Una fuerza que puede llegar a ser
poderosísima es el odio. Cuando he escrito la primera frase, seguro que muchos
han pensado en el nazismo o los grandes genocidas. Pero lo que tenía en mente
era el odio anidado en personas sin importancia, individuos de nuestro entorno.
Tampoco tenía en mente el odio
que lleva a matar o a realizar acciones por el estilo. Sino que pensaba en el
pequeño odio, en el odio que eventualmente puede nacer en un compañero, un
vecino, un conocido. Me refiero al odio como a lo contrario al amor. Ese odio
que tiene la persona que inconscientemente te desea el mal, que
inconscientemente se alegra de que te vayan mal las cosas.
Ese pequeño odio, ese odio de
andar por casa, puede ser una fuerza muy poderosa, extraordinariamente férrea y
cruel. Si alguien les preguntase si odian, responderían al momento que no. Pero
si te ocurriera algo malo, no podrían evitar esbozar una sonrisa, quizá incluso
un comentario sarcástico.
Yo no odio a nadie, absolutamente a nadie. Si algo he visto en mi vida
es que el odio es una fuerza extraordinariamente destructiva para el que la
padece. Pocas gotas de odio bastan para amargar, agriar y acidificar el
espíritu de la persona. Además las palabras y acciones de odio se vuelven
siempre contra el que las lanza. Siempre, sin excepción. Incluso los
pensamientos, como ya he dicho, se corrompen en la mente del culpable de un
modo tan desagradable para Dios que yo jamás deseo ofender a Dios con tal
pecado.
P.
FORTEA
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