miércoles, 3 de junio de 2015

A NADIE QUIERO GUARDAR NI EL MÁS MÍNIMO RESENTIMIENTO


Una fuerza que puede llegar a ser poderosísima es el odio. Cuando he escrito la primera frase, seguro que muchos han pensado en el nazismo o los grandes genocidas. Pero lo que tenía en mente era el odio anidado en personas sin importancia, individuos de nuestro entorno.

Tampoco tenía en mente el odio que lleva a matar o a realizar acciones por el estilo. Sino que pensaba en el pequeño odio, en el odio que eventualmente puede nacer en un compañero, un vecino, un conocido. Me refiero al odio como a lo contrario al amor. Ese odio que tiene la persona que inconscientemente te desea el mal, que inconscientemente se alegra de que te vayan mal las cosas.

Ese pequeño odio, ese odio de andar por casa, puede ser una fuerza muy poderosa, extraordinariamente férrea y cruel. Si alguien les preguntase si odian, responderían al momento que no. Pero si te ocurriera algo malo, no podrían evitar esbozar una sonrisa, quizá incluso un comentario sarcástico.

Yo no odio a nadie, absolutamente a nadie. Si algo he visto en mi vida es que el odio es una fuerza extraordinariamente destructiva para el que la padece. Pocas gotas de odio bastan para amargar, agriar y acidificar el espíritu de la persona. Además las palabras y acciones de odio se vuelven siempre contra el que las lanza. Siempre, sin excepción. Incluso los pensamientos, como ya he dicho, se corrompen en la mente del culpable de un modo tan desagradable para Dios que yo jamás deseo ofender a Dios con tal pecado.

P. FORTEA

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