ÍNDICE:
Planteamiento
¿Qué es la soberbia?
Soberbia personal
Soberbia respecto de los demás
Soberbia respecto de Dios
Antídotos
¿Qué es la soberbia?
Soberbia personal
Soberbia respecto de los demás
Soberbia respecto de Dios
Antídotos
Planteamiento
Como
advirtió Tomás de Aquino hay dos vicios característicos de los seres
espirituales: la soberbia y la envidia. A la precedente exclusividad tal vez
se objete que también la acedia o tristeza espiritual es inorgánica, pues es
claro que ésta no se confunde con el aburrimiento físico ni con el tedio o la
falta de ilusión mental (por ejemplo, en la profesión), sino que es el
desaliento personal en orden a alcanzar metas espirituales. Sin embargo, aunque
este defecto se refiera realmente a realidades inorgánicas, sin embargo está
vinculada a la pereza, la cual tiene
un indudable componente orgánico. En efecto, tal abatimiento o falta de aliento
en orden a alcanzar los bienes más altos del espíritu es debido a la
laboriosidad que comportan las correspondientes acciones corporales a emplear.
También
se podría objetar que, por ejemplo, el placer estético es insensible, de modo
que el esteticismo se podría
considerar como un defecto propiamente inmaterial. No obstante, es claro que
sin realidades culturales sensibles (pinturas, esculturas, literaturas…) tal
delectación no comparece. Asimismo se suele indicar que hay cierta ira que es copyright
del espíritu, porque incluso se atribuye al ser divino. Ahora bien, ésta se
refiere a asuntos sensibles. De modo que, al parecer, sólo los dos defectos
arriba mencionados parecen, por su origen y su objeto, inmateriales.
Es
interesante conocer la índole de estas faltas. La rémora –aunque en este caso
coyuntural– es sobre la conveniencia de publicar estas páginas, pues es sabido
que, por una parte, tocar temas éticos es molesto, sencillamente porque puede
incomodar a los demás y, por otra, porque exponerlos en el contexto
universitario, donde los enojos son más sutiles, es, sin duda, un moderno tabú.
Tal vez fuera más oportuno hablar de las perfecciones contrarias –la humildad y la caridad–.
Con todo, si es cierto el aserto aristotélico de que, por contraste, el hombre
aprende más de las exposiciones negativas que de las positivas, tal vez lo que
se escribe a continuación pueda beneficiar al lector que, de seguro, podrá
ahondar en lo indicado.
Al
escribir esta exposición se cuenta con otro escollo, a saber, que respecto de
estos males –en especial, la soberbia–,
nadie se puede considerar inmune, ya que nadie parece justificado a reiterar
aquello de “no soy como los demás”, pues se
trata –según enseñaba una Glosa medieval– del pecado universal. De modo
que, si existe alguna persona sin este defecto, esa será sin mancha. En
adelante se procederá, primero, a explicar la soberbia.
El orden será como sigue: al inicio, una exposición del defecto; luego, un
elenco de sus manifestaciones; por último, unas breves propuestas de
corrección, pues en este defecto es magna la necesidad de rectificar.
¿Qué
es la soberbia?
La
palabra “soberbia” se puede entender en dos
sentidos: uno positivo y
poco frecuente, y otro negativo y de
uso ordinario, según si aquello a que se aspira es, respectivamente, bueno o malo.
Esta sería una acepción material del término. Sin embargo, formalmente
hablando, el vocablo designa un vicio negativo del espíritu, el superior a
todos. El sentido positivo es el que, por ejemplo, en una universidad, designa
que ésta lo sigue siendo y crece como tal. En cambio, el negativo es el más
eficaz disolvente de la institución universitaria.
Tomás de
Aquino indica que soberbio es el que tiene un amor desordenado hacia su propio
bien por encima de otros bienes superiores. El sólo hecho de dudar si existen
bienes superiores al propio ya es, pues, síntoma de este defecto. Es amor
desordenado, porque como el soberbio no se conoce como quién es, sino que tiene
un conocimiento de sí como de aquél que quiere ser, desea para él lo que no le
es adecuado. La describe como el apetito
inmoderado de la propia excelencia que, de paso, rebaja la dignidad
ajena. Desde luego, la excelencia es debida a alguna cualidad buena; por eso,
se puede referir a diversas aptitudes humanas. Por el contrario, añade que el
humilde no se preocupa de la propia excelencia, pues se considera indigno.
Advierte también que la soberbia es la madre y reina de todo defecto, es decir,
su origen y su fin. De modo que las otras lacras, como hijas naturales, tienen
cierto parecido a la madre y, asimismo, cierta propensión a rendirle honores.
Otra nota
que el de Aquino atribuye a la soberbia es que este defecto radica en la
voluntad, y, precisamente por considerarla una mala inclinación de esta
potencia humana, añade que el soberbio no se subordina a su recto conocimiento
propio, de modo que pueda percibir por él su distintiva verdad. Por el
contrario, nota que la humildad se
ajusta al adecuado conocimiento que alguien tiene de sí (“donde hay humildad hay sabiduría”, dice la Escritura). Por eso admite que la soberbia
impide la sabiduría. También advierte que las verdades directamente impedidas
por la soberbia son aquellas que se denominaban “afectivas”,
es decir, unas de las más altas que sólo las personas virtuosas conocen
por con naturalidad. En rigor, el fruto seguro de este defecto es la ceguera de
la mente.
No
obstante, si bien se mira, la soberbia no injiere en la voluntad, sino –como su
carcoma– en lo más neurálgico de nuestra intimidad, de donde procede toda
malicia, y a donde toda corrupción se ordena. Sí, nadie se reduce a su
voluntad, y es en esa realidad personal irreductible donde anida la soberbia y
la peor ignorancia, lo cual le llevó a clamar a San Pablo: “de la ceguera del corazón, líbranos Señor”. Por
eso se entiende que la perfección contraria, la humildad, sea –más que una virtud de la voluntad– la
fuente personal de todas las
virtudes. También por esto la humildad, en cuanto que remueve la soberbia, es
la sal que preserva toda virtud. Si el vicio de la soberbia es el más grave,
también será el más tenaz y perdurable, porque es el que está más hondamente
radicado en nuestro ser; tan fuerte que extingue todas las virtudes y corrompe
todas las potencias humanas. Por lo que se refiere sus los tipos, Tomás señala
que uno es el de aquel que se gloría en sus cualidades, y otro el de quien se
arroga lo que le sobrepasa. Obviamente el segundo es peor –también más ciego–
que el primero.
El
carácter distintivo de este defecto respecto de los otros lo cifra el de Aquino
en que en cualquiera de los demás se da siempre cierto defecto; sin embargo, el
mal en éste se toma de la perfección a la que desordenadamente se aspira.
Efectivamente, la soberbia tiende a lo excelso, pero sin un “pequeño detalle”: la rectitud. Se distingue de la
vanidad o vanagloria
(la más afín a aquélla), es decir, del amor a la gloria mundana, porque la
primera es el deseo desproporcionado de cualquier gran realidad; la segunda, en
cambio, tiende a la sóla grandeza externa, la alabanza y el honor, es decir, a
ser considerado superior a quien se es, pues así como el honor social es –según
Aristóteles– el premio debido de la virtud, la soberbia busca ese honor pero
sin virtud. La una es interna (latens in corde38), mientras que otra es
una manifestación suya externa.
La
soberbia se distingue de la avaricia en
que la primera es descabelladamente ávida de bienes inmateriales, mientras que
la segunda lo es de los sensibles. Se diferencia de la lujuria en que ésta engendra torpeza, mientras
que la soberbia intentando “pasarse de lista”
logra la peor ignorancia. De la gula, en que ésta tiende a lo fácil,
mientras que la otra a lo arduo. De la envidia,
en que ésta se entristece por el bien aje-no; en cambio, la soberbia se
entristece por la carencia del bien propio que insensatamente desea. De la pereza, en que ésta –como dice el refrán
castizo– “ni lava ni peina cabeza”, mientras
que la soberbia es trabajosa, pues siempre anda maquinando cómo acrecentar el
propio prestigio. La tentativa de justificación de estas actitudes es –según
indica– plural, pues unas veces se las tiende a disfrazar bajo el aspecto de la
magnanimidad,
otras, bajo el de audacia, ya que el
soberbio pretende –aunque sin orden– aquello que le supera.
Se
presenta la soberbia, sobre todo, en dos frentes, y en ambos se parece a un
tumor maligno y con metástasis: en el de la ciencia, y en el del poder. En cuanto a la ciencia, es bien conocido que
ésta hincha, pues el que se cree que sabe, todavía no sabe cómo es debido. Por
lo que al poder respecta, dos son las posibles causas de soberbia: la altura
del status y las obras. No es extraño, pues, que, sobre todo en una sociedad
como la nuestra donde “mandar” y “obedecer” no significan exclusivamente “servir”, la soberbia se manifieste en el sentirse
“señor” del cargo en vez de “administrador” del mismo. Tomás añade que este
defecto afecta sobremanera a la juventud. Con todo, no es sólo un problema de
gente joven, pues con el paso de los años este defecto parece volverse tan
acrisolado y retorcido como encubierto. También declara que incide más en las
personas públicas que en las privadas.
Seguidamente
se intentan rastrear tres ámbitos de este defecto. Se atiende, en primer lugar,
a la soberbia para consigo mismo; en
segundo lugar, para con los demás y,
por último, con referencia a Dios.
Soberbia
personal
Para
consigo mismo la actitud soberbia lleva al convencimiento
de que sin el propio criterio y experiencia difícilmente se acierta en un
tema o se realiza algo con corrección. Manifestaciones suyas son la arrogancia y la jactancia:
la primera, porque se siente pagado de sus propios éxitos por encima de su
objetiva valía; la segunda, que puede ser de cualidades que no tiene o que
tiene, porque es un afecto interno derivado del propio aprecio. Otra expresión
suya es la pertinacia en el propio
parecer. Otras veces lo es la rotundidad con
que afirma un criterio, incluso aunque con el paso del tiempo (y no mucho) tal
juicio cambie hasta el punto de afirmar –con la misma determinación– lo mismo
que antes se negaba. Algunas, lo es la ambición.
Manifestaciones
de soberbia personal distintas a las precedentes son el suponer que no puede aprender de los demás, la lectura de textos
más por curiosidad o por crítica
que por aprender y salvar la parte de verdad que contienen, pues ningún
hombre, aún sabio, debe rechazar la doctrina del menor. Otra, la de callarse el error grave y perjudicial de un
autor, cuando se debe y ante quienes es debido, so capa de que se tiene cierta
preferencia o sintonía con él. También lo es la perseverancia en el error, pues todo yerro es causado
por la soberbia55. Es propenso a ensoberbecerse quien, siendo de condición
humilde y sin experiencia de gobierno, es elevado a algún cargo.
Soberbia
propia es, sobre todo, creer que el sentido del ser personal que
se es coincide con el del yo que uno
se ha forjado con sus títulos y curriculum y
con el que barniza su mirada y actuación, o sea, su enteenterara vida. Si
alguien se obceca en la afirmación de su propio yo,
va perdiendo de vista su sentido personal,
la mayor donación creatural que ha recibido. En efecto, como enseña Polo, “lo peor para el ser personal es aislarse o
ensoberbecerse, pues el egoísmo y la soberbia agostan el ser donar”. En
el fondo, para captar el sinsentido de la soberbia, tal vez valga la pregunta
del libro de la Sabiduría: “¿De qué nos ha servido la soberbia?”, pues si
por ella agoniza el propio ser personal, tras su pérdida ¿qué se podrá ganar?
Soberbia
respecto de los demás
Para con
los demás, la soberbia lleva a considerarse superior a los otros en demasiados
aspectos, lo cual acarrea la sospecha respecto
de la capacidad ajena. No lo es, en cambio, considerarse superior en
algún aspecto. La soberbia es, obviamente, contraria al amor al prójimo en cuanto que alguien se
prefiere desordenadamente a sí mismo frente los demás y se substrae a su
sujeción. Manifestaciones físicas de este defecto son el andar con el cuello
erguido y tener miradas altivas, indiferentes o, incluso, apartar la vista.
También lo es la discordia debida a la diversidad de pareceres, pues el
orgulloso no favorece la libertad ajena, sino que tiende a uniformar según su unidireccional
criterio. La soberbia promueve asimismo la injuria,
pues tras solidificar una concepción tan fijista como rebajada de demás; se
tiende a ponerles etiquetas cuyo adhesivo tiene la rara virtualidad de ser tan
fuerte y permanente como los juicios severos de que nace. Tales motes
constituyen un jocoso método de difamación.
También nacen de la soberbia el susurro o
la torcida insinuación y la lengua doble.
Asimismo,
el orgulloso se inclina fácilmente a airarse, incluso por nimiedades, cuando algo contraría su
voluntad. Soberbia es también cometer claras injusticias
a los inferiores sin repararlas ni pedir perdón por ellas, pues este
defecto es de tan gran mole que fácilmente, y casi inadvertidamente, deprime la
justicia; también lo es el padecerlas guardando permanente rencor al agresor. Lo es el no ver compañeros
sino subordinados; el fijarse más en
los ajenos defectos que en sus
virtudes; el intento de controlar en concreto el
trabajo de los demás, siendo el propio inmune a todo control; el aparentar
interés ante la presencia de otros cuando en realidad no se ven sino personas
que molestan los propios intereses y llevan a perder el tiempo (hipocresía, en román paladino); la ingratitud de fondo (aunque se cuide la forma)
ante un servicio o trabajo prestado; la crítica
cuando no pretende ser constructiva; el negarse a desempeñar tareas “inferiores” y el excusarse
ante las justas correcciones que se nos hacen, de las que, a veces, se
siguen incluso escándalos, o el evadirse
ante las ayudas que nos piden y buenamente podemos ofrecer. Lo es, desde
luego, el abuso de poder (es decir, “poner bozal al buey que trilla”); el inmiscuirse autoritariamente en asuntos ajenos
que no nos atañen directamente. También el preguntar
no para aprender, sino para poner en un brete al ponente; el objetar no para ayudar, sino para hacer valer
la propia opinión. Lo es asimismo todo lo que provoca nuestra separación de los demás, aunque bien es verdad
que hay que ser más amigo de la verdad que de cualquiera. Lo es la precipitación en las decisiones de gobierno;
la pérdida de tiempo en asuntos
insignificantes; pensar que los demás están a nuestro servicio, no al revés (en
rigor, preguntar ¿quién es mi prójimo?, en vez de: ¿de quién soy prójimo?). Es
soberbia, para quien tiene la capacidad de dirigir sirviendo, eludirla y
separarse de los demás.
Manifestación
de este defecto es la desobediencia por
parte de quienes ocupan cargos inferiores, el desprecio
del mandato, el realizar algo indebido fuera de lo
prescrito. Es muestra de orgullo por parte de los superiores el extralimitarse mandando algo fuera de lo
debido, el sentirse “intocables”, no menos
que “vacas sagradas” de las castas
superiores, que no se sienten súbditos porque a nadie consideran superior. Es
orgullo el desprecio (máxime sin
justificación racional) de cualquier otra opinión, parecer, ajeno. Otra muestra
es el juicio temerario sobre asuntos
inciertos y realidades futuras. Y otras, la indignación,
el desdén hacia el consejo ponderado
ajeno, etc.
La
soberbia se puede manifestar en una afectada
seriedad en el decir, de modo que el lenguaje no es directo y
amable, sino seco y similar al de una partida de ajedrez. La actuación suele
estar acompañada de una conducta formalista,
opuesta a la alegría y sencillez que deben caracterizar la vida corriente. Tal
acartonada gravedad comporta, no pocas veces, un trato duro para con las demás
personas, incluso dictatorial. Ésta derivada rigidez lleva a mostrarse no sólo susceptible ante cualquier comentario ajeno,
sino también a pasar rápidamente a estar a la defensiva, e incluso a ser agresivo.
Con todo, tal dureza pierde la savia de la felicidad. Otro fruto del
orgullo intelectual es el distanciamiento respecto
de los demás, en especial de los inferiores. Su consecuencia en ellos es la falta de confianza, y es claro que donde ésta
escasea, al final el bien común no comparece. Si alguien es el sujeto paciente
–sufriente– de algunas de las precedentes actitudes que caracterizan a ciertos
agentes, debe estar muy agradecido, pues debe verlas como grandes ayudas para
intentar ser humilde.
Soberbia
respecto de Dios
Para con
el ser divino la soberbia cierra progresivamente la apertura incita a él en el
corazón humano. En efecto, la intimidad personal
humana está abierta natural y sobrenaturalmente a la realidad
personal divina que le transciende; el yo, en cambio, se abre siempre a
lo inferior a él. Por tanto, una vida engreída, centrada en el yo, tiende a
perder de su horizonte existencial a Dios. En el fondo, si el yo recaba su
propia finitud, tal pretensión favorece el ateísmo.
Para Agustín de Hipona, la soberbia no es más que una perversa imitación de
Dios, al único que se le debe la gloria y el agradecimiento por todo. En este
sentido, la mayor muestra de este defecto es adscribiese a sí los bienes que se
tienen. En cambio, para Tomás de Aquino, negar a Dios es mayor soberbia que
pretender ser como él. En esa situación no se pierde, desde luego, la “idea” de Dios, pero el trato “personal” con él se torna, primero oneroso, y
luego desaparece, puesto que Dios no es una “idea”,
y nadie en su sano juicio está dispuesto a tratar personalmente con ideas.
La
actitud humana que precede a esta situación es, sin duda, la infidelidad.
Una manifestación de este defecto es la presunción, que concibe a Dios, más que como un Padre, como
una achacosa abuela de ojos ciegos para con los delitos del nieto; en el fondo,
un abuso de la misericordia divina. Otra expresión en esta misma línea es la de
rehuir la veneración debida a Dios,
que puede llegar incluso a la blasfemia.
Se ha indicado que la soberbia es la fuente de todo mal. Ahora cabe añadir que
el inicio de ésta es el apartarse de
Dios. Bien mirado, la soberbia es la secularización del honor divino, es decir,
una ambición secular. En suma, soberbia es hacer la propia voluntad, no la
divina.
La
aversión a Dios que este defecto provoca es distinta a la que provocan los
demás vicios, pues en aquéllos uno se separa del ser divino bien por debilidad
o bien por cierta ignorancia, mientras que en éste el rechazo se produce por el
hecho de que no se le quiere aceptar, ni a él ni a sus mandatos. De otro modo:
los demás vicios huyen de Dios, pero la soberbia se enfrenta a él. Visto
positivamente: respecto de Dios, del hombre, más que decir que “tiene” esperanza es mejor decir que
la “es”. Ahora bien, si la soberbia comporta
un alterado deseo de propia excelencia, será contraria a la esperanza personal
humana. Tomás recoge una Glosa medieval
en la que se añadía que si bien este defecto es lo que más pronto aparta de
Dios, también es lo que más tarda en volver a él. Por lo demás, si las
criaturas dependen libre y esperanzadamente de Dios, no es extraño que quien se
oponga al ser divino rechace también a los demás.
Antídotos
Al
terminar de describir este defecto y algunas de sus manifestaciones se debe dar
cierta pauta de solución. En general, a cualquier persona afectada en mayor o
menor medida por este grave mal le viene bien el dolor y la enfermedad, pues
esta excesiva seguridad profesional amparada en los estamentos es fácilmente
vulnerable, ya que la debilidad humana aparece en la vivencia de cualquier
dolencia, la cual acaba afectando a todos. En efecto, como advierte Polo, “el dolor suspende la soberbia de la vida, el
envanecimiento y la orgullosa seguridad en la propia eficiencia y capacidad
para establecerse y moverse en un orden regular y suficiente, y así deja
patente, sin trabas ni enmascaramientos, la necesidad e indigencia de la
existencia humana en medio del éxito mundano”.
Pero si
alguien no desea esperar a la llegada de la enfermedad para combatir este mal
interno, se le puede aconsejar que, si la soberbia
es respecto de sí, tenga piedad de sí misma, no vaya a ser que
intentando, con denodado esfuerzo, forjar un yo más o menos exitoso en
un contexto sociocultural determinado, no persista en la progresiva búsqueda de
su propio sentido personal novedoso e
irrepetible y lo acabe perdiendo. En cuanto a la faceta de este vicio respecto de los demás, cierta medicina que la
combate bien es el temor al oprobio e ignominia cuando –como en el caso de los
políticos– devienen públicas sus culpas. Otra, el pedir favores a otros. Y por
lo que se refiere al orgullo, es remedio el temor a la réplica divina, pues el
mal siervo, entenebrecido su corazón por la soberbia, no sabe qué hará con él
su señor.
Cabe
indicar también como buenos tratamientos contra la soberbia los siguientes: a
nivel personal, advertir que los más
sabios son personas sencillas. A
nivel racional, el estudio; a nivel
lingüístico y de hechos, la modestia
en el hablar y en el hacer, pues la humildad suena en la voz y, en mayor
medida, en el silencio.
Autor: J.F. Sellés
Facultad de Filosofía
Universidad de Navarra e.mail: jfselles@unav.es
Facultad de Filosofía
Universidad de Navarra e.mail: jfselles@unav.es
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