990. –Además de la procesión del Verbo, hay en Dios
otra, que da origen al Espíritu Santo ¿Cómo explica el Aquinate que deba
afirmarse su existencia?
–En el capítulo siguiente, el
quince de esta cuarta y última parte de la Suma
contra los gentiles, Santo Tomás indica
que: «La autoridad de las divinas Escrituras no
sólo nos declara la existencia del Padre y del Hijo en la Divinidad, sino que
enumera con estos dos al Espíritu Santo».
Son muchos los pasajes de la
Escritura en los que se afirma la existencia del Espíritu Santo. En este
capítulo, Santo Tomás, cita dos, al escribir: «Dice
el Señor: «Id, pues, enseñad a todas las gentes bautizándolas en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19); y dice San Juan: «tres son los que dan testimonio en el cielo: el Padre,
el Verbo y el Espíritu Santo» (1 Jn 5, 7)».
Añade además: «La Sagrada Escritura hace también mención de cierta
procedencia del Espíritu Santo, porque dice en el Evangelio de San Juan:
«cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de parte del Padre, él dará
testimonio de mí» (Jn 15, 26)»[1]. Queda asimismo afirmado, por tanto, en este
texto, que el Paráclito, el abogado y consolador, al que se invoca, por
proceder de las otras dos Personas es distinto de Ellas.
En la Suma teológica, explica también que: «En Dios hay dos procesiones: la del Verbo y otra. Para
patentizarlo hay que tener en cuenta que en Dios no hay procesión más que por
razón de las operaciones que no tienden a algo extrínseco, sino que permanecen
en el mismo agente».
Como también se ha dicho: «en la naturaleza intelectual, esta clase de acciones son
la del entendimiento y la de la voluntad. Por la acción de la inteligencia se
produce el verbo, y por la operación de la voluntad hay también en nosotros
otra procesión, que es la procesión del amor, por la cual lo amado está en el
que ama, como por la concepción del verbo la cosa dicha o entendida está en el
que entiende. De aquí pues, que además de la procesión del verbo, se admita en
Dios otra procesión, que es la procesión del amor»[2].
991. –Al igual que se presentaron argumentos contra la
procesión divina del verbo, ¿ocurrió lo mismo con la procesión del Espíritu
Santo?
–En el capítulo siguiente de
la Suma contra los gentiles, advierte
asimismo Santo Tomás que: «algunos creyeron que el
Espíritu Santo era una criatura superior a las otras, y se sirvieron de
testimonios de la Sagrada Escritura para afirmarlo». Por tanto, negaban
la divinidad del Espíritu Santo y lo reducían a criatura, e intentaban probarlo
con textos escriturísticos.
Por ejemplo, señalaban lo que:
«dice el Señor, hablando del Espíritu Santo: «No
hablará de sí mismo, sino que hablará de todo lo que haya oído» (Jn 16, 13). De
lo que parece seguirse que nada dice apoyándose en su propia autoridad, sino
que sirve comosiervo aquien le manda; porque el decir lo que uno escucha parece
ser cosa propia de siervos. Luego, al parecer, el Espíritu Santo es una
criatura sometida a Dios».
Otra pretendida prueba era la
siguiente: «Igualmente, el ser enviado es propio de
un inferior, pues quien envía cuenta con autoridad para hacerlo. El Espíritu
Santo es enviado por el Padre y el Hijo. Dice el Señor: «El Espíritu Santo
Paráclito que el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas» (Jn
14, 26); y «cuando venga el Paráclito que yo os
enviaré de parte del Padre» (Jn 15, 26). Por
lo tanto, parece que el Espíritu Santo es menor que el Padre y el Hijo».
Se presentaba asimismo la
siguiente dificultad: «La Escritura divina, al
asociar el Hijo al Padre en lo que parece ser propio de la Divinidad, no hace
mención del Espíritu Santo, como se ve cuando se dice: «Nadie conoce al Hijo
sino el Padre y ninguno conoce el Padre sino el Hijo» (Mt 11, 27), sin
hacer mención del Espíritu Santo. Y «Esta es la
vida eterna que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y Jesucristo, a quien
enviaste» (Jn 17, 3)», en donde
tampoco se hace mención del Espíritu Santo».
Además, argumentaban: «también San Pablo dice: «La gracia y la paz con
vosotros, de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo» (Rm
1, 7); y «Para nosotros no hay más que un Dios
Padre, de quien todo procede y para quien somos nosotros, y un solo Señor
Jesucristo, por quien son todas las cosas y nosotros también» (1 Cor 8,
6), tampoco aquí se alude al Espíritu Santo. En
consecuencia, parece que el Espíritu Santo no es Dios».
Por último, argüían, por una
parte: «Si el Espíritu Santo es verdadero Dios
tendrá, necesariamente, naturaleza divina; y así, como el Espíritu Santo
«procede del Padre» (Jn 15, 26) es preciso
que de Él reciba la naturaleza divina. Lo que recibe la naturaleza de quien lo
produce es engendrado por él, pues es propio de lo engendrado el ser producido
en la especie semejante a la de su principio. Luego el Espíritu Santo será
engendrado y, por tanto, Hijo. Lo cual se opone a la verdadera fe».
Por otra: «si el Espíritu Santo recibe del Padre la naturaleza
divina, y no como engendrado, la naturaleza divina tendrá que comunicarse
necesariamente de dos maneras, es decir: a modo de generación, como procede el
Hijo, y por aquel otro modo según el cual procede el Espíritu Santo. Pero,
consideradas todas las naturalezas, se ve que a ninguna le puede convenir el
comunicarse de dos maneras. Luego parece que, no recibiendo el Espíritu Santo
la naturaleza por generación, tampoco debe recibirla de otro modo. Y así parece
ser que no es verdadero Dios».
992. –¿Quiénes negaban que
el Espíritu Santo fuese Dios?
–Indica finalmente Santo Tomás
que: «ésta fue la opinión de Arrio, el cual afirmó
que el Hijo y el Espíritu Santo eran criaturas; sin embargo, dijo que el Hijo
era superior y que el Espíritu Santo era su ministro, como sostenía también que
el Hijo era menor que el Padre».
Seguidamente explica que: «en lo referente al Espíritu Santo le siguió Macedonio:
«Quien pensó rectamente que el Padre y el Hijo tienen una misma substancia;
cosa que no atribuyó al Espíritu Santo, por considerarlo una criatura. Y por
esto algunos llamaron a los macedonios semiarrianos, porque en parte convienen
con los arrianos y en parte discrepan»[3].
La herejía de Macedonio (siglo
IV) fue condenada en el primer Concilio de Constantinopla (s. IV). En esta
época, explica Francisco Canals: «aparece un tipo
de semiarrianos que (…) reconocen que el Verbo es Dios, pero se resisten a
reconocer que el Espíritu Santo enviado por Cristo desde el Padre sea también
Dios. Son los macedonianos, o pneumatómacos, que significa «los que combaten al
Espíritu».
En la defensa de la divinidad
del Espíritu Santo, agrega Canals: «nos encontramos
con una cuestión muy profunda. San Atanasio polemiza contra ellos con un
argumento que también había empleado contra los arrianos que negaban la
divinidad de Cristo. Los cristianos estamos destinados a tener nuestra
realización completa como lo que ya somos cuando veamos Dios cara a cara, y
viéndole cara a cara vivamos de su misma vida. Cuando aparezca lo que ya somos,
veremos a Dios como Él nos ve a nosotros (1 Jn 3, 1-2)».
Añade seguidamente que: «la excesiva atención dada a la ley moral, como si fuese
un código, sin ver que se nos manda aquello, porque se nos manda proceder según
lo que somos. La heterogeneidad de la ley evangélica sobre una ley moral
natural está en que ahora ya no debemos obrar meramente como hombres, según
nuestra naturaleza humana, sino como hijos de Dios, según la naturaleza divina.
Por eso, todas las virtudes cristianas asumen todo lo natural, pero lo
trascienden para ponernos en familia de Dios»[4].
Como: «en
el siglo IV esto era tan claro que no se atrevían a negarlo ni los arrianos, ni
aquellos a los que los arrianos querían contaminar», era utilizado
contra ellos en un «argumento», que era el
siguiente: «Cristo te da vida divina. Si él fuese
un Hijo adoptivo o un instrumento de Dios, entonces, por incorpórate a Él, no
te ocurriría nada. Si eres miembro de Cristo, si eres verdaderamente hijo de
Dios es porque Él es el Hijo natural eterno de Dios. El Espíritu Santo te es
enviado a tu corazón, y porque eres hijo de Dios, te es dado el Espíritu de
adopción que nos permite decir a Dios: «Abba Padre». Este Espíritu que nos
envía Dios y habita en nosotros, por el cual somos hijos de Dios, es Dios mismo
enviado al alma»[5].
993. –Afirma el Aquinate que: «con testimonios
evidentes de la Escritura se demuestra que el Espíritu Santo es Dios». ¿Cuáles
son estos testimonios?
–Uno de ellos son las palabras
de San Pablo: ««¿No sabéis que vuestros miembros
son templos del Espíritu Santo?» (1 Cor 6, 19)»,
y como: «ningún templo se consagra sino a
Dios», debe concluirse que «el Espíritu
Santo es Dios».
Otro es lo que dice también
San Pablo: »El Espíritu lo escudriña todo, aun las
profundidades de Dios. Porque, ¿qué hombre conoce las cosas del hombre, sino el
espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció las cosas de
Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Cor 2, 10-11). Mas el comprender
todos los misterios de Dios no está al alcance de criatura alguna, como vemos
por esto que dice el Señor: «nadie conoce al Hijo
sino el Padre, y ni ninguno conoce al Padre, sino el Hijo» (Mt 11, 27),
E Isaías, en nombre de Dios, dice: «Mi secreto es para
mí» (Is 24, 16). Luego, el Espíritu Santo no es criatura», y, por tanto,
es Dios.
Además: «en conformidad con la comparación del Apóstol, la
relación del Espíritu Santo con Dios es como la que tiene el espíritu del
hombre con el hombre. El espíritu del hombre es intrínseco al hombre, y no es
de distinta naturaleza que la suya, sino que es algo suyo. Luego, tampoco el
Espíritu Santo tiene distinta naturaleza que Dios».
Con otros pasajes de la
Sagrada Escritura: «descubrimos que es Dios quien
ha hablado por los profetas (…) y se prueba claramente que el Espíritu Santo ha
hablado por los profetas, pues se dice en los Hechos de los Apóstoles:
«era necesario que se cumpliese la Escritura que el Espíritu Santo predijo por
boca de David». Y el Señor: «¿cómo dicen los
escribas que Cristo es hijo de David? David inspirado en el Espíritu Santo le
llama Señor, diciendo: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha» (Mt
22, 43-44). Y San Pedro: «en ningún momento la
profecía fue hecha por la voluntad del hombre, sino que los santos hombres de
Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo» (2 Pd 1, 21)». En consecuencia,
deducimos claramente de las Escrituras que el Espíritu Santo es Dios».
De modo más preciso debe
sostenerse que: «La revelación de los misterios
aparece en las Escrituras como obra privativa de Dios, porque se dice en
Daniel: «hay un Dios en el cielo que revela los misterios» (Dn 2, 28).
La revelación de los misterios aparece como obra propia del Espíritu Santo,
pues dice San Pablo: «Dios nos lo reveló por su
Espíritu» (1 Cor 2, 10); y más adelante en el mismo lugar: «El Espíritu habla misterios» (1 Cor 14, 2). Por lo tanto, el Espíritu Santo es Dios».
994. –¿Se afirma directamente, en la Escritura, que el
Espíritu Santo es Dios?
–Indica Santo Tomás que, por
un aparte: «en la Escritura el Espíritu Santo es
llamado expresamente Dios. Dice San Pedro en los Hechos de los Apóstoles:
«Ananías ¿por qué Satanás tentó a tu corazón para que tú mintieses al Espíritu
Santo y defraudases en el precio del campo? (Hch 5, 3). Y añade: «No has mentido a los hombres, sino a Dios» (Hch
5, 4). Luego, el Espíritu Santo es Dios».
Por otra, que: «Si el Espíritu Santo no es Dios, es preciso que sea
alguna criatura. Pero es indiscutible, que no es una criatura corporal. Y
tampoco es espiritual. Porque ninguna criatura es infundida en una criatura
espiritual, puesto que la criatura no es participable, sino más bien
participante». Las criaturas participan del ser y de los llamados
trascendentales –unidad, verdad y bondad–. No pueden ser infundidas a otra
criatura. En cambio: «El Espíritu Santo es
infundido en las almas de los santos, como participado por ellos, porque se lee
que Cristo y también los apóstoles estuvieron llenos de Él. Por lo tanto, el
Espíritu Santo no es criatura, sino Dios».
995. –Aunque según la Escritura: «resulta evidente que
el Espíritu Santo es Dios»[6],
advierte el Aquinate que: «como algunos aseguran que el Espíritu Santo no es
una persona subsistente, sino que es o la divinidad del Padre y del Hijo, como
parece dijeron algunos macedonianos, o incluso alguna perfección accidental de
nuestra mente, que hemos recibido de Dios, por ejemplo, la sabiduría, la
caridad, u otra parecida, que nosotros participamos como ciertos accidentes
creados». Por ello: «debemos demostrar, en contra de ellos, que el Espíritu
Santo no es ninguna de estas cosas». ¿Cómo lo demuestra el Aquinate?
–En primer lugar, para probar
que el Espíritu Santo no es una cualidad accidental recibida, que posea el
espíritu humano, recuerda Santo Tomás, por una parte, que: «Las formas accidentales no obran propiamente. Quien
obra, en realidad, es el que las posee, y, además, al arbitrio de su voluntad.
Por ejemplo, el hombre sabio se sirve de la sabiduría cuando quiere». En
cambio, por no ser un accidente de un sujeto: «El Espíritu Santo obra cuando
quiere, según se ha demostrado (IV, c. 17). No debemos considerar, por tanto,
al Espíritu Santo como cierta perfección accidental de la mente».
Por otra, que: «El Espíritu Santo, como nos enseñan las Escrituras, es
la causa de todas las perfecciones de la mente humana. Dice San Pablo: «la
caridad de Dios está difundida en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que
se nos ha dado» (Rm 5, 5); y también: «a uno
es dada palabra de sabiduría por el Espíritu; a otro palabra de ciencia según
el mismo Espíritu» (2 Cor 12, 8); y así de las demás. Por consiguiente no debemos creer que el Espíritu Santo
sea una perfección accidental de la mente humana ya que es la causa de todas
esas perfecciones».
En segundo lugar, respecto a
que: «con el nombre de Espíritu Santo se designa la
esencia del Padre y del Hijo de modo que no se distinga personalmente de
ninguno de los dos», prueba Santo Tomás que «es
contrario a lo que la Escritura nos enseña sobre el Espíritu Santo» con
tres argumentos.
El primero es el siguiente: «se dice en
el Evangelio de San Juan que el Espíritu Santo «procede
del Padre» (Jn 15, 26) y que «recibe del
Hijo» (Jn 16, 14); y esto no puede referirse a la esencia divina, pues
ésta ni procede del Padre ni recibe del Hijo. Luego
es necesario afirmar que el Espíritu Santo es una persona subsistente»,
En el segundo, se argumenta: «La Sagrada Escritura habla manifiestamente del Espíritu
Santo como de una persona subsistente; se dice en los Hechos de los
Apóstoles: «Estando ellos celebrando el culto al Señor y ayunando, les dijo
el Espíritu Santo: Separadme a Saulo y a Bernabé para la obra a la que los he
destinado» (Hch 13, 2); y más adelante: «ellos,
enviados así por el Espíritu Santo, se fueron» (Act 15, 28). En este
mismo lugar dicen los apóstoles: «ha parecido al
Espíritu Santo y a nosotros no imponerles más carga que estas cosas necesarias»
(Hch 15, 28). Y todo esto no se diría del Espíritu Santo si no fuese una
persona subsistente. Por lo tanto, el Espíritu
Santo es una persona subsistente».
En el tercer y
último argumento,
se basa en tres pasajes de la Escritura. «Dice el
Señor a los discípulos: «Id , enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19); y San
Pablo: «La gracia del Señor Jesucristo y la caridad
de Dios y la comunicación del Espíritu Santo sean con todos vosotros» (2
Cor 13, 13); y San Juan: «Tres son los que dan
testimonios en el cielo: el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo; y estos tres
son una misma cosa» (1 Jn, 5, 7)».
Se puede así inferir que: «Siendo el Padre y el Hijo personas subsistentes y de
naturaleza divina, el Espíritu Santo no sería enumerado con ellos si no fuera
El también una persona subsistente en la naturaleza divina». Además,
estas citas demuestran que el Espíritu Santo: «no
sólo es persona subsistente, como el Padre y el Hijo, sino que tiene también
con ellos unidad de esencia».
996. –Se podría objetar, como nota el mismo Aquinate,
que: «una cosa es el «espíritu» y otra el «Espíritu Santo» Pues en algunos de
los textos aducidos se dice «Espíritu de Dios» y en otros «Espíritu Santo». ¿Cómo
se puede solucionar esta dificultad?
–A la objeción responde Santo
Tomás que: »Espíritu de Dios» y «Espíritu Santo» son lo mismo». Una primera confirmación de ello está: «en las palabras de San Pablo: «A nosotros nos lo reveló
Dios por el Espíritu Santo», añade en confirmación de esto que «el Espíritu
todo lo escudriña, hasta las profundidades de Dios» y termina: «Así también las cosas de Dios ninguno las conoce sino el
Espíritu de Dios» (1 Cor 2, 10). Por lo cual
vemos claramente que es lo mismo Espíritu Santo y Espíritu de Dios».
Una segunda razón de la verdad de esta
identificación: «lo demuestra el dicho del Señor:
«no seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que
hable en vosotros» (Mt 10, 20). En lugar de estas palabras, dice San
Marcos: «No seréis vosotros los que habléis sino el
Espíritu Santo» (Mc 13, 11). Lo mismo es,
pues, Espíritu Santo y Espíritu de Dios».
997. –Todavía se podría objetar a este segundo argumento
que lo dicho en las dos citas evangélicas se podría «entender de la misma
manera como el diablo llena o inhabita en algunos». ¿No queda así
evidenciado que el Espíritu Santo, aunque inhabite el alma humana, podría ser
una criatura?
–Es cierto
que el demonio, que es una criatura puede habitar en el hombre. Así «de Judas
afirma San Juan que «después del bocado entró en él
Satanás»; y San Pedro dice en los Hechos
de los Apóstoles –como se lee en
algunos manuscritos–: «Ananías, ¿por qué Satanás
llenó –«tentó», en la Vulgata– tu corazón?» (Hch 2, 15)». Sin embargo, la posesión diabólica sólo supone
la invasión en el cuerpo.
El diablo, no puede poseer la
esencia o naturaleza humana, porque no puede estar presente en el alma del
hombre. Sólo puede hacerlo Dios por su presencia de inmensidad, –que implica
que lo sea por esencia, o en cuanto da y conserva el ser; por presencia, por
estar siempre bajo la visión de Dios; y por potencia o por poder–, y también
por la inhabitación del Espíritu Santo, en el alma justificada o en gracia. «Siendo el diablo una criatura, según consta por lo
dicho, no llena a nadie haciéndole participar de sí», o de su propia
vida, «ni tampoco puede inhabitar en una mente con su propia substancia».
Cuando se habla de posesión
diabólica, se hace porque el diablo invade el cuerpo de un hombre y llega a
dominarlo despóticamente como si fuera suyo, pero no su alma. Y cuando se dice
que «llena a algunos» es «por los efectos de su maldad». Por ello: «dice San Pablo a cierto sujeto: «¡Oh lleno de todo
engaño y de toda mentira!» (Hch 13, 10)»[7].
De manera que: «una tal asunción lleva a una unión
parecida a la del motor con la cosa que mueve, tal como es la del navegante con
la nave, pero no como la que se da entre la forma y la materia»[8],
o el alma y el cuerpo. En lugar de la propia alma, el cuerpo es dirigido por el
demonio, es decir, por algo extrínseco a la naturaleza humana.
En cambio: «el Espíritu Santo, como es Dios, inhabita en la mente
por su substancia y nos hace buenos por la participación de sí, puesto que El,
por ser Dios, es la bondad misma. Y esto no puede decirse de verdad de criatura
alguna. Y, no obstante, esto no excluye que llene por efecto de su poder las
mentes de los santos».
Por consiguiente, la presencia
o inhabitación del Espíritu Santo no afecta a que no pueda admitirse la
divinidad del Espíritu Santo, porque «los citados
testimonios manifiestan de muchas maneras que el Espíritu Santo no es criatura,
sino verdadero Dios»[9].
998. –¿En qué consiste la presencia de inhabitación del
Espíritu Santo?
–La presencia
real del Espíritu Santo es también la de las otras dos personas de la Santísima
Trinidad, porque donde está una divina persona están también las demás Las tres
personas divinas son inseparables absolutamente, por poseer la misma esencia y
por la circuminsesión, o el estar cada una en las otras dos coexistiendo y
compenetrándose mutuamente.
No obstante, cada una de
ellas, respecto a las criaturas tiene un ser enviado a ellas o una especial «misión». Explica Santo Tomás que: «Ser enviada corresponde a la persona divina por cuanto
existe en alguien de un modo nuevo, y le corresponde ser dada, en cuanto
es tenida por alguien, y ninguna de estas dos cosas puede suceder más que por
razón de la gracia que nos hace gratos a Dios», por la llamada gracia
santificante.
Con la realidad creada de la
gracia, que da una participación de la naturaleza divina, se da también una
presencia de Dios trino. «Hay un modo común por el
cual está Dios en todas las cosas por esencia, presencia y potencia, como la
causa en los efectos que participan de su bondad. Sobre este modo común hay
otro especial que conviene a la criatura racional, en la cual se dice que se
halla Dios como lo conocido en el que conoce y lo amado en el que ama».
Puesto que, por la gracia, con
las virtudes y dones que le acompañan: «la criatura
racional, conociendo y amando, alcanza por su operación hasta al mismo Dios,
según este modo especial, no solamente se dice que Dios está en la criatura
racional, sino también que habita en ella como en su templo».
Por esta presencia, es posible
la experimentación mística Dios. Explica Santo Tomás que: «no se dice que tenemos sino aquello de que libremente
podemos usar y disfrutar, y sólo por la gracia que nos hace gratos a Dios
tenemos la potestad de disfrutar de la persona divina»[10].
De manera que: «por el don de la gracia que nos
hace gratos a Dios es perfeccionada la criatura racional, no sólo para usar
libremente de aquel don creado, sino para gozar de la misma persona divina»[11].
Puede concluirse, por todo
ello, que: «en el mismo don de la gracia que nos
hace gratos a Dios se posee al Espíritu Santo y habita en el hombre»[12].
Dios Trino habita en el alma en gracia, pero se atribuye al Espíritu Santo, no
porque su presencia sea especial, sino porque la misma es un efecto del amor
divino y Amor es el nombre propio del Espíritu Santo.
Sobre esta apropiación
explicaba el papa León XIII que: «Con gran
propiedad, la Iglesia acostumbra atribuir al Padre las obras del poder; al
Hijo, las de la sabiduría; al Espíritu Santo, las del amor. No porque todas las
perfecciones y todas las obras ad extra no sean comunes a las
tres divinas Personas, pues «indivisibles son las obras de la Trinidad, como
indivisa es su esencia» (S. Agustín, Sobre la Trindt. I, 4 y 5);
porque así como las tres Personas divinas son
inseparables, así obran inseparablemente (Ibíd.); sino que por una
cierta relación y como afinidad que existe entre las obras externas y el
carácter «propio» de cada Persona, se
atribuyen a una más bien que a las otras, o –como dicen– «se apropian» (Santo Tomás, Suma Teológica,
I, q. 39, a. 7)»[13].
Igualmente San Juan Pablo II,
en su encíclica sobre el Espíritu Santo, explicaba que: «Dios,
en su vida íntima, «es amor» (1 Jn 4, 8, 16), amor esencial, común a las
tres Personas divinas. El Espíritu Santo es amor personal como Espíritu del
Padre y del Hijo. Por esto «sondea hasta las profundidades de Dios» (1
Cor 2, 10), como Amor-don increado. Puede
decirse que en el Espíritu Santo la vida íntima de Dios uno y trino se hace
enteramente don, intercambio del amor recíproco entre las Personas divinas, y
que por el Espíritu Santo Dios «existe» como
don. El Espíritu Santo es pues la expresión
personal de esta donación, de este ser-amor (Cf. Santo
Tomás, Sum Teol,. I, qq. 37-38). Es
Persona-amor. Es Persona-don».
El Espíritu Santo es Dios
dado, porque: «Al mismo tiempo, el Espíritu Santo,
consustancial al Padre y al Hijo en la divinidad, es amor y don (increado) del
que deriva como de una fuente (fons vivus) toda dádiva a
las criaturas (don creado): la donación de la existencia a todas las cosas
mediante la creación; la donación de la gracia a los hombres mediante toda la
economía de la salvación. Como escribe el apóstol Pablo: «El amor de Dios ha
sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido
dado» (Rm 5, 5) »[14].
999. –¿Cómo es el modo de la existencia que tiene
Dios por inhabitación?
–Se han dado varias
interpretaciones sobre la explicación de Santo Tomás sobre el modo como se
realiza más concretamente la inhabitación divina. Sin embargo, lo más
importante es tener en cuenta las palabras del papa Pío XII en la encíclica Mystici Corporis Christi: «para la inteligencia y explicación de esta recóndita
doctrina ―que se refiere a nuestra unión con el divino Redentor y de modo
especial a la inhabitación del Espíritu Santo en nuestras almas― se
interponen muchos velos, en los que la misma doctrina queda como envuelta por
cierta oscuridad, supuesta la debilidad de nuestra mente».
Nota asimismo el Papa que: «se trata de un misterio oculto, el cual, mientras
estemos en este destierro terrenal, de ningún modo se podrá penetrar con plena
claridad ni expresarse con lengua humana. Se dice que las divinas
Personas habitan en cuanto que, estando presentes de una manera inescrutable en
las almas creadas dotadas de entendimiento, entran en relación con ellas por el
conocimiento y el amor (Cf. Sum. teol. I q.43 a.3, in c.), aunque completamente íntimo y singular, absolutamente
sobrenatural».
Por último, recuerda que: «al hablar nuestro sapientísimo antecesor León XIII, de
feliz memoria, de esta nuestra unión con Cristo y del divino Paráclito que en
nosotros habita, tiende sus ojos a aquella visión beatífica por la que esta
misma trabazón mística obtendrá algún día en los cielos su cumplimiento y
perfección, y dice: «Esta admirable unión, que propiamente se llama
inhabitación, y que sólo en la condición o estado (viadores, en la tierra), mas
no en la esencia, se diferencia de aquella con que Dios abraza a los del cielo,
beatificándolos» (Divinum illud munus, 11 ). Con la cual visión será posible, de una manera
absolutamente inefable, contemplar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo con
los ojos de la mente, elevados por luz superior; asistir de cerca por toda la
eternidad a las procesiones de las personas divinas y ser feliz con un gozo muy
semejante al que hace feliz a la santísima e indivisa Trinidad»[15].
1000. –¿Qué significa que la inhabitación en la
«esencia» del hombre es lo mismo que el «abrazo» de Dios en la gloria?
–Afirma San Pablo que: «Todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos
como en un espejo la gloria del Señor, vamos siendo transformados en su misma
imagen, cada vez más gloriosos, según obra en nosotros el Espíritu del Señor»[16].
Al comentar este versículo,
explica Santo Tomás que: «Los judíos veían cierta
gloria en el rostro de Moisés por haber hablado él con Dios; pero esta gloria
era imperfecta, porque no era la claridad por la cual Dios mismo es glorioso, y
esto sería conocer al propio Dios o bien a la gloria del Señor, esto es, al
Hijo de Dios». Nosotros, como explica San Pablo, «reflejamos como en un espejo», lo que significa que lo
hacemos: «conociendo al mismo Dios glorioso
mediante el espejo de la razón, en la cual hay cierta imagen de Él mismo; y lo
contemplamos cuando por la consideración de sí mismo asciende el hombre a
cierto conocimiento de Dios, y así es transformado».
Tal transformación se explica
porque: «como todo conocimiento es por la
asimilación del cognoscente a lo conocido, es preciso que quienes ven se
transformen de alguna manera en Dios. Y si en verdad perfectamente ven,
perfectamente se transforman, como los bienaventurados en la patria por la
unión de fruición. Como se dice en la Escritura: «Sabemos que cuando se
manifieste seremos semejantes a Él» (1 Jn 3, 2). Más si se ve
imperfectamente, imperfectamente se transformará uno, como aquí por la fe, «porque ahora vemos como por un espejo, oscuramente» (1
Cor 13, 12); y por eso se dice en el versículo «en
su misma imagen». Esto es, tal como lo vemos».
La indicación «cada vez más gloriosos» permite que se pueda
distinguir: «un triple grado de conocimiento en los
discípulos de Cristo. El primero es de la claridad del conocimiento natural a
la claridad del conocimiento de la fe. El segundo es de la claridad del
conocimiento del Antiguo Testamento a la claridad del conocimiento de la gracia
del Nuevo Testamento. El tercero es de la claridad del conocimiento natural y
del Antiguo y del Nuevo Testamento a la claridad de la visión eterna»[17].
Idéntica interpretación dio
Newman. Explica el santo inglés que, en este versículo: «San Pablo contrasta las sombras y prendas en el Antiguo Testamento de
la «gloria que debía seguir» (1 Pdr 1, 11) a la venida de Cristo, con
esa gloria misma. Dice que ni él ni sus hermanos los apóstoles son como Moisés,
«que se ponía un velo sobre la cara» (2 Cor
3, 13). Al final, la gloria de Dios en todo su esplendor es el privilegio y el
derecho de nacimiento de todos los creyentes, que ahora «con el rostro desvelado de Cristo, el Salvador, contemplan el reflejo
de la gloria del Señor» y se transforman «en
su semejanza de una medida de gloria a otra». Las palabras del Salvador
en su última oración por loa apóstoles, y por todos sus discípulos comprendidos
en ellos, nos transmiten esa misma verdad misericordiosa. «Yo les he dado la gloria que Tú me diste» (Jn 17,
22), dice»[18].
Seguidamente comenta: «Esta Alianza de gloria bajo la que subsiste ahora la
Iglesia la llama San Pablo en el mismo capítulo «el ministerio del Espíritu» (2
Cor 3, 8), y en el texto se nos dice que somos transformados en la gloriosa
imagen de Cristo «por el Espíritu del Señor».
Precisa también que: «La Iglesia al ser honrada y exaltada así por la
presencia del espíritu de Cristo, se la llama «el Reino de Dios», «el Reino de
los Cielos». El Señor también la llama así: «El
Reino de los Cielos está al llegar» (Mt 10, 7) y «si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de
Dios» (Jn 3, 5)»[19].
Como consecuencia: «Desde entonces la Iglesia cristiana es un cielo en la
tierra, y no es de extrañar que en un sentido y otro, su rasgo distintivo, su
don, sea la gloria, porque este es el único atributo que siempre asociamos a la
idea misma del cielo, según los indicios que nos da la Escritura»[20].
1001. –¿El Espíritu Santo se concede a todos los
cristianos?
También recuerda Newman que el
don del Espíritu Santo es concedido a cada miembro de la Iglesia, porque: «se imparte a todos en el Bautismo, como se deduce
directamente de las palabras del Señor en su conversación con Nicodemo, en que
hace del nacimiento mediante el Espíritu –del que también declara que se
realiza mediante el Bautismo– el único medio de entrar en su Reino »[21].
El problema se encuentra en
que: «si se hace resistencia al Don, su presencia
se va retirando poco a poco y al ser obstaculizado en su fin principal –la
santificación de nuestra naturaleza– se pierden también sus otros beneficios.
Así parece actuar el Todopoderoso. Si pudiéramos ver las almas de los hombres,
veríamos esto, sin duda: las de los niños recién bautizados brillantes como los
querubines, como llamas de fuego elevadas hacia el cielo en sacrificio a Dios;
luego a medida que pasábamos de la infancia al estado adulto, su luz interior
palidecía o se fortalecía según los casos; y, de los hombres maduros, la
mayoría, por desgracia, no daría más que pruebas dolorosas de que el Señor
estuvo alguna vez con ellos; solo quedarían, aquí y allá, algunos testigos
aislados de Cristo; y también estos, cruzados por todas partes de las
cicatrices del pecado»[22].
Algo parecido temía San
Agustín, porque al comentar el pasaje evangélico de la curación de los dos
ciegos de Jericó[23],
decía a sus fieles: «Es necesario
que griten los que se hallan sentados a la vera del camino. La muchedumbre que
acompañaba al Señor reprimía el grito de los que buscaban su salud. Hermanos,
¿os dais cuenta de lo que digo? Pues no sé cómo decirlo, pero sé menos aún cómo
callar. Esto es lo que digo y lo digo abiertamente: Temo a Jesús en cuanto pasa
y en cuanto permanece y por eso no puedo callar».
La razón de este temor se
explica, porque: «Los buenos cristianos, los
realmente entusiastas y deseosos de cumplir los preceptos de Dios escritos en
el Evangelio, se sienten impedidos por los cristianos malos y tibios. La
muchedumbre misma que acompaña al Señor les prohíbe gritar, es decir, les
prohíbe obrar el bien, no sea que con su perseverancia sean curados».
Frente a este impedimento de
los demás: «griten ellos, no se cansen ni se dejen
como arrastrar por la presión de la masa; no imiten siquiera a los que, siendo
cristianos desde antes que ellos, viven como malvados y les miran mal a causa de
sus buenas obras. No digan: «vivamos como
vive una multitud ya tan grande».
Pregunta seguidamente San
Agustín: «¿Por qué no vivir como ordena el
Evangelio? ¿Por qué quieres ajustar tu vida al reproche de la muchedumbre que
te impide gritar, y no a las huellas del Señor que pasa? Te insultará, te
vituperará, te invitará a volverte atrás; tú grita hasta llegar a los oídos de
Jesús».
Sin embargo, «quienes son constantes en hacer lo que ordenó Cristo,
sin hacer caso de los muchos que se lo prohíben, y no otorgan demasiado valor
al hecho de que estos parecen seguir a Jesús –es decir, de que se llaman
cristianos–, sino que tienen más amor a la luz que Cristo les ha de devolver
que temor al vocerío de los que le prohíben gritar, en modo alguno se verán
separados de Jesús: no sólo se detendrá; también los sanará»[24].
1002. –Además de presentar lo que refiere la Sagrada
Escritura sobre el Espíritu Santo, ¿expone también el Aquinate una enseñanza
teológica?
–El capítulo diecinueve del
cuarto libro de la Suma contra los gentiles,
lo inicia Santo Tomás con la siguiente conclusión de los anteriores dedicados
al Espíritu Santo: «Instruidos por los testimonios
de las Santas Escrituras defendemos firmemente que el Espíritu Santo es Dios
verdadero, subsistente y distinto personalmente del Padre y del Hijo». Advierte,
sin embargo, que esta exposición no puede terminar aquí, porque: «es necesario considerar de qué manera se haya de tomar
esta verdad en toda ocasión para defenderla de los ataques de los infieles».
Para mostrar su racionalidad
es preciso, en primer lugar, tener en cuenta que: «En cualquier naturaleza
intelectual necesariamente se ha de encontrar una voluntad. Porque el
entendimiento se convierte en acto por una forma inteligible en cuanto
entiende, como una cosa natural se convierte en el ser natural por su forma
propia». El entendimiento, al entender, ha pasado al acto por una forma inteligible,
de manera parecida como los entes, que están en la realidad, pueden estar en
acto por su propia forma, que poseen por naturaleza.
Estos entes, por su misma
forma, están inclinados a obrar y con una finalidad. Así como: «una cosa natural, por la forma que la constituye en su
especie, está inclinada a las operaciones propias y al fin propio, que consigue
por las operaciones «pues tal como es una cosa así es en su obrar» (Cf.
Aristóteles, Ética, III, 7), y tiende a lo que le conviene», también es
necesario que: «de la forma inteligible se siga en
el inteligente la inclinación a las operaciones propias y al propio fin.
Esta inclinación es la voluntad en la naturaleza intelectual, la cual es el
principio de las operaciones que hay en nosotros, con las cuales el ser
inteligente obra por un fin, pues el fin y el bien son el objeto de la
voluntad». Por consiguiente, Dios, por tener inteligencia, tiene
necesariamente voluntad, y, además, igual que su entendimiento, se identifica
con su esencia.
En segundo lugar, para
justificar racionalmente que el Espíritu Santo es la tercera persona divina,
hay que advertir que: «toda inclinación de la
voluntad nace de la aprehensión de algo conveniente o atrayente por la forma
inteligible. Y como sentir afición a una cosa en cuanto tal, es amarla, síguese
que toda inclinación de la voluntad, como también del apetito sensitivo, tiene
su origen en el amor».
Todas las otras pasiones nacen
del amor de la voluntad: «porque, por el hecho de
amar una cosa, la deseamos si está ausente y nos gozamos si está presente y nos
entristecemos cuando nos la impiden y odiamos cuando nos apartan de ella, y nos
encolerizamos contra ello».
Se infiere así que: «lo que se ama no sólo está en el entendimiento del
amante, sino también en su voluntad, más de distinta manera en uno y en otra.
En el entendimiento está según su semejanza específica; pero en la voluntad del
que ama está como el término del movimiento en el principio motor proporcionado
por la conveniencia y conformidad que guarda con él».
Por consiguiente, si: «en toda naturaleza intelectual hay voluntad, y Dios es
inteligente, como se probó (I, c. 44), necesariamente ha de haber voluntad en
Él, no en el sentido de que la voluntad de Dios sea efectivamente algo
sobreañadido a su esencia, como tampoco lo es su entendimiento, según se
demostró (I, cc. 72, 73); sino que la voluntad de Dios es su misma substancia.
Y siendo el entendimiento de Dios su substancia también, síguese que en Dios
sean una sola cosa el entendimiento y la voluntad».
Además: «como ya se demostró (I, c. 45) que la operación de Dios
es su misma esencia, y la esencia de Dios es su voluntad, síguese que en Dios
no hay voluntad como potencia o como habito, sino sólo como acto. Y se ha
demostrado que todo acto de la voluntad radica en el amor. Luego, en Dios ha de
haber amor necesariamente».
1003. –¿Qué se puede inferir de la existencia del amor en
Dios?
–De la
procesión de amor en Dios se sigue que existe en Dios el Espíritu Santo,
porque, por una parte: «El objeto propio de la voluntad
divina es su bondad, como ya se demostró (I, c. 74) es preciso que Dios primera
y principalmente ame su bondad y se ame a sí mismo. Habiéndose demostrado que
lo amado ha de estar necesariamente en la voluntad del amante de alguna manera,
y que Dios se ama a sí mismo, indefectiblemente Dios estará en su voluntad como
lo amado en el amante».
Asimismo: «el amado está en el amante según el modo de ser amado, y
como el amar es un cierto querer y el querer de Dios es su esencia, como
también su voluntad es su esencia, por consiguiente, el ser de Dios en su
voluntad, tomado como amor, no es un ser accidental como en nosotros, sino
esencial. Por lo tanto, Dios considerado como existente en su voluntad,
necesariamente ha de ser verdadera y substancialmente Dios». El Dios
amado coincide con el mismo Dios, al igual que el Verbo de Dios es Dios.
El Espíritu Santo, o Dios
amado, tiene relación con el Verbo, porque: «el que
algo esté en la voluntad como el amado en el amante, dice relación a la
concepción por la que es concebido intelectualmente y a la cosa misma, cuya
concepción intelectual se llama verbo, pues si una cosa no fuera conocida de
algún modo, no sería amada; y no sólo es amado el conocimiento de la cosa
amada, sino también ella por razón de su natural bondad. Es preciso, por
consiguiente, que el amor por el que Dios está en la voluntad divina, como el
amado en el amante, proceda del Verbo de Dios y del Dios de quien es el Verbo»[25].
La procesión de amor da origen al Espíritu Santo, la tercera persona divina,
que procede del Padre y del Hijo.
Eudaldo Forment
[13] Leon XIII, Divinum
illud munus (1897). Encíclica Sobre la presencia y virtud admirable
del Espíritu Santo, 5.
[14] SAN Juan Pablo
II, Dominum et vivficantem (1986), Encíclica Sobre el Espíritu Santo
en la vida de la Iglesia y del mundo, I, 10.
[18] John Henry
Newman, El don del Espíritu. Sermón 18, en Sermones parroquiales,
Madrid, Ediciones Encuentro, 2007-2015, 8 vols, v. 3, pp. 239-252, pp.
239-240.
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