No cabe la menos duda de que durante
los años que Dios le conceda…, la vida del hombre sobre la tierra, es siempre
una continua e inacabable disyuntiva. Es necesario estar continuamente
eligiendo; esencialmente entre el bien y el mal, entre el amor y el odio, entre
la luz y las tinieblas. La vida es una continua elección entre lo que nos pide
nuestra carne y lo que demanda nuestra alma. San Pablo nos escribe diciéndonos:
“Para que la justicia de la Ley se cumpliera en nosotros, que ya no vivimos
conforme a la carne sino al espíritu. En efecto, los que viven según la carne
desean lo que es carnal; en cambio, los que viven según el espíritu, desean lo
que es espiritual. Ahora bien, los deseos de la carne conducen a la muerte,
pero los deseos del espíritu conducen a la vida y a la paz, porque los deseos
de la carne se oponen a Dios, ya que no se someten a su Ley, ni pueden hacerlo.
Por eso, los que viven de acuerdo con la carne no pueden agradar a Dios”. (Rm
8,4-8).
Y
teniendo en cuenta lo ya dicho anteriormente, es de ver que el hombre se ve
impelido por su carne a la obtención de bienes materiales y por su espíritu a
la adquisición de viene materiales. Las características de una y otra clase de
bienes, son diferentes y de ambos todos nosotros tenemos necesidad. El que ama
apasionadamente a Dios, piensa: “Sería fantástico no tener necesidad alguna de
bienes materiales, no necesitar comer, no necesitar dormir, no necesitar
cobijarse de las inclemencias del tiempo, y no tener limitación alguna en
satisfacer el deseo de entregarse plenamente al amor del Señor”. La postura
opuesta es la del hombre hedonista, que piensa: “Sería fantástico, poder
satisfacer todos los deseos que mi cuerpo me pide, sin remordimientos ni
conciencia alguna que me inquiete y no morirme nunca, quedarse uno aquí
eternamente, para siempre disfrutando con dinero inagotable de lo que esta vida
ofrece”. Por supuesto que las dos posturas son en cada caso, una quimera, pero
la primera goza de más visos de realidad que la segunda.
En
relación a la persona que ama apasionadamente al Señor, es de señalar que este
apasionado amor está en parte errado y no puede existir, porque Dios son
menosprecio alguno de los bienes espirituales, desea de todos nosotros, que
utilicemos debidamente los bienes materiales, que este debido uso, que no nos
permite el atesoramiento de los bienes materiales hasta llegar a idolatrarlos,
convirtiéndolos en un Dios que no solo puede matar el alma del que los tiene,
sino también del que sin tenerlos, lo desea. Por ello el Señor nos dijo: “Los
discípulos se sorprendieron por estas palabras, pero Jesús continuó diciendo:
Hijos míos, ¡Qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Es más fácil que un
camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de Dios”. (Mc
10,24-25).
Se
ha querido, muchas veces, ponerle sordina, a estas palabras del Señor, para
tranquilizar las conciencias de los ricos, pero no hay vuelta de hoja el amor a
la materia, se posea o no se posea, nos envilece. Se ha dicho que el ojo de la
aguja era una estrecha puerta en las murallas de Jerusalén y otras extrañas
interpretaciones, pues bien sabemos que la hermenéutica y el papel, lo soportan
todo. La realidad es que cuando el Señor quería poner énfasis, en algo de lo
que decía, empleaba una hipérbole, como por ejemplo; la rueda de molino en el
cuello, todos sabemos que el cuello de una persona no puede soportar una rueda
de molino. Si aquí el Señor usó una de las varias hipérboles que utilizó es
porque le dio una extraordinaria importancia al amor de los hombres a la
materia, se posea o no se posea esta, porque tanto corroe al que la tiene como
al que la desea tener.
Por
muy espiritualizada que se encuentre el alma de una persona, esta necesita de
la materia, para vivir cubriendo sus necesidades de alimentación, abrigo, sueño
y sobre todo el cuidado del cuerpo atendiendo a sus necesidades de curación de
males y enfermedades. Dios quiere que sin convertirnos en unos hipocondriacos,
cuidemos nuestros cuerpos y atendamos las necesidades materiales de este, sin
excesos ostentosos, sino con la moderación de la que un buen amante del Señor,
debe de hacer gala de ella en todo momento, pues esto es lo que el Señor desea
de nosotros.
Mientras
estemos en este mundo, tenemos necesidades materiales y espirituales que
cubrir. La tendencia a la que nos lanza nuestra concupiscencia, nos fuerza más
a satisfacer las necesidades materiales que las espirituales. En diferentes
grados, ambas son necesarias y tanto unas como otras necesidades, aumentan en
su grado de demanda si las fomentamos. Si fomentamos la buena vida,
distracciones, viajes, restoranes, hoteles, nunca nos encontraremos satisfechos
y cada día querremos más, y este aumento aún será más fuerte, cuando se trate
de dar satisfacción a los vicios del cuerpo, que dan origen a su vez, a
dependencias, creadas no solo al margen de la Ley divina, sino algunas de ellas
al margen de las mismas leyes humanas.
En
sentido opuesto la actividad espiritual, también fomenta el deseo de obtener
bienes espirituales. Pero la gran diferencia entre la demanda de bienes
materiales y espirituales, se encuentra en que mientras la adquisición de
bienes materiales para su consumo tiene siempre un límite, o bien porque no
haya suficiente dinero para la adquisición o bien porque habiéndolo el cuerpo
del interesado no aguante más; en el caso de la adquisición de bienes
espirituales, no existe límite alguno. Cualquiera de nosotros, potencialmente
podemos dejar chico al más grande de los santos, amando al Señor, más de lo que
este le amó.
La
santidad carece de límites. Solo es necesario conjugar varios factores:
Primero, desearlo de corazón; Segundo estar dispuesto de dar lo que sea
necesario dar, para lograr el fin; Perseverar sin desmayo. Este seguro
cualquiera que si decide aceptar estas tres simple reglas, de su parte el
Señor, pondrá todo lo que se necesario poner para alcanzar la meta. Amar, amar
y amar, entregándose uno de todo corazón y todo lo demás se nos dará por
añadidura.
Mi más
cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del
Carmelo
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