Hemos llegado a un
punto en el que, hasta las cosas más elementales -por esenciales-, de lo que es
“lo católico” están, no ya desdibujadas -eso sería casi pecata minuta para
la que está cayendo-, sino DEMOLIDAS. Y, por tanto, arrancadas del pensamiento
y de la cultura religiosa actuales en el seno de la misma Iglesia Católica,
caso de que se puedan seguir manteniendo dichas palabras. Que tengo mis dudas.
Por este motivo, sobreañadido
al cierto revuelo que ha levantado mi anterior artículo sobre “las
sacerdotas” en la Iglesia Católica, me siento en la
obligación de intentar “clarificar” y poner
negro sobre blanco la doctrina católica sobre el Sacerdocio. Católico, por
supuesto, pues es el único que hay. Y ahí va.
La primero que hay que
recordar, pues ya hay gente que no lo sabe, incluso dentro de la Jerarquía de
la propia Iglesia Católica -¡así está el patio, Juana!-, es que el Sacerdocio Católico ha sido “inventado” -INSTITUIDO- por el mismo
Jesucristo. Lo segundo, en línea con esto, es que el
sacerdote, también: No
sois vosotros los que me habéis elegido, sino que soy Yo el que os he elegido… Y, en otro lugar: Eligió a los que quiso. De entrada, a los Doce, uno por uno: Pedro, Juan, Santiago, Andrés… Y ellos, desde ese instante, se fueron con Él.
¿Para qué los
-nos- eligió? Todo
precipita y se acrisola en el primer Jueves Santo de la Historia de la
Salvación, de “nuestra” Salvación: la última Pascua
de Jesús en la tierra, antes de
padecer. Una Pascua que había deseado comer ardientemente con los suyos.
¿Qué pasó? Seguramente nos lo sabemos de
memoria. O no. En ella, Jesús instituye la Eucaristía, la da como Comunión a
los suyos, y les manda -otorgándoles sus mismos “poderes”
necesariamente-, que hagan eso -lo que acaban de ver, de oír y de
participar en ello- en memoria mía.
Esta Primera Misa de la
Historia de la Providencia Divina sobre todos y cada uno de nosotros -con todos
sus antecedentes y con lo que seguiría-, celebrada por Jesucristo en Persona,
aúna en sí LO NUCLEAR de la vida cristiana y
de nuestra relación con el Señor. Y desde Él, a Dios Padre y a Dios Espíritu
Santo. Y, por supuesto, explica, clarifica y despeja cualquier duda que,
respecto al sacerdote y al sacerdocio, pudiera haber.
Lo primero -pues las cosas tienen su orden propio-, la Consagración del pan y del vino: Esto es mi Cuerpo… Esta es mi
Sangre. Sin posibilidad de error,
de magia, de autosugestión ni de engaño.
Por si quedaba alguna duda: Que es entregado por vosotros…
Que es derramada por vosotros. Y
ahí está el Viernes Santo como demostración inminente, directa, eminente e
inequívoca.
Y
para rematar la faena: Haced esto en
conmemoracion mía: la
Institución del Sacerdocio Católico, para perpetuar, generación tras generación, hasta el final de los
tiempos, no solo el Misterio, ni solo el Sacrificio, sino LA PRESENCIA REAL de Jesucristo todos los días hasta el fin del
mundo, en medio de nosotros. “Lo prometido es deuda": y Cristo cumple.
Así
nace la Iglesia: con Cristo realmente presente para siempre: con su Cuerpo,
con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad. Con la Eucaristía: la Iglesia vive de la Eucaristía. Con los Obispos -los
Apóstoles-: los primeros Sacerdotes, que deberán transmitir su
Sacerdocio hasta el fin del mundo.
Es todo a la vez, porque no hay ni puede haber separación: La Iglesia, la
Jerarquía, el Sacerdocio, la Santa Misa y la Eucaristía: es decir, Cristo. Es una UNIDAD inseparable.
Hasta el punto de que cuando falla algo de esto, en cierto modo, falla todo o
desaparece todo.
Este es el ser del Sacerdote.
Su identidad. Su vida. Su misión. Su servicio. Su finalidad. Su personal
Santidad. Su gozo… Y su “paga": el Señor es el lote de mi heredad.
Ahora mismo, y por siempre.
El sacerdote que pretenda
alimentarse de otra fuente, mirarse en otro espejo, encajar en otro marco,
dedicarse a otras cosas… se ha equivocado; y, si persiste en ese camino, se le
podrían aplicar las palabras de san Pablo: bene curris, sed extra viam! ¡Estás
fuera! O a punto de equivocarte profundamente… y/o de irte.
Por eso se nos ha enseñado -no
sé ahora: yo llevo 41 años de sacerdote en la Iglesia- que “nos Ordenamos para la Eucaristía". Que “el sacerdote, otro Cristo". Que tenemos un
plus de compromiso con nuestra identificación con Cristo, y con nuestro
personal empeño en ser santos: solo así podremos enseñar -y ayudaremos- a ser
santos a los demás. Que este es nuestro Oficio y nuestro Beneficio. Y no
tenemos otro.
Así nos lo enseñaba san
Josemaría Escrivá de Balaguer, con ocasión de las Ordenaciones que se fueron
sucediendo en vida de su Fundador, posteriormente: “El
verano próximo recibirá las Sagradas Órdenes medio centenar de miembros del
Opus Dei. […]
El
santo Sacramento del Orden Sacerdotal será administrado a este grupo de
miembros de la Obra, que cuentan con una valiosa experiencia -de mucho tiempo
tal vez- como médicos, abogados ingenieros, arquitectos, o de otras
diversísimas actividades profesionales. […]
Se
ordenarán para servir. No para mandar, no para brillar, sino para entregarse,
en un silencio incesante y divino, al servicio de todas las almas. Cuando sean
sacerdotes, no se dejarán arrastrar por la tentación de imitar las ocupaciones
y el trabajo de los seglares, aunque se trata de tareas que conocen bien,
porque las han realizado hasta ahora y eso les ha confirmado en una mentalidad
laical que no perderán nunca.
Su
competencia en diversas ramas del saber humano -de la historia, de las ciencia naturales,
de la psicología, del derecho, de la sociología-, aunque necesariamente forma
parte de esa mentalidad laical, no les llevará a querer presentarse como sacerdotes-psicólogos,
sacerdotes-biólogos o sacerdotes-sociólogos: han recibido el Sacramento del
Orden para ser, nada más y nada menos, sacerdotes-sacerdotes sacerdotes cien
por cien.
Posiblemente,
de tantas cuestiones temporales y humanas entienden más que bastantes seglares.
Pero, desde que son clérigos, silencian con alegría esa competencia, para
seguir fortaleciéndose con continua oración, para hablar solo de Dios, para
predicar el Evangelio y administrar los Sacramentos. Esa es, si cabe expresarse
así, su nueva labor profesional, a la que dedican todas las horas del día, que
siempre resultarán pocas: porque es preciso estudiar constantemente la ciencia
de Dios, orientar espiritualmente a tantas almas, oír muchas confesiones,
predicar incansablemente y rezar mucho, mucho, con el corazón siempre puesto en
el Sagrario, donde está realmente presente Él que nos ha escogido para ser
suyos, en una maravillosa entrega llena de gozo, aunque vengan contradicciones,
que a ninguna criatura faltan. […] la vocación de sacerdote aparece revestida
de una dignidad y de una grandeza que nada en la tierra supera”.
Como escribe Donoso Cortés, “La mayor dignidad de los Obispos no está en ser
príncipes, ni la del Pontífice en ser rey: está en que pontífices y obispos son
como sus súbditos, sacerdotes. Su prerrogativa altísima e incomunicable no está
en la gobernación; está en la potestad de hacer a Hijo de Dios esclavo de su
voz, en ofrecer al Hijo al Padre en sacrificio incruento por los delitos del
mundo, en ser los canales por donde se comunica la gracia, y en el supremo e
incomunicable derecho de remitir y de retener los pecados. […] el sacerdocio y
el apostolado y el pontificado están a su servicio [al servicio de todos
los fieles, los hijos de Dios en su Iglesia], que nada se ordena en esta
sociedad prodigiosa para los crecimientos de los que mandan, sino para la
salvación de los que obedecen; […] el término de la acción de todos los
diferentes ministerios está en la congregación de los fieles". Y antes había escrito, hablando de la Iglesia: “Aquí, la dignidad del Súbdito es tan grande, que la del
prelado está en lo que tiene de común con el súbdito”.
Podría seguir, pero creo que,
con lo escrito, es más que suficiente. Además, quien no admite esto le sobran
todas las demás razones. Y el sacerdote que no se queda “satisfecho” con esto, no va bien, no está bien.
Si es el caso, seguiremos con
el tema. De momento, se queda aquí. Si queréis que conteste a preguntas
vuestras, me las mandáis. Y rezad mucho por todos los sacerdotes, que lo
necesitamos: hoy, mucho más que ayer.
José Luis
Aberasturi
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