Estamos en la recta final hacia el Sínodo de la Amazonía
y, providencialmente, me encuentro estos meses dando clases de teología y
filosofía en el Seminario de la Prelatura de Moyobamba, que es una de las dos misiones diocesanas de la Archidiócesis
de Toledo. La Prelatura de Moyobamba comprende prácticamente el
Departamento de San Martín, en Perú. Aunque la ciudad de Moyobamba está ya en
una zona que suele llamarse «ceja de selva», por encontrarse ya a cierta altura
sobre el nivel del mar, el Departamento, y con ello el territorio de la
Prelatura, se encuentra sociológica y geográficamente en la Amazonía peruana,
al menos si se entiende de manera amplia (como parece que se hará en el
Sínodo).
Es verdad que mi
labor aquí se ciñe al seminario, por lo que mi conocimiento de la realidad
rural es muy limitado, pero puede decirse que esta reflexión la realizo
directamente sobre el terreno, aunque en muchos casos me baso en lo que conozco
a través de conversaciones con los sacerdotes que están aquí de manera
permanente.
El desafío más importante de
la pastoral en la Amazonía, como se está repitiendo hasta la saciedad
recientemente, es la carencia de
sacerdotes que puedan atender las pequeñas comunidades alejadas de las grandes
ciudades. Cuando España afrontó la titánica tarea de civilizar y
evangelizar América, entendió desde el inicio que resultaría imposible una
adecuada atención a los indios si no se conseguía «reducirlos»,
es decir, reunirlos en ciudades de un tamaño adecuado para que pudieran
desarrollarse todos los aspectos de la vida social. Lamentablemente, desde que
Perú (y así el resto de América) dejó de formar parte del Imperio, y mucho más
recientemente, la gente ha vuelto a
desperdigarse por el terreno, lo que hace dificilísimo poder atender las
necesidades pastorales, en particular las sacramentales. Además, como es
notorio a todo el mundo, las
congregaciones religiosas, que han liderado con una generosidad
admirable el empeño misionero, no se
encuentran hoy capacitadas para seguir cumpliendo ese papel de forma
predominante, fundamentalmente por la carencia de vocaciones y la elevada edad
de sus miembros. Muchas de estas prelaturas y vicariatos (estructura canónica
que resalta la indigencia de estos territorios de misión) dependen en gran
medida hoy del clero diocesano nativo,
que resulta numéricamente insuficiente, sobre todo teniendo en cuenta la
gran dispersión de la población a la que nos referíamos antes.
La solución que se han sacado
de la chistera los pastoralistas de moda (estaban de moda ya en los 60, años
desde los que siguen fracasando sin descanso), ha sido la de los llamados viri probati, que en realidad es el eufemismo de turno para la ordenación de varones casados en la
Iglesia latina y, eventualmente, la destrucción del celibato sacerdotal.
Esta solución, curiosamente, no ha venido desde la porción de Pueblo de Dios
para la que se sugiere como remedio de todos los males, sino desde otras partes
que, buscándola desde hace décadas, han querido ahora utilizar a los pobres (¡vaya novedad!) para promover su agenda
ideológica.
El mensaje oficial es claro: el celibato es, al fin y al cabo, una mera disciplina. No es un dogma de fe,
ni por asomo. En la Iglesia de oriente
siempre se ha ordenado a casados (mejor ocultar que no es que ellos tengan
tampoco una gran abundancia de candidatos para ese sacerdocio de casados).
Además, si se ha hecho oficial la norma de que adúlteros impenitentes puedan
comulgar, algo que, salvo por el recurso al oscuro probabilismo
jesuítico, constituye una herejía de tomo y lomo, ¿cómo vamos ahora a hacernos los remilgados a la hora de
cargarnos una disciplina milenaria en la Iglesia? Quien puede lo más,
puede lo menos.
Pero, ¿qué son exactamente los viri probati? ¿Son meramente sacerdotes casados, como se dan entre los
orientales o los miembros de los ordinariatos anglicanos? Me temo que
no. A juzgar por las explicaciones que se están dando sobre el tema, estaríamos
hablando de algo muy distinto.
Para entender la situación,
hay que explicar primero cómo se está
realizando ahora mismo la pastoral en la Amazonía. Los sacerdotes
normalmente atienden de forma ordinaria los núcleos más poblados, pero éstos
tienen anejas numerosas comunidades, que están a cargo de catequistas o animadores. La formación
de animadores es fundamental para poder mantener vivas las comunidades, porque
la ausencia del sacerdote hace a la comunidad cristiana terriblemente
vulnerable a los ataques de las sectas: pentecostales, mormones, testigos de
jehová, presbiterianos, adventistas y un largo etcétera, sin contar algunas
ocurrencias nacionales (busquen información sobre los israelitas peruanos y
verán hasta dónde se puede llegar). Así, pues, los sacerdotes cuidan de la formación intelectual de los
animadores, con encuentros de formación esporádicos a los que éstos acuden a
veces caminando largas distancias. Pero también tienen que vigilar la rectitud moral, porque la vida
escandalosa de un animador (no digamos la del mismo sacerdote), es la mejor
publicidad para las sectas.
La perseverancia y la entrega de los animadores es muchas veces
admirable. En los
tiempos de la persecución que el comunismo maoísta desató en las poblaciones
rurales peruanas, no pocos catequistas y animadores fueron martirizados por su
fe cristiana. Por supuesto, generalmente no reciben remuneración alguna, a
diferencia de los responsables de comunidades pentecostales y sectas similares,
que se desarrollan como pequeñas sucursales de empresas muy rentables, o a modo
de redes de mercadeo. Sin embargo, muchas veces las circunstancias de la vida
hacen que su entrega sea intermitente, lo que es totalmente comprensible.
La propuesta de los ilustres
pastoralistas que capitanean desde las sombras el próximo sínodo es la
siguiente: dado que la carencia fundamental de las comunidades es la
participación en la Misa, ordenemos
presbíteros a los animadores varones más fiables y, mientras se allana el
camino para la ordenación de mujeres, instituyamos para las animadoras un
pseudo diaconado en forma de ministerio laical que llamaremos «ginacolitado» (todo
un alarde de esnobismo progre-eclesial).
La pretensión es que esta
novedad no modificaría nada la realidad de la Iglesia, ni del sacerdocio, sino
que sólo vendría a suplir una carencia de medios humanos para la atención
pastoral. Pero yo creo que las
consecuencias serían mucho más graves, y me barrunto que a los
promotores de estas ocurrencias no les pillaría de sorpresa.
Uno de los primeros factores
que salta a la vista es el de la
formación. La gran obra del Concilio de Trento respecto del sacerdocio
católico fueron los seminarios,
audazmente promovidos por reformadores católicos de la talla de San Carlos
Borromeo o Santo Toribio de Mogrovejo entre otros. Desde entonces la
insistencia de la Iglesia en la formación de los sacerdotes es creciente. La
última ratio
para la formación de los presbíteros, recientemente aprobada, ha añadido
incluso años a la formación en forma de propedéutico. Entonces, a los viri probati, ¿se
les va a hacer pasar por el seminario? Si los comparamos con los
orientales, la respuesta sería afirmativa, pues éstos tienen una formación muy
cuidadosa. Pero mucho me temo que ninguno
de los promotores de estas ideas tiene en mente que los animadores de las
comunidades amazónicas pasen cinco o seis años estudiando teología o en un
régimen de formación. Así que, o los viri
probati son una especie de sacerdocio de segunda categoría, o es
que esta solución no está pensada para la Amazonía y tierras de misión, sino
para los países de la vieja cristiandad,
en los que ya hace años se promovió eso del diaconado permanente, con idénticas
intenciones. Mucho me temo que estas dos opciones no son incompatibles.
En efecto, ya algunos están
postulando para Hispanoamérica un modelo
de Iglesia pentecostalizado. Serían pequeñas comunidades regidas por
laicos con poca preparación (o sacerdotes viri
probati) con una pastoral que diera poco peso a la doctrina y mucho
a la experiencia. Hace ya años, Mons. Strotmann, obispo de Chosica, lo proponía
en el marco de un Congreso organizado en el
Vaticano por la Conferencia Episcopal Alemana.
El problema de este modelo de
sacerdocio es que reduciría la
identidad del sacerdote católico a una mera funcionalidad sacramental.
El sacerdote, de ser pastor de la comunidad, fuente de consejo, maestro de vida
cristiana, presencia cercana de Cristo, pasaría a ser un mero (perdónenme la
expresión) «consagrador de hostias». Y,
encima, esta pérdida de la identidad sacerdotal afectaría sobre todo a los
pobres: total, ¿para
qué sacrificarse mandando misioneros de primera a la Amazonía cuando podemos
darles esto sacerdotes de segunda clase?
Pero la cosa no se quedaría en
la Amazonía. Porque como el interés
principal está en Europa, y particularmente en Alemania, también allí la
identidad del sacerdocio católico quedaría transformada, degradada, con gran
intensidad. Aquí los cálculos serían fáciles de hacer. ¿Para
qué gastar recursos en la formación de sacerdotes célibes, cuando para los viri
probati bastarían unas clases de nivel más o menos superior? Piensen
cuántos recursos deben invertir las diócesis en mantener sus seminarios
(algunos con una «productividad» nula) en
comparación con lo que cuesta, por ejemplo, formar a un diácono permanente de
nivel europeo.
Si, por otro lado, estos
sacerdotes de segunda sirven sólo para una función meramente sacramental, y
vemos que así nos vamos apañando, ¿qué necesidad
tendríamos de ministros a tiempo completo, cuando sus funciones podrían
desempeñarlas laicos sin problemas? Cuando, además, en estas iglesias
particulares ni siquiera se suele frecuentar la confesión, ¿qué otra función exclusiva tiene el sacerdote además de
presidir la liturgia?
En definitiva, y para
concluir, el proyecto de los viri probati,
apoyado unánimemente por el oficialismo eclesial de cara al Sínodo de la
Amazonía, supone la última vuelta de
tuerca de un sector de la Iglesia para la destrucción de la Iglesia misma.
¿Dónde está la resistencia ante esto? Porque está muy bien quejarse de las
maldades que los obispos alemanes operan con el dinero recibido a través de ese
impío impuesto que cobran a los fieles, pero la realidad es que no estaríamos
hablando de estas cosas si la terrorífica crisis de vocaciones y de sacerdocio
que se da en la Iglesia no fuera un dato innegable. ¿Dónde
están los obispos fieles que
dejan los complejos a un lado y rigen sus diócesis por el único camino que se
ha mostrado fecundo para la renovación de la Iglesia en el espíritu de Cristo,
que es el de la Tradición? ¿Es
que hay que esperar a que nos despojen de todo, incluso del sacerdocio, para
empezar a actuar?
Francisco José
Delgado
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