Si es cierto que “detrás de todo gran hombre hay una gran mujer”, también lo es que junto a cada “cabeza” de familia en el sentido patriarcal de la palabra, hay una mujer que aconseja, sostiene, decide… y manda mucho.
Hace un par de días recibí una cómica carta de mi hermano recién casado. Su retahíla de peripecias y aventuras concluía con una frase magistral que merecería un puesto entre las inmortales máximas de la sabiduría grecorromana: “En mi casa mando yo… cuando no está María”. María es su mujer, y viven solos en su apartamento a las afueras de la capital.
El episodio tiene su gracia (¡Nicolás, mi hermano mayor, “obedeciendo” como manso cordero a una niña de 24 años!), pero sobre todo, tiene miga. No quisiera ahora defender la primacía de la mujer en la familia, o reivindicar sus derechos y deberes. Me propongo partir de esta experiencia universal - cuánto mandamos las mujeres - y sacar algunas consecuencias y aplicaciones prácticas.
Nadie puede negarlo. ¿Quién no ha sentido en carne propia la autoridad suave pero incontestable de una madre, una hermana mayor, o una esposa, por no traer a escena la indefinible figura de la suegra…? Muchas casas amenazan con resquebrajarse cuando el padre estalla de ira. Pero, si es la mujer… entonces el peligro es de muerte. No se necesita echar mano de ninguna estadística para reconocer que, cuando una hija de Eva se propone algo, es imparable. Y ahí tenemos la historia, y nuestra pequeña historia personal, para atestiguarlo.
Me permito compartir un par de experiencias: Todavía recuerdo con pasmo el día en que mi padre se disfrazó nada menos que de demonio, porque mi madre, que cumplía 50 años, quería una fiesta original. Milagro sorprendente. Si hubiéramos metido el perfil de este profesional serio y cabal en un procesador de datos, la posibilidad de que un día se pintara la cara de rojo como un diablillo hubiera dado error: operación imposible. Pero mi madre sabe cómo romper los límites de lo posible y de lo lógico.
Recuerdo también cuando mi padre llegaba agotado y malhumorado de trabajar. Cualquier ruido inoportuno podía hacerle perder la paciencia, pero yo, su niña, podía permitirme el lujo de sentarme tranquilamente en sus rodillas, y hacerle sonreír de nuevo como una criatura. En un ratito funcionaba como la seda… ¿Alguien duda del poder de las mujeres?
Mi clave, la clave de todas, es precisamente ésta: ser mujer. Muy mujer. A María le iría muy mal si tratara de igualarse a Nico por la fuerza, imponiéndose o reclamando sus derechos. Esto es lo que hicieron algunas feministas, y ahí está la tasa de divorcios y fracasos personales para poner de manifiesto lo obsoleto de sus esquemas y complejos. Las cosas son mucho más sencillas de lo que parecen. Nadie duda que hombre y mujer son idénticos en dignidad y capacidad, pero eso no significa que hagamos las cosas de igual manera. Lo que digo tiene mucho de sabiduría popular, pero también un sólido fundamento científico.
Rachel y Ruben Gur, de la Universidad de Pennsylvania, (1) han contribuido a esta documentación con significativas aportaciones. Un estudio publicado en 1999 (2) evidencia que hombre y mujer presentan distintas habilidades de pensamiento y conocimiento. Lo interesante innovador de la investigación es que demuestran que estas diferencias no son de tipo sociológico, fruto de un rol estereotipado; sino que tienen un fundamento físico: se localizan en el cerebro. Así, las mujeres tienen más materia blanca conectando los dos hemisferios de su cerebro, lo cual explica su mejor comunicabilidad y percepción del mundo que les rodea.
Las diferencias físicas no se reducen a características cerebro-encefálicas. En realidad, toda la corporeidad de la persona es un reflejo y una manifestación de su sexualidad. La forma externa de los órganos, el metabolismo, el desarrollo del cuerpo… todo viene determinado por las hormonas sexuales. “En realidad la mujer es profundamente distinta al hombre. Cada célula de su organismo lleva el sello de su sexo. Lo mismo debe decirse de sus sistemas orgánicos y, sobre todo, de su sistema nervioso. Las leyes fisiológicas son tan inexorables como las astronómicas” (3).
La sexualidad permea y conforma todas las facultades de la persona humana: su cuerpo, su entendimiento, su voluntad, su forma de relacionarse con los otros, y un interminable - y siempre sorprendente - etcétera. En palabras de Ortega y Gasset: “… no es el cuerpo femenino el que nos revela el «alma femenina», sino el «alma» femenina lo que nos hace ver femenino su cuerpo” (4).
Por eso no es de extrañar la perplejidad de mi hermano Nicolás al encontrarse “solo ante una mujer”. Ambos han de aprender un lenguaje común. Después de los estudios que he traído a colación, no podemos menos que corroborar que la relación irá mejor cuanto más funcionen, uno y otro, como hombre o como mujer. De este modo no habrá choque, sino complementariedad y enriquecimiento.
No es que mande María, o Nicolás. Los dos mandan a su modo. Él aporta la seguridad propia de su sexo (5), ella, su especial capacidad para conciliar y aunar esfuerzos. Nico, su objetividad para analizar los problemas y las causas, María, con su intuición que va más allá, adivina razones y caminos no visibles para la cabeza. Él será la autoridad de la mente; María, la del corazón. Esto no es machismo, es sabiduría.
(1) University of Pennsylvania Medical Center.
(2) Journal of Neuroscience, 15 de mayo de 1999.
(3) El sexo en las emociones, Alain Braconnier.
(4) Ortega y Gasset, El hombre y la gente, en Obras completas, vol VII, pag 167.
(5) El sexo en las emociones, Alain Braconnier.
(2) Journal of Neuroscience, 15 de mayo de 1999.
(3) El sexo en las emociones, Alain Braconnier.
(4) Ortega y Gasset, El hombre y la gente, en Obras completas, vol VII, pag 167.
(5) El sexo en las emociones, Alain Braconnier.
Autor: Marta Rodríguez
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