Hace un par de días escuchaba una estupenda
reflexión del mi Obispo, D. Rafael Zornoza, en la que señalaba que en la Fiesta
del Corpus paseamos a Jesús Sacramento por las calles y esto es bueno y bello.
Nada que objetar ni que criticar, porque la presencia de Cristo Sacramento en
las calles es un testimonio de su presencia entre nosotros. Decía D. Rafael,
que aparte de todas las procesiones y actos de tan señalado día, no nos vendría
mal pensar en que nosotros mismos podemos ser custodia de Cristo. Una custodia
que haga presente a Cristo en las calles todos y cada uno de los días del año.
Seguro que alguna persona tuvo que pensar que esto sería llevar las
cosas muy lejos. Seguro que para estas personas un día de fiesta socio-cultural
al año es más que suficiente. Pero el Mensaje y el Misterio son mucho más que
actos sociales e institucionales. ¿No somos templos del Espíritu Santo? ¿A qué
esperamos para intentar llevar a Cristo todos los días en nosotros?
Sin duda cualquiera de las custodias que empleamos para transportar a
Jesús Sacramento es digna e incluso muchas de ellas son joyas y obras de arte.
Sin duda la Sagrada Forma es presencia real de Dios entre nosotros. Pero
tenemos que se conscientes que para Dios, cualquiera de nosotros somos más
valiosos que la más maravillosa custodia. Cuando nosotros llevamos en nosotros
la presencia de Cristo, podemos mostrar que es una verdad viva que respira y
siente.
Es cierto que el pecado nos macha y nos destroza. Mos hace ser custodias
indignas y horribles a los ojos de los demás. Nuestro trato con las demás
personas no suele ser todo lo caritativo que debiera de ser. Nuestro ejemplo no
siempre es digno de un cristiano. Pero recocernos pecadores y sentirnos indignos
de ser portadores de Cristo es el primer paso para dejar que la Gracia de Dios
nos transforme y nos vaya llevando hacia la santidad.
Cuando un hombre crece hacia el interior y aumenta en santidad, llega a
ser algo grande y maravilloso. Pero así como el elefante teme al ratón, el
hombre santo todavía tiene miedo del pecado, porque después de predicar a los
demás, él mismo puede ser desechado (1Co 9:27). (San Juan de Karpathos,
Filocalia. Textos para los monjes de la India)
¿Cómo ser custodias dignas y bellas? Esta pregunta es interesante, ya
que no se trata sólo de hacer presente a Cristo, sino de atraer la mirada y la
atención de los demás. En nuestra sociedad hay demasiado ruido, demasiada
ignorancia e indiferencia. ¿Cuánto ruido llevamos dentro de nosotros? Ruido
emocional, que hace que no seamos qué es lo que realmente queremos y amamos.
Ruido cognitivo, que hace que no tengamos claro cómo juzgar las circunstancias
de nuestra vida. Ruido volitivo, que nos hace intentar estar en doscientas
cosas al mismo tiempo y no estar realmente en ninguna. No es sencillo que una
persona vea más allá de la superficie de lo que se le muestra y además, si lo
logramos, lo conseguiremos sólo unos instantes. Los intereses nos arrastran y
nos impiden ser conscientes de nosotros mismos y de lo que nos rodea.
El ruido nos llena y nos vacía, nos despoja de nosotros mismos. Nos
obliga a ser autómatas que tienen que actuar según las normas que los impone la
sociedad. Hasta los momentos donde no trabajamos, tenemos marcadas pautas que
tenemos que seguir: series de televisión que ver, música que escuchar, noticias
que tragar, consignas que memorizar, vacíos que vestir de plenitud.
No es sencillo que un ser humano del siglo XXI se pare a pensar qué hay
detrás de la apariencia de las custodias que sacamos a las calles en la Fiesta
del Corpus Christi. En todo caso llegamos a una comprensión superficial y
costumbrista de lo que está sucediendo frente a nosotros. Si delante de
nosotros hay un hermano que nos ofrece la Palabra de Cristo, incluso le
prestamos menos atención. Tememos que nos despierten del sueño que vivimos
cotidianamente. Un sueño creado para que nos sintamos en una aparente zona de
confort, que realmente es vacuidad revestida de ciega credulidad.
Pero, no cabe duda que alguna vez tendremos
ganas de despertar y ver lo que realmente hay delante de nosotros. Ese es el
maravilloso momento en que estamos dispuestos a traspasar las apariencias que
nos atrapan. El momento en que estamos dispuestos a escuchar y aceptar el testimonio
que Cristo nos ofrece a través de los Sacramentos y de quienes se acercan a
nosotros para compartir la alegría del Evangelio. Alguna vez tendremos que
aprovecharla realmente ¿No le parece estimado lector?
Néstor
Mora Núñez
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