Recibí
esa educación: en autobuses, en el metro, en los lugares públicos, a los
mayores, ¡a toda clase de mayores! (y con
ellos a un amplio elenco de colectividades, señoras, sacerdotes, monjas,
mujeres embarazadas, mutilados de toda clase) se les cedía el asiento: algunos
de ellos se limitaban a ocuparlo y ni lo agradecían, conscientes de que era “su derecho”; la mayoría, es la verdad,
obsequiaban al niño o joven de tan amables maneras con una sonrisa y una
palabra amable (¡qué niño más mono! decían muchos), y tomaban asiento.
¿Se han dado Vds. cuenta de que ya no es así? Por descontado no es así que niños y jóvenes cedan el asiento a un mayor o a una persona más necesitada que ellos. Cuando mi mujer estaba embarazada, y por cierto, bien avanzada su gestación y bien evidente su estado, me contaba que un día en el vagón del metro nadie le cedía el asiento y cuando por fin lo hizo alguien… ¡era un extranjero! (recuerda a lo del samaritano, ¿verdad?)
Ahora bien, cuando digo que ya no es así, ni siquiera me refiero a ese pequeño gesto de educación y convivencia que han dejado de practicar nuestros jóvenes, no, me refiero a que incluso la persona mayor a la que se le hace tan agradable oferta, lejos de sentirse honrada o agradecida, se siente por el contrario… ¡ofendida, agraviada, contrariada! No es así, desde luego, si se trata de un anciano o una anciana de edad muy avanzada, aunque por suerte o por desgracia, a esos los vemos ahora mucho menos en nuestras calles, que también en eso ha cambiado mucho la sociedad, y como ya no pasan sus últimos años en las casas de sus hijos o de sus hijas sino en residencias, tampoco se pasean, en consecuencia, por las calles, sino que realizan sus postreros promeneos por los jardines de los geriátricos en los que les confinamos. Pero sí, en cambio, si se trata de una persona adulta de edad algo avanzada aún capaz de desenvolverse por sí misma.
Y la pregunta que hoy me formulo es la siguiente: ¿qué es lo que ha cambiado? ¿se lo han preguntado también Vds. alguna vez? Porque algo ha tenido que cambiar para que quien ayer aceptaba con alegría lo que tenía por un cuasiderecho, hoy sin embargo se ofenda porque le realicen tan suculenta oferta. Y efectivamente algo ha cambiado en nuestras vidas, verán Vds. como sí: ha cambiado que antes se tenía como plenitud de la vida ese período que va de los cincuenta a los setenta, el momento esplendoroso en el que uno gozaba de mayor prestigio y autoridad, y los jóvenes hasta se apresuraban a dejarse el bigote o la barba o a ponerse una corbata con tal de echarse unos años encima y anticipar ese momento del máximo prestigio vital: que se lo reconocieran a uno por la calle, en el metro, en el autobús, en los lugares públicos era, por lo tanto, algo saludable y gozoso, digno de toda algarabía y festividad.
Hoy en cambio, el momento cumbre de la vida y de la existencia ya no es esa edad fecunda y sabia que va de los cincuenta a los setenta -de hecho, ahora son los viejos los que se hacen costosas operaciones para parecer más jóvenes y los que se quitan la corbata-, sino por el contrario, la edad vigorosa y exuberante que discurre entre los veinte y los treinta: la fuerza bruta sobre la fuerza sutil; el vigor sobre el intelecto; el cuerpo sobre el alma. Y por eso, a nadie le gusta hoy, en pleno siglo veintiuno, que le pongan en evidencia afeándole que hace tiempo ya que pasó de los treinta, y que se halla ya en “ese ocaso” de los cincuenta, los sesenta o los setenta. ¡Eso ha cambiado! ¿Es bueno, es malo? Yo no digo ni que sí ni que no, díganlo Vds. si lo desean.
Y bien amigos, esto es todo por hoy. Apenas despedirme como lo hago siempre, con mis mejores deseos de que hagan Vds. mucho bien y no reciban menos. Y si lo tienen a bien, que se paseen por aquí… ¡yo les cedo el asiento!
¿Se han dado Vds. cuenta de que ya no es así? Por descontado no es así que niños y jóvenes cedan el asiento a un mayor o a una persona más necesitada que ellos. Cuando mi mujer estaba embarazada, y por cierto, bien avanzada su gestación y bien evidente su estado, me contaba que un día en el vagón del metro nadie le cedía el asiento y cuando por fin lo hizo alguien… ¡era un extranjero! (recuerda a lo del samaritano, ¿verdad?)
Ahora bien, cuando digo que ya no es así, ni siquiera me refiero a ese pequeño gesto de educación y convivencia que han dejado de practicar nuestros jóvenes, no, me refiero a que incluso la persona mayor a la que se le hace tan agradable oferta, lejos de sentirse honrada o agradecida, se siente por el contrario… ¡ofendida, agraviada, contrariada! No es así, desde luego, si se trata de un anciano o una anciana de edad muy avanzada, aunque por suerte o por desgracia, a esos los vemos ahora mucho menos en nuestras calles, que también en eso ha cambiado mucho la sociedad, y como ya no pasan sus últimos años en las casas de sus hijos o de sus hijas sino en residencias, tampoco se pasean, en consecuencia, por las calles, sino que realizan sus postreros promeneos por los jardines de los geriátricos en los que les confinamos. Pero sí, en cambio, si se trata de una persona adulta de edad algo avanzada aún capaz de desenvolverse por sí misma.
Y la pregunta que hoy me formulo es la siguiente: ¿qué es lo que ha cambiado? ¿se lo han preguntado también Vds. alguna vez? Porque algo ha tenido que cambiar para que quien ayer aceptaba con alegría lo que tenía por un cuasiderecho, hoy sin embargo se ofenda porque le realicen tan suculenta oferta. Y efectivamente algo ha cambiado en nuestras vidas, verán Vds. como sí: ha cambiado que antes se tenía como plenitud de la vida ese período que va de los cincuenta a los setenta, el momento esplendoroso en el que uno gozaba de mayor prestigio y autoridad, y los jóvenes hasta se apresuraban a dejarse el bigote o la barba o a ponerse una corbata con tal de echarse unos años encima y anticipar ese momento del máximo prestigio vital: que se lo reconocieran a uno por la calle, en el metro, en el autobús, en los lugares públicos era, por lo tanto, algo saludable y gozoso, digno de toda algarabía y festividad.
Hoy en cambio, el momento cumbre de la vida y de la existencia ya no es esa edad fecunda y sabia que va de los cincuenta a los setenta -de hecho, ahora son los viejos los que se hacen costosas operaciones para parecer más jóvenes y los que se quitan la corbata-, sino por el contrario, la edad vigorosa y exuberante que discurre entre los veinte y los treinta: la fuerza bruta sobre la fuerza sutil; el vigor sobre el intelecto; el cuerpo sobre el alma. Y por eso, a nadie le gusta hoy, en pleno siglo veintiuno, que le pongan en evidencia afeándole que hace tiempo ya que pasó de los treinta, y que se halla ya en “ese ocaso” de los cincuenta, los sesenta o los setenta. ¡Eso ha cambiado! ¿Es bueno, es malo? Yo no digo ni que sí ni que no, díganlo Vds. si lo desean.
Y bien amigos, esto es todo por hoy. Apenas despedirme como lo hago siempre, con mis mejores deseos de que hagan Vds. mucho bien y no reciban menos. Y si lo tienen a bien, que se paseen por aquí… ¡yo les cedo el asiento!
Luis
Antequera
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