DOS PAPAS, DOS FORMAS DE
MINISTERIO
Hoy os ofrezco
un largo artículo que escribí hace poco. Es verdaderamente largo, pero no he
querido cortarlo, sino ofrecerlo en su integridad. Cada uno que lea mientras le
interese. Pero, de verdad, que considero que es un tema importante. También
ofrezco las referencias bibliográficas, por si alguno necesitara el artículo
para citarlo:
José
Antonio FORTEA, Ex Scriptorio, Editorial Dos Latidos 2016, pg. 3-12.
Esta
obra se puede encontrar en el fondo online de BIBLIOTECA FORTENIANA.
Dos
Papas, dos formas de ministerio
Monseñor
Georg Gänswein, Prefecto de la Casa Pontificia, el 20 de mayo, tuvo una
intervención en la presentación de un libro acerca del pontificado de Benedicto
XVI. En esa intervención, dijo unas pocas frases que dieron la vuelta al mundo
eclesiástico, afirmando que el Papa Benedicto no ha
abandonado el ministerio de Pedro, y
hablando de un papado en el que hay un miembro activo y un miembro
contemplativo.
No oculto que, en un primer momento, tuve una
impresión de desagrado hacia sus palabras. ¿Cómo era posible que el Prefecto de
la Casa Pontificia difuminara la nitidez de una renuncia pontificia, una
cuestión canónica de gravísima trascendencia para la vida de la Iglesia?
Pero en los días siguientes seguí reflexionando
sobre el tema. Y me di cuenta de que monseñor Gänswein había abierto un
apasionante tema eclesiológico totalmente nuevo, nunca tratado antes con la
hondura que merecía. Un tema que, además, podía ofrecer una utilísima luz a
otro campo, el de la teología del episcopado. Después de darle muchas vueltas a
este asunto, me encontré con que del desagrado pasé a suscribir enteramente las
palabras de Prefecto de la Casa Pontificia. Este artículo quiere ser una
profundización en sus brevísimas frases y del por qué de mi cambio de opinión.
Hay que dejar claro, desde el principio, que el
único que tiene potestad de jurisdicción es el Papa Francisco. Rotunda e indudablemente,
el Papa Francisco es el único Vicario de Cristo. A él le compete el gobierno de
la Iglesia. El asunto de quien gobierna la Iglesia es algo canónicamente tan
incontestable que no merece que se le dedique más espacio que la mera
afirmación: la plenitud de la jurisdicción papal le compete sólo a nuestro
santo padre Francisco, le compete a él de forma plena e indivisa.
Ahora bien, ¿cuál es el estatuto eclesial de un
Papa emérito? ¿Un estatuto de honor exclusivamente? ¿El ser otro obispo más
como cualquier otro? Las cuestiones eclesiológicas, sobre todo cuando son muy
complejas, siempre se dilucidan mejor mirando a la institución humana de la
familia, porque la Iglesia es una familia.
Un abuelo que deja el gobierno de la casa y de sus
campos con sus viñadores en manos de su primogénito ¿ya no es nada? Pensemos
con la mentalidad del Antiguo Testamento, una figura patriarcal que, por la
edad, ni gobierna ni puede gobernar su casa ¿ya no es nada?
Sin responder todavía a esta cuestión tras la
comparación propuesta, enfoquemos el asunto de otra manera: Un obispo emérito
de una diócesis, una vez que se jubila, ¿ya no es más que una figura
honorífica? ¿Ya sólo le queda el sacramento del orden y nada más? ¿O
eclesiológicamente queda un “algo” más?
Evidentemente, queda algo más que el sacramento.
Pero ese “algo difuso” no es fácil concretarlo al modo canónico. Lo que está
claro es que en una familia no puede haber dos padres. Pero también está claro
que uno que es padre no puede dejar de ser padre. La paternidad no es un traje
que ahora me pongo y después me quito. Eclesialmente hablando, o se es padre o
no se es padre.
Monseñor Gänswein ha lanzado a rodar una cuestión
eclesial que, de ningún modo, carece de importancia, pues profundizar
teológicamente en este asunto será de grandísima utilidad para entender la
figura, función y sentido de los obispos eméritos.
No pretendo, en este artículo, yo solo dilucidar
este asunto, sino ser un autor más en esta reflexión que, sin duda, continuará
con otros autores. En mi modesta opinión, la figura que da luz a esta situación
es la figura del abuelo en una familia. La situación que ahora vivimos es
totalmente paralela a la de un abuelo, ya debilitado por el peso de la edad, en
una familia en la que existe un primogénito que, en la madurez de su edad,
ejerce de paterfamilias.
La comparación me parece perfecta, porque muchas
veces el patriarca fundador de una empresa llega un momento en que de manera
formal y con todas las prescripciones legales cede el gobierno de la empresa a
su hijo. ¿Eso significa que el abuelo-patriarca pasa a no ser nada? Desde luego
eso no es así en la institución familiar humana y no debe ser así en la Iglesia
que es una gran familia. De momento, quedémonos con esta imagen sin tratar de
sacar más conclusiones.
Veamos otro ejemplo que puede dar luz. Imaginemos
en el siglo I que un San Pedro muy anciano ya no puede ni salir de su hogar en
Roma, porque las piernas no le sostienen y la ceguera ya no le permite
reconocer los rostros. Y que, de común acuerdo entre el clero y el apóstol, se
decide que otro clérigo ocupe el lugar de Pedro en el gobierno de la iglesia
romana. Imaginemos que, por parte de Pedro, esa decisión de tener un sucesor ya
en vida va acompañada de una renuncia formal a ejercer el gobierno sobre la
iglesia romana. No sería lo normal en esa época. Lo normal sería una lenta y
gradual sustitución de facto. Pero
imaginemos que se produce una meditada y anunciada renuncia pública, en
presencia del clero y el pueblo, al ejercicio del gobierno en favor de su
sucesor. ¿Eso significaría que Pedro pasa a no ser nada? Evidentemente, no.
Pedro seguiría siendo Pedro aunque no gobernase.
Del mismo modo que, actualmente, un obispo emérito sigue siendo sucesor de los
apóstoles, aunque sea emérito. Es decir, un obispo emérito no sólo seguirá
teniendo la potestas ordinis que le ha conferido el sacramento del episcopado,
sino que también seguirá manteniendo su lugar en la Iglesia universal como
sucesor de los Doce. Puede renunciar totalmente al gobierno sobre una diócesis,
pero, en ese acto de renuncia, no abandona todo lo que conlleva ser sucesor de
los apóstoles.
¿Un sucesor de Pedro deja de ser sucesor de Pedro
por renunciar al gobierno? Evidentemente, no. Sigue siendo sucesor de Pedro,
tanto como al principio de su pontificado, sólo que ya no ejerce el gobierno
que asumió tras su elección. Cierto que siempre unimos el hecho de la sucesión
apostólica al reconocimiento de la posesión de la autoridad para ejercer el
gobierno eclesiástico. Y esa unión es correcta, pero, en sí mismos, son dos
conceptos separables. Un presbítero que es ordenado obispo ya es sucesor de los
apóstoles, aunque el Papa no le otorgara diócesis alguna donde ejercer potestas regiminis
alguna.
El que ha sido Papa, seguirá siendo sucesor de
Pedro no sólo hasta el final de su vida, sino también en el más allá. No porque
imprima carácter, sino porque es un hecho. Por eso, un Papa emérito debe tener
un protocolo de funerales (los novendiales) exactamente igual que cualquier
otro Papa.
Hemos dicho antes que la figura del obispo es
equivalente a la figura de un padre en una familia. Pero el gobierno de una
familia es sólo una faceta de la paternidad. La paternidad la sigue manteniendo
un padre, por muy anciano que sea, porque a eso no se puede renunciar. Ningún
padre puede renunciar a ser padre.
De ahí que las palabras del Prefecto de la Casa
Pontificia las veo totalmente verdaderas. El ministerio de Benedicto sigue
siendo petrino. Ciertamente es un ministerio alargado, como el Prefecto afirmó.
Un Papa emérito, en virtud de ese ministerio verdadero, puede dedicarse no sólo
a la contemplación, sino también a hablar a sus hijos (no ha renunciado a la
paternidad) y a aconsejar a su primogénito que ahora le sucede, como sería lo
normal en cualquier familia.
Pero sobre todo su mera presencia es algo muy
valioso, pues es signo de continuidad, de lo que significa la paternidad
espiritual en la Iglesia. Es prueba de que la Iglesia es una familia. No una
empresa en la que se puede prescindir de un director general, tras lo cual lo
mejor es que éste desaparezca, yéndose a un lugar bien lejos del lugar donde se
toman las decisiones.
En una empresa, la presencia de un antiguo
presidente general (salvo que sea familia del nuevo presidente) se entiende
como una intromisión, como una fuente de problemas, como un modo de dejar clara
la decisión de no querer abandonar el gobierno. En la Iglesia las cosas no son
así. La presencia de un Papa emérito en todos los actos a los que quiera
asistir no sólo no eclipsa al “primogénito”, sino
que lo orna.
No sólo eso, sino que si, en algún siglo, se
produjera la situación de un Papa reinante sentado en su sede flanqueado de dos
Papas eméritos esa imagen sería bellísima. En una situación así, la continuidad
sería no sólo un concepto que se aprende en los libros con palabras, sino una
verdad materialmente visible en las fotografías.
Por supuesto que cabe la posibilidad de un Papa
emérito que crease problemas a su sucesor, por lo que dijera en sus
predicaciones, por sus escritos que suscitasen confrontación con un Papa
reinante, o por los comentarios a otros eclesiásticos si estos comentarios son
mera crítica. En un caso así, el Papa emérito tendría que obedecer al Papa
reinante, sin poder alegar ningún derecho proveniente de su figura de Papa
emérito. En una familia, un patriarca que ha entregado el gobierno de la viña a
su sucesor no puede retomar ese gobierno alegando que su sucesor hace mal las
cosas. Lo mismo en la Iglesia, ninguna situación de excepción autorizaría a un
Papa emérito a eximirse de la obediencia a su sucesor.
Incluso podemos indagar distintos escenarios límite
que nos ayudan a comprender este status especial. Por ejemplo, si falleciese el
Papa reinante y se diese posteriormente una situación de desorden excepcional
durante la sede vacante, en una situación así de caos ¿podría un Papa emérito
invocar su figura como sucesor de Pedro para imponer autoritativamente sobre otros
eclesiásticos algún tipo de gobierno transitorio suyo hasta la elección de un
nuevo sumo pontífice? La respuesta es no. La ley canónica es clara. El gobierno
de la Iglesia en esos casos de sede vacante o impedida queda en manos del
Colegio Cardenalicio.
Por muy excepcional que fuese una situación así,
aunque se diese cada cuatrocientos años, un Papa emérito no podría esgrimir la
autoridad de su figura para imponer su gobierno transitorio. Y eso por dos
razones:
La primera razón es para que quede meridianamente
claro que su puesto eclesial carece de toda potestad de jurisdicción. De lo
contrario, la lista de posibilidades para ejercitar algún tipo de potestad de
régimen sería interminable y siempre generadora de conflictos con otras
autoridades como el Colegio Episcopal o el Colegio Cardenalicio. Aceptar la
permanencia de algún tipo de autoridad de gobierno en un Papa emérito sí que
sería internarse en un laberinto. Porque si se admitiera tal cosa, implicaría
admitir que queda en su persona algo de esa potestad de jurisdicción. Y si es
así, podría darse el caso de un Sumo Pontífice que renunciase parcialmente a su
potestad de jurisdicción, reservándose algunos aspectos de esa autoridad, no
cediendo algunos campos donde ejercerla.
La potestad de régimen o se posee o no se posee.
Trocearla sería ir en contra de la voluntad de Cristo, cuya diseño organizativo
de la Iglesia es claro en cuanto al ejercicio de la autoridad. A nivel de
potestad de gobierno, o se es obispo de una diócesis o no se es. O se es Papa o
no se es. Trocear la autoridad para ejercer el gobierno eclesiástico, sin duda,
implicaría ir en contra de la voluntad fundacional de Cristo.
La segunda razón es que precisamente porque lo
normal es que un sumo pontífice renuncie, porque el peso del gobierno ya
resultaba demasiado oneroso para sus fuerzas. Si no podía llevar ese peso en
una situación normal, menos podrá hacerlo en una situación excepcional. Por eso
no sería adecuado que en una situación de mucha mayor dificultad sea el que ya
no podía llevar ese peso, el que lo retomara de nuevo. Un pontífice así lo
normal es que fuese totalmente manipulable por el grupo de los más cercanos a
él.
Como se ve, la cuestión de un Papa emérito es
eclesiológicamente apasionante. Después de todo lo dicho, se comprende la
conveniencia de que la figura del Papa emérito vaya vestida exactamente igual
que un Papa, puesto que, en verdad, es un sucesor de Pedro. Y si viste así
también, lógicamente, conviene que siga manteniendo su nombre pontificio, el
tratamiento de Su Santidad y que se le siga llamando Papa,
aunque se le añada el adjetivo emérito.
Con toda sinceridad, sin ningún ánimo de elogiar
protocolariamente, quiero felicitar a monseñor Gänswein por haber abierto a la
discusión teológica esta nueva dimensión eclesiológica de la figura de los
Papas eméritos. Sin duda, el Prefecto de la Casa Pontificia sabía que sus
palabras iban a provocar un gran desagrado en la mayor parte de los
eclesiásticos, salvo en los más radicales enemigos del Papa Francisco. Y, sin
embargo, monseñor Gänswein optó por abrir la cuestión teológica desde la más
completa fidelidad a los dos Papas.
Desde una perspectiva civil y mundana, desde una
perspectiva de mero poder, un Papa emérito debería desaparecer. Porque aparecer
se interpretaría como sinónimo de creación de problemas. Desde una perspectiva
eclesiástica y, por lo tanto, espiritual, un Papa emérito sigue siendo sucesor
de Pedro y sigue manteniendo su paternidad, y, por tanto, todo lo que haga de
un modo constructivo será positivo.
Desde esta perspectiva, un Papa emérito no es una
figura para ser escondida, no es una figura que deba sentirse culpable por
aparecer. ¿Se siente culpable un abuelo por pasar mucho tiempo con sus nietos,
por visitarles a menudo? Imaginemos un Papa emérito, no muy anciano, pero que
no se siente con fuerzas, renuncia al gobierno de la Iglesia y decide regresar
a un hospital de un lugar de misiones para seguir atendiendo a los enfermos con
sus manos, cosa que hacía como presbítero. Pues, dado que es sucesor de Pedro,
tal acción sería un modo de ejercer el ministerio petrino: Pedro cuidando a los
enfermos.
Desde esta perspectiva, el estatuto del Papa
emérito no plantea ningún conflicto, en cuanto a su futuro, incluso en el caso
de que el que renunciase no fuera muy anciano. La única cosa que debe tener en
cuenta, por simple prudencia, es que su labor debe ser constructiva, y que, en
cualquier caso, está sometido al pastor que gobierna.
Teniendo en cuenta esto, un Papa emérito puede
tener una frecuente presencia cultual en la Basílica de San Pedro; él solo, sin
necesidad de que siempre esté presente el Papa reinante. Su presencia puede ser
incluso semanal o más frecuente: en grandes pontificales, en el rezo de las
horas canónicas con el capítulo de San Pedro, en la adoración al Santísimo
Sacramento. Un Papa emérito puede ser el mejor ornato de la Basílica de San
Pedro si sus fuerzas le permiten tomar parte en esos actos. También puede, por
poner otro ejemplo, ejercer como consejero de cardenales y obispos. Ahora mismo
recibir a muchos prelados sería visto con recelo por muchos, porque, sin darnos
cuenta, aplicamos a la Iglesia criterios de poder mundanos.
El espacio eclesiológico que puede ocupar un Papa
emérito puede ser muy rico, sólo limitado por sus posibilidades físicas.
Aunque, en la mayoría de los casos futuros de Papas eméritos, su presencia será
infrecuente precisamente por esa razón.
Con todo lo expuesto hasta ahora, no debería
sacarse la impresión de que la jubilación de los Papas debería ser, a partir de
ahora, algo frecuente y normal. No, porque, precisamente desde esta perspectiva
de la Iglesia como una familia, un padre debe permanecer en su puesto hasta el
final, a no ser que él en conciencia considere que ya no puede o no debe seguir
en su puesto. No importa si está enfermo o muy anciano, dado que la Iglesia no
es una empresa y no se rige por criterios de efectividad, lo ideal es que un
Papa muera siendo Papa, aunque su volumen de trabajo disminuya con el tiempo.
Pero aunque lo más recomendable
es que los Papas no se jubilen, si lo hacen, la presencia simultánea de un
Papa-abuelo junto a un Papa-padre no plantea problema eclesiológico alguno. A
pesar de todo lo dicho, lo normal será que un Papa emérito anciano no desee
otra cosa que retirarse de cualquier aparición pública, estas reflexiones
muestran como esta figura eclesial peculiar sigue manteniendo su ministerio
petrino. Lejos de ser una figura problemática en la claridad del organigrama,
es un elemento enriquecedor de la familia que es la Iglesia.
Para los que
hayáis leído el larguísimo artículo de ayer, comprenderéis que considero
sumamente acertado que un Papa emérito siga vistiendo exactamente igual que cuando
era Papa reinante, que conserve el mismo nombre, el tratamiento de Su Santidad.
Soy de la
opinión de que lo más conveniente es que siga llevando el Anillo del Pescador,
por las razones que aduje ayer en el artículo. También considero que debería haber
un Anillo del Pescador institucional que se le impusiese en la Capilla Sixtina
nada más ser elegido. Aunque después se hiciese otro anillo personal a medida y
con el diseño que desee, además de su nombre como Sumo Pontífice. El anillo
institucional sólo lo debería llevar el pontífice reinante.
Otra cosa que,
en mi opinión, no debería llevar un Papa emérito es la tiara, en el caso de que
ésta retornara. Tampoco llevaría el palio, porque no lo portan los arzobispos
eméritos.
Puestos a descender al detalle (este blog es
muy dado a ello) en ese vestir igual a cuando era Papa, se incluiría el mantello rojo. Pero considero que sería mejor
reservar la estola pastoral y la muceta roja de armiño para el Papa reinante.
P. FORTEA
No hay comentarios:
Publicar un comentario