkegaard habla de la “desesperación de aquel que, desesperadamente, quiere ser
él mismo”, y no llega a serlo, porque los otros lo impiden.
Cuando, en cambio, concedemos el perdón, ayudamos al otro a volver a la propia
identidad, a vivir con una nueva libertad y con una felicidad más honda.
2. COMPRENSIÓN
Es preciso comprender que cada uno necesita más amor que “merece”; cada uno es
más vulnerable de lo que parece; y todos somos débiles y podemos cansarnos.
Perdonar es tener la firme convicción de que en cada persona, detrás de todo el
mal, hay un ser humano vulnerable y capaz de cambiar. Significa creer en la
posibilidad de transformación y de evolución de los demás.
Si una persona no perdona, puede ser que tome a los demás demasiado en serio,
que exija demasiado de ellos. Pero “tomar a un
hombre perfectamente en serio, significa destruirle,” advierte el
filósofo Robert Spaemann. Todos somos débiles y fallamos con frecuencia. Y,
muchas veces, no somos conscientes de las consecuencias de nuestros actos: “no sabemos lo que hacemos”. Cuando, por ejemplo,
una persona está enfadada, grita cosas que, en el fondo, no piensa ni quiere
decir. Si la tomo completamente en serio, cada minuto del día, y me pongo a “analizar” lo que ha dicho cuando estaba rabiosa,
puedo causar conflictos sin fin. Si lleváramos la cuenta de todos los fallos de
una persona, acabaríamos transformando en un monstruo, hasta al ser más
encantador.
Tenemos que creer en las capacidades del otro y dárselo a entender. A veces,
impresiona ver cuánto puede transformarse una persona, si se le da confianza;
cómo cambia, si se le trata según la idea perfeccionada que se tiene de ella.
Hay muchas personas que saben animar a los otros a ser mejores. Les comunican
la seguridad de que hay mucho bueno y bello dentro de ellos, a pesar de todos
sus errores y caídas. Actúan según lo que dice la sabiduría popular: “Si quieres que el otro sea bueno, trátale como si ya lo
fuese.”
3. GENEROSIDAD
Perdonar exige un corazón misericordioso y generoso. Significa ir más allá de
la justicia. Hay situaciones tan complejas en las que la mera justicia es
imposible. Si se ha robado, se devuelve; si se ha roto, se arregla o sustituye.
¿Pero si alguien pierde un órgano, un familiar o un
buen amigo? Es imposible restituirlo con la justicia. Precisamente ahí,
donde el castigo no cubre nunca la pérdida, es donde tiene espacio el perdón.
El perdón no anula el derecho, pero lo excede infinitamente. A veces, no hay
soluciones en el mundo exterior. Pero, al menos, se puede mitigar el daño
interior, con cariño, aliento y consuelo. “Convenceos
que únicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la
humanidad -afirma San Josemaría Escrivá... La caridad ha de ir dentro y al
lado, porque lo dulcifica todo.” Y Santo Tomás resume escuetamente: “La justicia sin la misericordia es crueldad.”
El perdón trata de vencer el mal por la abundancia del bien. Es por naturaleza
incondicional, ya que es un don gratuito del amor, un don siempre inmerecido.
Esto significa que el que perdona no exige nada a su agresor, ni siquiera que
le duela lo que ha hecho. Antes, mucho antes que el agresor busca la
reconciliación, el que ama ya le ha perdonado.
El arrepentimiento del otro no es una condición necesaria para el perdón,
aunque sí es conveniente. Es, ciertamente, mucho más fácil perdonar cuando el
otro pide perdón. Pero a veces hace falta comprender que en los que obran mal
hay bloqueos, que les impiden admitir su culpabilidad.
Hay un modo “impuro” de perdonar, cuando se
hace con cálculos, especulaciones y metas: “Te
perdono para que te des cuenta de la barbaridad que has hecho; te perdono para
que mejores.” Pueden ser fines educativos loables, pero en este caso no
se trata del perdón verdadero que se concede sin ninguna condición, al igual
que el amor auténtico: “Te perdono porque te quiero
–a pesar de todo.”
Puedo perdonar al otro incluso sin dárselo a entender, en el caso de que no
entendería nada. Es un regalo que le hago, aunque no se entera, o aunque no
sabe por qué.
4. HUMILDAD
Hace falta prudencia y delicadeza para ver cómo mostrar al otro el perdón. En
ocasiones, no es aconsejable hacerlo enseguida, cuando la otra persona está
todavía agitada. Puede parecerle como una venganza sublime, puede humillarla y
enfadarla aún más. En efecto, la oferta de la reconciliación puede tener
carácter de una acusación. Puede ocultar una actitud farisaica: quiero
demostrar que tengo razón y que soy generoso. Lo que impide entonces llegar a
la paz, no es la obstinación del otro, sino mi propia arrogancia.
Por otro lado, es siempre un riesgo ofrecer el perdón, pues este gesto no
asegura su recepción y puede molestar al agresor en cualquier momento. “Cuando uno perdona, se abandona al otro, a su poder, se
expone a lo que imprevisiblemente puede hacer y se le da libertad de ofender y
herir (de nuevo).” Aquí se ve que hace falta humildad para buscar la
reconciliación.
Cuando se den las circunstancias -quizá después de un largo tiempo- conviene
tener una conversación con el otro. En ella se pueden dar a conocer los propios
motivos y razones, el propio punto de vista; y se debe escuchar atentamente los
argumentos del otro. Es importante escuchar hasta el final, y esforzarse por
captar también las palabras que el otro no dice. De vez en cuando es necesario “cambiar la silla”, al menos mentalmente, y tratar
de ver el mundo desde la perspectiva del otro.
El perdón es un acto de fuerza interior, pero no de voluntad de poder. Es
humilde y respetuoso con el otro. No quiere dominar o humillarle. Para que sea
verdadero y “puro”, la víctima debe evitar
hasta la menor señal de una “superioridad moral” que,
en principio, no existe; al menos no somos nosotros los que podemos ni debemos
juzgar acerca de lo que se esconde en el corazón de los otros. Hay que evitar
que en las conversaciones se acuse al agresor siempre de nuevo. Quien demuestra
la propia irreprochabilidad, no ofrece realmente el perdón. Enfurecerse por la
culpa de otro puede conducir con gran facilidad a la represión de la culpa de
uno mismo. Debemos perdonar como pecadores que somos, no como justos, por lo
que el perdón es más para compartir que para conceder.
Todos necesitamos el perdón, porque todos hacemos daño a los demás, aunque
algunas veces quizá no nos demos cuenta. Necesitamos el perdón para deshacer
los nudos del pasado y comenzar de nuevo. Es importante que cada uno reconozca
la propia flaqueza, los propios fallos -que, a lo mejor, han llevado al otro a
un comportamiento desviado-, y no dude en pedir, a su vez, perdón al otro.
5. ABRIRSE A LA GRACIA DE
DIOS
No podemos negar que la exigencia del perdón llega en ciertos casos al límite
de nuestras fuerzas. ¿Se puede perdonar cuando el
opresor no se arrepiente en absoluto, sino que incluso insulta a su víctima y
cree haber obrado correctamente? Quizá nunca será posible perdonar de
todo corazón, al menos si contamos sólo con nuestra propia capacidad.
Pero un cristiano nunca está solo. Puede contar en cada momento con la ayuda
todopoderosa de Dios y experimentar la alegría de ser amado. El mismo Dios le
declara su gran amor: “No temas, que yo... te he
llamado por tu nombre. Tú eres mío. Si pasas por las aguas, yo estoy contigo,
si por los ríos, no te anegarán... Eres precioso a mis ojos, de gran estima, yo
te quiero.”
Un cristiano puede experimentar también la alegría de ser perdonado. La
verdadera culpabilidad va a la raíz de nuestro ser: afecta nuestra relación con
Dios. Mientras en los Estados totalitarios, las personas que se han “desviado” -según la opinión de las autoridades-
son metidas en cárceles o internadas en clínicas psiquiátricas, en el Evangelio
de Jesucristo, en cambio, se les invita a una fiesta: la
fiesta del perdón. Dios siempre acepta nuestro arrepentimiento y nos
invita a cambiar. Su gracia obra una profunda transformación en nosotros: nos libera del caos interior y sana las heridas.
Siempre es Dios quien ama primero y es Dios quien perdona primero. Es Él quien
nos da fuerzas para cumplir con este mandamiento cristiano que es,
probablemente, el más difícil de todos: amar a los enemigos, perdonar a los que
nos han hecho daño. Pero, en el fondo, no se trata tanto de una exigencia moral
–como Dios te ha perdonado a ti, tú tienes que perdonar a los prójimos- cuanto
de un imperativo existencial: si comprendes realmente lo que te ha ocurrido a
ti, no puedes por menos que perdonar al otro. Si no lo haces, no sabes lo que
Dios te ha dado.
El perdón forma parte de la identidad de los cristianos; su ausencia
significaría, por tanto, la pérdida del carácter de cristiano. Por eso, los
seguidores de Cristo de todos los siglos han mirado a su Maestro que perdonó a
sus propios verdugos. Han sabido transformar las tragedias en victorias.
También nosotros podemos, con la gracia de Dios, encontrar el sentido de las
ofensas e injusticias en la propia vida. Ninguna experiencia que adquirimos es
en vano. Muy por el contrario, siempre podemos aprender algo. También cuando
nos sorprende una tempestad o debemos soportar el frío o el calor. Siempre podemos
aprender algo que nos ayude a comprender mejor el mundo, a los demás y a
nosotros mismos. Gertrud von Le Fort dice que no sólo el claro día, sino
también la noche oscura tiene sus milagros. “Hay ciertas flores que sólo
florecen en el desierto; estrellas que solamente se pueden ver al borde del
despoblado. Existen algunas experiencias del amor de Dios que sólo se viven
cuando nos encontramos en el más completo abandono, casi al borde de la
desesperación.”
REFLEXIÓN FINAL
Perdonar es un acto de fortaleza espiritual, un acto liberador. Es un
mandamiento cristiano y además un gran alivio. Significa optar por la vida y
actuar con creatividad.
Sin embargo, no parece adecuado dictar comportamientos a las víctimas.
Es comprensible que una madre no pueda perdonar
enseguida al asesino de su hijo. Hay que dejarle todo el tiempo que necesite
para llegar al perdón. Si alguien le acusara de rencorosa o vengativa,
engrandecería su herida. Santo Tomás de Aquino, el gran teólogo de la Edad
Media, aconseja a quienes sufren, entre otras cosas, que no se rompan la cabeza
con argumentos, ni leer, ni escribir; antes que nada, deben tomar un baño,
dormir y hablar con un amigo. En un primer momento, generalmente no somos
capaces de aceptar un gran dolor. Necesitamos tranquilizarnos; seguir el ritmo
de nuestra naturaleza nos puede ayudar mucho. Sólo una persona de alma muy
pequeña puede escandalizarse de ello.
Perdonar puede ser una labor interior auténtica y dura. Pero con la ayuda de
buenos amigos y, sobre todo, con la ayuda de la gracia divina, es posible
realizarla. “Con mi Dios, salto los muros,”
canta el salmista. Podemos referirlo también a los muros que están en nuestro
corazón.
Si conseguimos crear una cultura del perdón, podremos construir juntos un mundo habitable, donde habrá más vitalidad y fecundidad; podremos proyectar juntos un futuro realmente nuevo. Para terminar, nos pueden ayudar unas sabias palabras:
“¿QUIERES SER
FELIZ UN MOMENTO? VÉNGATE.
¿QUIERES SER FELIZ
SIEMPRE? PERDONA.”
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