Hábito, es un término que tiene su raíz en el verbo habitar, ocupar una casa o vivienda.
Lo dicho anteriormente, nos da pié para afirmar que en el orden de lo espiritual, si adquirimos un hábito, es que algo se nos ha instalado en nuestro ser. Y este algo puede tener un carácter positivo o negativo. Si se trata del primer caso estamos hablando de una virtud, si por el contrario el hábito que hemos adquirido es de carácter negativo, estamos hablando de un vicio.
La reiterada sucesión de los mismos actos de carácter negativo, realizados por una persona, es lo que generará en ella el vicio. Primeramente es una costumbre en la persona de que se trate; si esta persevera en esta costumbre, se creará en ella un hábito y si sigue perseverando al final se encontrará en unos casos, con que se ha creado una adicción en ella, que le trastornará su vida y en otros casos, el hábito le llevará a la rutina y de ahí, al hastío. Tengamos en cuenta, que como todo lo que pertenece al orden material, es siempre temporal y lógicamente lo temporal, siempre tiene un límite en el tiempo y esta idea es la que nos hace llegar a la conclusión, de que hasta la felicidad humana, puede provocar hastío por razón de la rutina.
A sensu contrario, el hábito de actos positivos, nos creará la virtud, que siempre es un algo más relacionado con el orden espiritual y apartado de lo terrenal o material. El hábito positivo también terminará creándonos una adicción; la de ser virtuosos. Las virtudes adquiridas o hábitos positivos, por regla general se presentan lenta y gradualmente. Una persona llega a ser justa por actuar constantemente de una manera justa. Una vez que se ha formado el buen hábito, en una persona, está ya no siente dificultad para llevar a cabo actos, que estén de acuerdo con el hábito contraído. La aspiración de estos hábitos, llamados virtudes adquiridas, es la de formar en el intelecto y en la voluntad, de la persona ciertas disposiciones firmes y seguras, por las cuales las facultades son impulsadas definidamente hacia lo que es recto.
La fuerza que los hábitos sean de carácter negativo o positivo, tienen una tremenda fuerza en nuestra conducta y en la forma con la que nos comportamos. Y lo que es más importante, la mayoría de las veces no tenemos conciencia plena del mal o del bien que nuestros hábitos, que ordenen nuestra conducta, ocasionan a los demás. Lastimamos a nuestros semejantes, muchas veces sin tener el deseo de lastimarlos, por ejemplo, simplemente por carecer de la virtud de la prudencia. No dominamos plenamente nuestra conducta pues nuestros hábitos, sobre todo los de carácter negativo nos obligan a reaccionar muchas veces en formas violentas, mordaces, irónicas, o de cualquier otra forma que no sería de nuestro interés manifestarla, una vez nos hallamos ya sosegados, quizás del mal humor, o los nervios no controlados.
El conocido obispo norteamericano Fulton Sheen, en unas de sus didácticas explicaciones y en relación con la fuerza de la inercia, que el hábito tiene en la conducta humana, escribe: “Si tomo la pelota y la hago rodar por el piso, se moverá en una dirección, salvo que una fuerza superior la desvíe. Si esto se ejecuta una y otra vez, se producirá en el suelo una ranura o acanalamiento, en el sentido en el que rueda la pelota. Así también nuestras vidas quedan rápidamente acanaladas por el hábito (sea positivo o negativo). Rodarán por mera inercia, en esa misma dirección, del delito, la insensibilidad, la mediocridad, el vacío, la banalidad; salvo que una fuerza exterior modifique su dirección”.
Es decir, indirectamente nos plantea el obispo Sheen la cuestión del desarraigo del vicio. Adquirido un vicio, su destierro es tarea ardua. No tenemos, más que ver por ejemplo en el orden de la materia, la adicción al tabaco, al alcohol o lo que es todavía peor a las drogas; personas que han sido diagnosticadas con cáncer de pulmón, siguen fumando y nos dan la explicación de absurdas teorías pseudo científicas, de que el tabaco no daña y nos ponen de ejemplo personas que con cien años han fumado toda la vida y siguen fumando. Lo que no se quiere tener en cuenta es que la fortaleza física de las personas varía mucho, en razón de sus genes hereditarios y del cuidado de su salud que a lo largo de los años haya hecho cada persona.
Hay que hacer una distinción el deseo y lo que es la voluntad; un deseo puede reconocer un ideal, pero no hacer esfuerzo alguno por seguirlo. El acto de voluntad, en tanto, es resuelto y determinado, va directamente a la realización del deseo. El fin de la voluntad es regular los impulsos y los instintos, elegir entre ideas conflictivas, y cooperar con la gracia de Dios. Se pueden tener muy buenos deseos e intenciones, pero no mover un ápice la voluntad. Dice el refrán: “El camino del infierno está lleno de buenas intenciones”.
El objetivo de la voluntad, ha de ser el de erradicar el deseo del mal que nunca deja de atosigarnos. Hay que cruzar el Rubicón y quemar todos los puentes. ¿Debería ser gradual o inmediato el abandono de un mal hábito? La respuesta del Señor, es: “Si tu ojo derecho te es ocasión de escándalo, arráncatelo y tíralo lejos de ti” (Mt 5,29). Bien es verdad que esta, es una de las varias hipérboles que el Señor empleaba con cierta frecuencia, como el de la rueda de molino al cuello, o la del camello en el ojo de la aguja; pero lo que si es cierto es que estás hipérboles las utilizaba el Señor para enfatizar la importancia del tema de que se tratase. Y el tema del destierro de nuestros vicios es de vital importancia para poder entrar en el Reino de los cielos.
Hay un hábito muy importante del que muchas veces no le damos la importancia que tiene, quizás por no ser conscientes de esta importancia. Me refiero al hábito de pecar en general, con pecados veniales. Nos confesamos una y otra vez de los mismos, pecados veniales, incluso llegamos a utilizarlos para rellenar y dar más contenido a la confesión, nos hemos aprendido de memoria el listado, que suele girar, en torna a mentiras más o menos importantes, críticas de nuestros semejantes, e incluso hay personas que se acusan de tener distracciones, en la iglesia o en la oración, cuando ello es absurdo pues no, implica una ofensa al Señor, lo que si implica ofensa es aceptar las distracciones y consentirlas por creer que es más importante el tema que plantea la distracción que el atender al amor debido al Señor. La rutina en las confesiones son indicio de una falta de verdadero deseo de enmienda. Por otro lado, es también de ver, que la absolución que obtenemos en la confesión, no nos libra del hábito que tenemos, y es vuestra obligación, hacer un firme propósito de luchar frente al hábito de que se trate, pues no es lo suyo ir de confesión en confesión repitiendo siempre lo mismo. ¿Es que no avanzamos?
Por último, recomiendo a los que puedan estar interesados en erradicar sus hábitos, que en el desarrollo de nuestra vida espiritual hay siempre dos grandes remedios para todos los males, y para salir de todas las situaciones complicadas. Uno es el amor a la divina voluntad, el otro es acudir a María. Aplicando a fondo estas dos recetas, las soluciones vienen rápidamente y de forma inesperada. Es mucho más efectivo, tener entregado el corazón al Señor y nuestra mirada puesta constantemente en nuestra Madre del cielo, que dominar todos los tratados de espiritualidad escritos, y saberse todas las panaceas posibles a los problemas de la vida espiritual. A una espinosa cuestión que una vez le plantearon a la Madre Teresa de Calcuta, cuando el interlocutor esperaba una respuesta mundana e inmediata, ella le respondió: No existe problema en el mundo que un alma pueda tener, y que no se le solucione si al menos se está cada día, media hora ante el Santísimo. Y puedo asegurar que desde luego, este es un remedio infalible.
El impulso del amor a Dios nos lleva siempre a desear entregarnos a Él, y en la realización de este deseo la ayuda de nuestra Madre celestial, es imprescindible. Cuando esta entrega se va realizando poco a poco, en esa misma medida van desapareciendo los malos hábitos del alma que camina en esa dirección.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo
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