El valor nace y se desarrolla cuando cada uno de sus miembros asume con responsabilidad y alegría el papel que le ha tocado desempeñar en la familia.
Al hablar
de familia podemos imaginar a un grupo de personas felices bajo un mismo techo
y entender la importancia de la manutención, cuidados y educación de todos sus
miembros, pero descubrir la raíz que hace a la familia el lugar ideal para
forjar los valores, es una meta alcanzable y necesaria para lograr un modo de
vida más humano, que posteriormente se transmitirá naturalmente a la sociedad
entera…
El valor
de la familia va más allá de los encuentros habituales e ineludibles, los
momentos de alegría y la solución a los problemas que cotidianamente se
enfrentan. El valor nace y se desarrolla cuando cada uno de sus miembros asume
con responsabilidad y alegría el papel que le ha tocado desempeñar en la
familia, procurando el bienestar, desarrollo y felicidad de todos los demás.
Formar y
llevar a la familia en un camino de superación constante no es una tarea fácil.
Las exigencias de la vida actual pueden dificultar la colaboración e
interacción porque ambos padres trabajan, pero eso no lo hace imposible, por
tanto, es necesario dar orden y prioridad a todas nuestras obligaciones y
aprender a vivir con ellas. Debemos olvidar que cada miembro cumple con una
tarea específica y un tanto aislada de los demás: papá trabaja y trae dinero,
mamá cuida hijos y mantiene la casa en buen estado, los hijos estudian y deben
obedecer.
Es
necesario reflexionar que el valor de la familia se basa fundamentalmente en la
presencia física, mental y espiritual de las personas en el hogar, con
disponibilidad al diálogo y a la convivencia, haciendo un esfuerzo por cultivar
los valores en la persona misma, y así estar en condiciones de transmitirlos y
enseñarlos. En un ambiente de alegría toda fatiga y esfuerzo se aligeran, lo
que hace ver la responsabilidad no como una carga, sino como una entrega
gustosa en beneficio de nuestros seres más queridos y cercanos.
Lo
primero que debemos resolver en una familia es el egoísmo: mi tiempo, mi
trabajo, mi diversión, mis gustos, mi descanso… si todos esperan comprensión y
cuidados ¿quién tendrá la iniciativa de servir a
los demás? Si papá llega y se acomoda como sultán, mamá se encierra en
su habitación, o en definitiva ninguno de los dos está disponible, no se puede
pretender que los hijos entiendan que deben ayudar, conversar y compartir
tiempo con los demás.
La
generosidad nos hace superar el cansancio para escuchar esos problemas de niños
(o jóvenes) que para los adultos tienen poco importancia; dedicar un tiempo
especial para jugar, conversar o salir de paseo con todos el fin de semana; la
salida a cenar o al cine cada mes con el cónyuge… La unión familiar no se
plasma en una fotografía, se va tejiendo todos los días con pequeños detalles
de cariño y atención, sólo así demostramos un auténtico interés por cada una de
las personas que viven con nosotros.
Otra idea
fundamental es que en casa todos son importantes, no existen logros pequeños,
nadie es mejor o superior. Se valora el esfuerzo y dedicación puestos en el
trabajo, el estudio y la ayuda en casa, más que la perfección de los resultados
obtenidos; se tiene el empeño por servir a quien haga falta, para que aprenda y
mejore; participamos de las alegrías y fracasos, del mismo modo como lo
haríamos con un amigo… Saberse apreciado, respetado y comprendido, favorece a
la autoestima, mejora la convivencia y fomenta el espíritu de servicio.
Sería
utópico pensar que la convivencia cotidiana estuviera exenta de diferencias,
desacuerdos y pequeñas discusiones. La solución no está en demostrar quien
manda o tiene la razón, sino en mostrar que somos comprensivos y tenemos
autodominio para controlar los disgustos y el mal genio, en vez de entrar en
una discusión donde por lo general nadie queda del todo convencido. Todo
conflicto cuyo resultado es desfavorable para cualquiera de las partes,
disminuye la comunicación y la convivencia, hasta que poco a poco la alegría se
va alejando del hogar.
Es
importante recalcar que los valores se viven en casa y se transmiten a los
demás como una forma natural de vida, es decir, dando ejemplo. Para esto es
fundamental la acción de los padres, pero los niños y jóvenes -con ese sentido
común tan característico- pueden dar verdaderas lecciones de cómo vivirlos en
los más mínimos detalles.
En una
reunión pasó un pequeño de tres o cuatro años de edad frente a un familiar
adulto, después de saludarle en dos ocasiones y no recibir respuesta, se
dirigió a su madre y le preguntó: "¿Por qué
tío (…) no me contestó cuándo le saludé?" La respuesta pudo ser
cualquiera, así como los motivos para no recibir respuesta, pero imaginemos el
desconcierto del niño al ver como las personas pueden comportarse de una manera
muy distinta a como se vive en casa. Se nota que está aprendiendo a cultivar la
amistad, a ser sociable y educado, seguramente después de este incidente le
enseñarán a ser comprensivo…
Por otra
parte, muchas son las familias que han encontrado en la religión y en las
prácticas de piedad, una guía y un soporte para elevar su calidad de vida, ahí
se forma la conciencia para vivir los valores humanos de cara a Dios y en
servicio de los semejantes. Por tanto, en la fe se encuentra un motivo más
elevado para formar, cuidar y proteger a la familia.
Aunque
son los padres quienes tienen la responsabilidad en la formación y educación de
los hijos, estos últimos no quedan exentos. Los jóvenes solteros, y aún los
niños, compartes esa misma responsabilidad pues en este camino todos
necesitamos ayuda para ser mejores personas. Actualmente triunfan aquellos que
se distinguen por su capacidad de trabajo, responsabilidad, confianza, empatía,
sociabilidad, comprensión, solidaridad, etc. etc., valores que se aprenden en
casa y se perfeccionan a lo largo de la vida según la experiencia y la
intención personal de mejorar.
Pensemos
que todo a nuestro alrededor cambiaría y la relaciones serían más cordiales si
los seres humanos se preocuparan por cultivar los valores en familia. Cada
miembro, según su edad y circunstancias personales sería un verdadero ejemplo,
un líder en el ramo, capaz de comprender y enseñar a los demás la importancia y
trascendencia que tiene para sus vidas la vivencia de los valores, los buenos
hábitos y las costumbres.
Para que
una familia sea feliz no hace falta calcular el número de personas necesarias e
indispensables para lograrlo, mientras en ella todos participen de los mismos
intereses, compartan gustos y aficiones y se interesen unos por otros.
Podríamos
preguntarnos ¿cómo saber si en mi familia se están
cultivando los valores? Si todos dedican parte de su tiempo para estar
en casa y disfrutar de la compañía de los demás, buscando conversación,
convivencia y cariño, dejando las preocupaciones y el egoísmo a un lado, sin
lugar a dudas la respuesta es afirmativa.
Toda
familia unida es feliz sin importar la posición económica, los valores humanos
no se compran, se viven y se otorgan como el regalo más preciado que podemos
dar. No existe la familia perfecta, pero si aquellas que luchan y se esfuerzan
por lograrlo.
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