La concepción cristiana del futuro no puede caracterizarse como una Utopía, por mucho que contemple transformaciones notables de la condición humana.
El trabajo del profesor Bustos ¿Paraíso en la tierra? La crisis de las utopías publicado por el CEU hace algún tiempo, se me antoja síntoma revelador de la altura que van tomando la reflexión histórica y las ciencias sociales en general, en algunos medios católicos. Esta obra de extensión reducida, aunque llena de sugerentes indicaciones, pudiera ser confirmación de que los intentos de elevarse sobre el pensamiento uniforme comienzan a ser algo más que conatos.
Tras un repaso de las utopías clásicas, modernas y postmodernas, enriquecido en éstas últimas con interesantes reflexiones, dicho texto conduce a una valoración final - “la propuesta cristiana” - que puede leerse con justo regocijo. Tal propuesta se afianza sobre la siguiente afirmación: “No bastará con implicarse en la mejora del mundo, luchando por la justicia, la paz y la igualdad, si ello no se inserta dentro de un horizonte escatológico, en el que sólo Dios es capaz de recrear la Creación y refundar el hombre, plenamente configurado a imagen de su Hijo, al final de la Historia...” Este párrafo bien merece dejar entre paréntesis las discrepancias “gaditanas” de otras ocasiones, que no hacen al caso, y reconocerle los rasgos de la verdadera ciencia: Porque ésta afirmación posee connotaciones proféticas propias de la transmisión cristiana del saber. Es de un alcance similar, para que se entienda, al grito aquel de Kiko Argüello en unas jornadas de Católicos y Vida Pública: “Salid de ella, pueblo mío, no sea que os hagáis cómplices de sus pecados y os alcancen sus plagas” (Ap 18, 4) Se trata de propuestas que quizá chocan con la tendencia establecida, porque el peso de la cultura dominante es abrumador, pero que están destinadas a ser puntas de lanza para el cambio de perspectiva.
Ciertamente, a la hora de precisar ese “horizonte escatológico” podrían plantearse disonancias que Bustos ha evitado con prudencia, ciñéndose a lo esencial e indiscutible: La indudable recreación y refundación del universo y del hombre “al final de la historia”. La Fe cristiana no ofrece al mundo una contemplación estática del devenir, sino que introduce la comprensión de la historia como decurso abocado a su perfección. Una realidad mucho más dinámica que la cosmovisión acomplejada, condenada por su propio mimetismo a proponer interpretaciones cíclicas o alimentar espejismos históricos siempre más falsos que los anteriores. El tema es de una riqueza inagotable y da pie para algunas reflexiones complementarias:
La concepción cristiana del futuro, enraizada en las Escrituras, no puede caracterizarse como una Utopía, por mucho que contemple transformaciones notables de la condición humana, porque concierne a un futuro intrahistórico ineluctable, que es importante distinguir de la reintegración post-histórica de todo lo creado en el logos divino. Las esperanzas de triunfo de la Iglesia en el mundo histórico, estudiadas por el P. Enrique Ramière y por el inolvidable profesor Francisco Canals entre otros, prevén de alguna forma el mundo futuro intrahistórico proclamado en nuestro Credo, sin óbice de que dicho mundo se encamine a una consumación final extra-histórica. La confusión al respecto suele originarse por la no-percepción del carácter procesivo del plan divino de restauración de la humanidad caída: La “refundación” de la Creación operada mediante el sacrificio del Verbo encarnado se va actuando por etapas que modifican el status humano y social a través del triunfo de la Gracia sobre sucesivos repuntes del mal. El escalonamiento de dichos grandes capítulos es el objeto de la revelación de San Juan y habría iluminado de manera diáfana el caminar de la Iglesia militante, de no ser por dos circunstancias: La voluntad divina de mantener el mapa de la historia más o menos velado en función de las necesidades de otras etapas, en primer lugar. Y, en relación estrecha con ello, el anclaje de la enseñanza teológica desde prevenciones doctrinales provocadas por las antiguas distorsiones heréticas de la esperanza: Un San Agustín condicionado por las polémicas maniqueas, y un Santo Tomás consciente de los riesgos del tema y prematuramente desaparecido, dejaron prácticamente en solitario a los exploradores franciscanos, sobre todo a San Buenaventura y a Joaquín de Fiore. Las inspiradas reflexiones de este último se malograron por un exceso de énfasis en la distinción de las etapas, aunque no en el sentido expuesto por algunos autores recientes: No son recuperables, desde luego, tal como las manipula Vattimo, pero tampoco son tan utópicas como pretendió De Lubac. Lo cierto es que la frontera entre la esperanza cristiana y la utopía profana se erizó de defensas que iban a tener finalmente el efecto contrario al que se pretendía. Porque nuestra Fe, constreñido su genuino impulso mesiánico, se vería abocada durante el inacabable siglo XX a peligrosos reduccionismos en la expresión profética.
La concepción cristiana del futuro, enraizada en las Escrituras, no puede caracterizarse como una Utopía, por mucho que contemple transformaciones notables de la condición humana, porque concierne a un futuro intrahistórico ineluctable, que es importante distinguir de la reintegración post-histórica de todo lo creado en el logos divino. Las esperanzas de triunfo de la Iglesia en el mundo histórico, estudiadas por el P. Enrique Ramière y por el inolvidable profesor Francisco Canals entre otros, prevén de alguna forma el mundo futuro intrahistórico proclamado en nuestro Credo, sin óbice de que dicho mundo se encamine a una consumación final extra-histórica. La confusión al respecto suele originarse por la no-percepción del carácter procesivo del plan divino de restauración de la humanidad caída: La “refundación” de la Creación operada mediante el sacrificio del Verbo encarnado se va actuando por etapas que modifican el status humano y social a través del triunfo de la Gracia sobre sucesivos repuntes del mal. El escalonamiento de dichos grandes capítulos es el objeto de la revelación de San Juan y habría iluminado de manera diáfana el caminar de la Iglesia militante, de no ser por dos circunstancias: La voluntad divina de mantener el mapa de la historia más o menos velado en función de las necesidades de otras etapas, en primer lugar. Y, en relación estrecha con ello, el anclaje de la enseñanza teológica desde prevenciones doctrinales provocadas por las antiguas distorsiones heréticas de la esperanza: Un San Agustín condicionado por las polémicas maniqueas, y un Santo Tomás consciente de los riesgos del tema y prematuramente desaparecido, dejaron prácticamente en solitario a los exploradores franciscanos, sobre todo a San Buenaventura y a Joaquín de Fiore. Las inspiradas reflexiones de este último se malograron por un exceso de énfasis en la distinción de las etapas, aunque no en el sentido expuesto por algunos autores recientes: No son recuperables, desde luego, tal como las manipula Vattimo, pero tampoco son tan utópicas como pretendió De Lubac. Lo cierto es que la frontera entre la esperanza cristiana y la utopía profana se erizó de defensas que iban a tener finalmente el efecto contrario al que se pretendía. Porque nuestra Fe, constreñido su genuino impulso mesiánico, se vería abocada durante el inacabable siglo XX a peligrosos reduccionismos en la expresión profética.
Mediada esa centuria, el Espíritu Santo permitió que la Iglesia se replanteara su relación con el mundo moderno, pasando del anatema frontal de su utopía antropocéntrica a una actitud de conmiseración más benévola. La religión del Dios que se hace hombre se había encontrado con la religión del hombre que se hace dios y Pablo VI afirmaba, poco más o menos, que no se llegó a las manos. (Aquel optimismo era anterior, ciertamente, a sus denuncias de junio de 1972 sobre el humo de Satanás y las grietas por las que había penetrado en el Templo). Tal cambio de actitud se prolongó posteriormente, sustentado en un intento de disección de la modernidad - de la “herencia ilustrada” - en diálogo con sus aspectos positivos. El problema de tal diálogo para cualquier perspectiva de alcance pastoral era la imposibilidad práctica de sostenerlo y caracterizar al mismo tiempo la cosmovisión del mundo “secularizado” con arreglo a las previsiones reveladas. No se puede dialogar con una cultura más o menos homogénea si se describen como bestiales, o anticrísticos, sus paradigmas y su propio suelo existencial. Se impuso por inercia una separación de esferas que preservaba la esfera sacra en detrimento del espacio político, del “patio exterior” bíblico (cf Ap 11, 2). En consecuencia, se siguió una profunda y apenas reconocida fisura entre la dimensión religiosa esencial, no sólo preservada, sino potenciada y renovada en varios aspectos, y la descripción pública del rumbo social. El lenguaje sociológico sustituyó al profético en aquellas vertientes conflictivas, por lo cual los teólogos tampoco pueden escandalizarse ahora cuando la sociología, con datos y estadísticas en la mano, les apremia a recuperar la descripción profética del tiempo.
Es importante reconocer la oportunidad en última instancia de las fintas y distinciones post-conciliares. No sólo porque es el Espíritu Santo quien escribe derecho con renglones en alguna ocasión torcidos, sino, además, porque esos renglones torcidos han hecho posible “guardar la palabra y preservar el nombre de Cristo” (Ap 3, 8) durante un tiempo crítico y definitivo. En éste desenlace de la crónica eclesiástica ha sido decisivo el cronómetro. El problema es la dificultad de prolongar la precaria estanqueidad de la esfera religiosa cuando la religión del hombre que se hace dios irrumpe en tromba por las grietas de una lógica tácitamente autorizada para la esfera temporal. Porque, entre tanto, la dialéctica de la rebeldía se ha desprendido de la razón post-moderna y comienza a hacerse explícita como auto-divinización inmanente. El despliegue de las “teologías” aplicadas a subsumir el hecho cristiano en una cosmovisión sincretista, donde la esperanza cambia - explícitamente ya - de sentido, es muy revelador. Ante el fracaso visible del progreso lineal, con el mundo sumido en una creciente crisis, política, económica y “climática”, innegable en cada una de estas vertientes, quedan finalmente solas, frente a frente, dos únicas esperanzas de signo antagónico: La superchería emergente de la renovación del planeta por la vía teosófica, dotada de una fuerza envolvente - y asfixiante de toda oposición - merced al monopolio sectario de los principales medios de comunicación y, frente a ella, la esperanza del verdadero cristianismo, latente en los pequeños y manifiesta en la liturgia preservada por la Iglesia.
La actualización del verdadero Evangelio, pese al estrépito formidable de las falsificaciones y las lecturas sesgadas y oportunistas, es la que se materializa en el clamor que surge del pueblo abrazado a la Cruz, asociado al esfuerzo silencioso del Espíritu Santo y de su Esposa virginal: El Espíritu y la Esposa dicen ¡Ven! (Ap 22, 17).
J.C. García de Polavieja P.
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