En mi vida pastoral hay un sufrimiento que me alcanza y me preocupa más que otros que he tenido como Pastor. Es el número de increyentes de nuestras diócesis. No es para mí un mero problema de estadística, sino el desagarro interior de saber que el amor de Dios – la sed que Él tiene de ellos - queda sin respuesta No me resigno a aceptar que ello haya de seguir siempre, y que ha sucedido en cualquier momento de la historia. No puedo aceptar, desde el amor a Dios y desde la esperanza, que el deseo que Dios tiene de que le llamen Padre, sea imposible, que el deseo que tenemos, quienes creemos, de compartir ese don de Dios – haberle “palpado” de algún modo - sea irrealizable. Recordemos que la fe no es sólo un tesoro a guardar, sino que Dios espera que se comparta con el prójimo.
Rehusar a Dios no es, por así decirlo, un privilegio aristocrático, como sucedía en algunos ambientes el siglo XVIII, sino un hecho en el que han entrado las masas. Lamennais, ya adentrado en aquella época, dirá que “el siglo más enfermo no es el que se apasiona por el error, sino el siglo que desprecia, que desdeña la verdad”.
El punto de encuentro entre creyentes y no creyentes es, ante todo, el hombre mismo, percibido por todos como un ideal en su dignidad de ser libre y responsable.
Monseñor Ancel, a quien tuve la suerte de conocer, expresaba que se trata de preguntarnos unos a otros “qué ideal humano nos anima y cómo se vive ese ideal desde la increencia y desde la fe”.
Otra coincidencia u oposición son los problemas comunes de la humanidad: justicia, libertad, solidaridad, ayuda a pobres y oprimidos, derechos de minorías, ética médica, ecología, etc.
No olvidemos que, de la increencia, dijo el Concilio Vaticano que era “el drama espiritual de nuestro tiempo”. Constituye una razón más para transparentar .el Dios verdadero y una Iglesia viva. Y al servicio de la humanidad. La fe sólo puede ser vivida de manera existencial, que transparente la alegría de haberse fiado de Dios y haberlo amado sobre todas las cosas.
El Cardenal Poupard afirmó: “Una corriente de afecto y de admiración se desbordó desde el Concilio sobre el mundo moderno. La religión católica y la vida humana reafirman así su alianza, su convergencia sobre una sola realidad humana, la religión católica es para la humanidad la explicación que nuestra religión da del hombre, la única, a fin de cuentas, exacta y sublime. El hombre, abandonado a sí mismo ¿no es un misterio a sus propios ojos?”.
Termino con lo que Juan Pablo II dijo bellamente de la fe: “El misterio de la fe no se puede vivir más que de una manera existencial. Y el reencuentro multiforme del ateísmo, de la increencia, de la indiferencia, requiere la existencia de creyentes con convicciones bien estructuradas y viviendo una experiencia cristiana, dicho de otro modo, poseyendo una formación sólida, que no está separada de la oración ni del sentimiento evangélico. La fe es un don de Dios, una gracia, y, todavía más, supone el amor”...
Cardenal Ricardo M. Carles
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