Matrimonio y virginidad son dos
formas de vida cristiana, dos vocaciones a la santidad, dos imitaciones del
vínculo conyugal entre Cristo y su Iglesia. Aunque es evidente que estos dos
carismas son entre sí incompatibles, está claro que el aprecio del otro ayuda a
la comprensión de mi propio carisma, cosa que desde luego no se consigue
devaluando el matrimonio o la virginidad o denigrando la sexualidad
En sus
cánones sobre el sacramento del matrimonio nos dice el concilio de Trento:
“Can. 10. Si alguno dijere que el estado conyugal debe anteponerse al estado de
virginidad o de celibato y que no es mejor ni más perfecto permanecer en
virginidad o celibato que unirse en matrimonio (cf. Mt 19,11 s; 1 Cor 7, 25 s,
28 y 40), sea anatema” (D 980; DS 1810).
Esta declaración de Trento está situada en un determinado contexto histórico y literario que conviene conocer a fin de no interpretar mal. El concilio defiende la legitimidad evangélica de la afirmación tradicional que antepone la virginidad al matrimonio, precisamente en cuanto era negada por los reformadores, que la consideraban una desviación del verdadero espíritu cristiano. Para ellos, la continencia representa ciertamente un don, si bien absolutamente excepcional y del que no se tiene la certeza de tenerlo cuando se arde en concupiscencia, que es la situación normal del hombre caído, al que se propone como remedio moral el matrimonio: éste llega a ser su deber e ideal. No tiene sentido que él se proponga como elección posible y superior la continencia-virginidad, ya que ésta es don exclusivo de Dios y sería presunción farisaica, contraria a la humildad de la fe fiducial, quererlo conquistar. Y aún cuando uno estuviese comprometido con Dios por el camino de la continencia, si advierte la imposibilidad de perdurar en ella, no sería cristiano tender a la fidelidad conquistadora de un don que no se posee; será preciso en cambio orientarse simplemente hacia el matrimonio.
Por otro lado, el estado virginal vivido en la Iglesia católica está falto de autenticidad, porque acoge a personas efectivamente incontinentes que tratan no obstante de ocultar su real incapacidad. Mejor, pues, también por esta razón, el matrimonio que la virginidad.
Y, desde un punto de vista católico, puede objetarse que mientras el matrimonio es uno de los siete sacramentos, no lo es la virginidad consagrada.
Frente a todo esto el concilio afirma que no debe anteponerse el estado conyugal al de virginidad o celibato, porque éste no es presunción farisaica, sino auténtica expresión de espiritualidad evangélica y además es mejor y más perfecto, si uno se ha comprometido a ello, permanecer en este estado, pese a las dificultades de la concupiscencia, que contraer matrimonio.
Por consiguiente, la virginidad o celibato es ciertamente un don totalmente gratuito de Dios, pero es un carisma o gracia de Dios al que podemos aspirar y en el que podemos creer, y ello no es una presunción llena de orgullo. La superioridad de la que habla Trento, no se refiere al grado de caridad, sino a un valor, el de la continencia por el reino de los cielos, que supera a otro, la actividad sexual como remedio de la concupiscencia.
Esta declaración de Trento está situada en un determinado contexto histórico y literario que conviene conocer a fin de no interpretar mal. El concilio defiende la legitimidad evangélica de la afirmación tradicional que antepone la virginidad al matrimonio, precisamente en cuanto era negada por los reformadores, que la consideraban una desviación del verdadero espíritu cristiano. Para ellos, la continencia representa ciertamente un don, si bien absolutamente excepcional y del que no se tiene la certeza de tenerlo cuando se arde en concupiscencia, que es la situación normal del hombre caído, al que se propone como remedio moral el matrimonio: éste llega a ser su deber e ideal. No tiene sentido que él se proponga como elección posible y superior la continencia-virginidad, ya que ésta es don exclusivo de Dios y sería presunción farisaica, contraria a la humildad de la fe fiducial, quererlo conquistar. Y aún cuando uno estuviese comprometido con Dios por el camino de la continencia, si advierte la imposibilidad de perdurar en ella, no sería cristiano tender a la fidelidad conquistadora de un don que no se posee; será preciso en cambio orientarse simplemente hacia el matrimonio.
Por otro lado, el estado virginal vivido en la Iglesia católica está falto de autenticidad, porque acoge a personas efectivamente incontinentes que tratan no obstante de ocultar su real incapacidad. Mejor, pues, también por esta razón, el matrimonio que la virginidad.
Y, desde un punto de vista católico, puede objetarse que mientras el matrimonio es uno de los siete sacramentos, no lo es la virginidad consagrada.
Frente a todo esto el concilio afirma que no debe anteponerse el estado conyugal al de virginidad o celibato, porque éste no es presunción farisaica, sino auténtica expresión de espiritualidad evangélica y además es mejor y más perfecto, si uno se ha comprometido a ello, permanecer en este estado, pese a las dificultades de la concupiscencia, que contraer matrimonio.
Por consiguiente, la virginidad o celibato es ciertamente un don totalmente gratuito de Dios, pero es un carisma o gracia de Dios al que podemos aspirar y en el que podemos creer, y ello no es una presunción llena de orgullo. La superioridad de la que habla Trento, no se refiere al grado de caridad, sino a un valor, el de la continencia por el reino de los cielos, que supera a otro, la actividad sexual como remedio de la concupiscencia.
No hemos de olvidar sin embargo una cosa: aunque en abstracto sea mejor la virginidad que el matrimonio, en concreto sólo hay personas todas ellas con una vocación divina que deben realizar. Más importante que los rasgos específicos de las diferentes vocaciones cristianas, es el contenido común de descubrir y vivir la propia vida como respuesta a la llamada paternal de Dios de continuar la obra de Jesús viviendo y anunciando los bienes del Reino. Si alguien es llamado por Dios al matrimonio, es indudable que realizará mejor lo que Dios espera de él en el matrimonio que en la virginidad. Si es cierto que teóricamente la virginidad es superior al matrimonio, no en cuanto término vocacional, sino en cuanto camino (el matrimonio en cuanto intermediario desaparecerá en el reino de los cielos), en la práctica el estado más perfecto será aquella forma de vida en que más se viva la entrega a Dios y al prójimo. Por ello, quien sienta que su vocación es el matrimonio considere que es para él el mejor camino de santidad, pero quien piense que Dios le llama a la virginidad acepte alegremente la llamada divina y no la considere una faena, sino siéntase orgulloso de la confianza que Dios ha puesto en él y de lo que Dios espera que él realice.
Un ejemplo puede ilustrar el sentido de lo que estamos diciendo. Jesús se encuentra con dos recaudadores de impuestos: Mateo y Zaqueo. A ambos les pide que se conviertan, pero mientras a Mateo le solicita que le siga más directamente, que sea su apóstol, a Zaqueo simplemente le reclama que desempeñe honradamente su trabajo habitual. Parece claro que la llamada a Mateo sugiere una predilección y confianza mayor, pero sin olvidar en ningún caso que el más grato a Dios es quien mejor realice el mandamiento del amor.
Matrimonio y virginidad son dos formas de vida cristiana, dos vocaciones a la santidad, dos imitaciones del vínculo conyugal entre Cristo y su Iglesia. Aunque es evidente que estos dos carismas son entre sí incompatibles, está claro que el aprecio del otro ayuda a la comprensión de mi propio carisma, cosa que desde luego no se consigue devaluando el matrimonio o la virginidad o denigrando la sexualidad. Más aún, “cuando no se estima el matrimonio, no puede existir tampoco la virginidad consagrada; cuando la sexualidad humana no se considera un gran valor donado por el Creador, pierde significado la renuncia por el reino de los cielos” (Exhortación de Juan Pablo II Familiaris Consortio 12). O como dice el Catecismo: “La estima de la virginidad por el Reino (cf. LG 42; PC 12, OT 10) y el sentido cristiano del Matrimonio son inseparables y se apoyan mutuamente” (CEC 1620).
Pedro Trevijano
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