El
paralítico, incurable, estaba acostado en una camilla. Después de haber agotado
el arte de los médicos, llega, traído por los suyos, al único y verdadero
médico, el médico venido del cielo. Pero cuando lo pusieron delante de aquel
que le podía curar, fue su fe la que atrajo la mirada del Señor. Para demostrar
claramente que esta fe destruía el pecado, Jesús dijo inmediatamente: «Tus
pecados están perdonados». Quizás alguno me dirá: «Este hombre quería ser
curado de su enfermedad ¿por qué Cristo le anuncia la remisión de sus pecados?»
Es para que tú aprendas que Dios ve, en el silencio y sin ruido, el corazón del
hombre y que contempla los caminos de todos los vivos. En efecto, la Escritura
dice: «Los ojos del Señor observan los caminos de los hombres y velan todas sus
sendas» (Pr 5,21)... Sin embargo, cuando Cristo dijo: «Tus pecados están
perdonados» dejaba el campo libre para la incredulidad; el perdón de los
pecados no se ve con nuestros ojos de carne. Entonces, cuando el paralítico se
levanto, puso en evidencia que Cristo posee el poder de Dios. (San Cirilo
de Alejandría)
En los
evangelios de los días entre semana, se esconden perlas que es difícil dejar
pasar sin comentarlas. En este caso traigo el comentario que San Cirilo de
Alejandría hace al Evangelio del pasado jueves 5.
¿Cuántas veces Dios perdona nuestros pecados? Tantas como vivamos el sacramento del perdón. Pero este perdón de los pecados es, tal como dice San Cirilo, un campo libre a la incredulidad. ¿Cuántas veces hemos oído que confesarse delante de un hombre es una humillación y una tontería? Muchas.
Si miramos
de nuevo al evangelio, veremos que hubo algo en el paralítico que hizo que
Cristo realizara un milagro extraordinario delante de los incrédulos. El
paralítico tenía una inmensa confianza en Cristo y eso hizo que abriera su
corazón al Señor. «Los ojos del Señor observan los caminos de los hombres y
velan todas sus sendas» (Pr 5,21) ¿Tenemos nosotros esa Fe?
Sin duda el
paralítico tenía alguna ventaja sobre nosotros. El tuvo al Señor delante de él
y oyó sus palabras. Nosotros no, pero eso no nos impide abrir nuestro corazón
de igual manera que lo hizo el paralítico. En nuestro caso el milagro no es
conseguir que nuestras piernas nos soporten, sino conseguir transformarnos
internamente. La pregunta clave es si vamos a confesarnos con esperanza y
certeza de que el Señor nos transformará, nos levantará de nuestras
infidelidades y errores, para que andemos de Su mano en la vida. Ese milagro también
desorientaría y comprometería a los incrédulos, pero ¿permitimos que el Señor
nos transforme? ¿Permitimos que el Señor nos transforme en signos de su poder y
misericordia?
No es fácil
aceptar que el Señor nos transforme, ya que eso conlleva tantas responsabilidades
que nos asusta sólo pensarlo. Nos convertiríamos en un signo del Señor y eso es
incómodo para nuestra vida actual. ¿Queremos nosotros ser curados de nuestra
enfermedad? Quizás sería interesante reflexionar sobre la razón por la que nos
confesamos y así empezar a abrir el corazón a Cristo.
Es una
realidad que cada vez nos sentimos menos culpables y por lo tanto, menos
necesitados de perdón del Señor. Si no sentimos nuestra suciedad, no tendremos
la necesidad de lavarnos y Dios será cada vez menos necesario en nuestra vida.
Cada vez nos sentimos más capaces de valernos por nosotros mismos. Pero de lo
que no somos conscientes es que esto nos lleva a desentendernos de nuestra
limpieza corazón y esto produce que cada vez veamos menos a Dios en todos y
todo lo que nos rodea. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a
Dios. ¿No vemos a Dios? Esto implica que tenemos que limpiar nuestro corazón.
El enemigo
sabe actuar para separarnos de Dios. ¿Qué mejor forma de alejarnos que hacernos
pensar que no tenemos culpa alguna en nuestra conciencia? Ni siquiera aspiramos
a ser curados, porque no sentimos que necesitemos del perdón.
San Agustín
nos dice lo siguiente: Si dijéramos que no tenemos pecado, nosotros mismos
nos engañamos y no hay verdad en nosotros. Al presente ya está bien vivir sin
pecado y el que piense que vive sin
pecado no aleja de sí el pecado, sino el perdón. (La Ciudad de Dios
14,9,4)
Quien piense
que no peca, lo que hace es alejar de si el perdón, ya que si pensamos que
vivimos si pecado, nos estamos engañando. Necesitamos de que Gracia que nos
transforma y esta Gracia está presente en el sacramento del perdón.
Néstor Mora Núñez
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