Para algunos la pregunta les puede resultar tonta, pero para otros quizás no tanto.
Y es que cuando uno se pone en camino, con el decidido afán de amar con todo su ser al Señor, se encuentra con el problema de que avanzar en la vida espiritual, no es un problema tan fácil de resolver como inicialmente pensó, ya que el amar más al Señor, no solo es cuestión de rezar más. Por lo tanto, esta glosa me parece que no le va a resultar interesante, a aquel que no haya dado el paso de liarse la manta a la cabeza y tirar para adelante.
Todos aquellos santos, exégetas y autores de temas espirituales, que se ocupan de este tema, coinciden en un algo, que a más de uno le puede parecer una perogrullada, pues nos dicen que lo primero de todo es: “Desear amar a Dios”.
-Y así Jean Lafrance escribe: “Si hay verdadero deseo, si el objeto del deseo es realmente la Luz, el deseo de Luz produce Luz. El deseo de amar a Dios, es lo más profundo que un hombre puede llevar en su corazón, y es un pálido reflejo del amor infinito que Dios tiene al hombre”.
-Tadeusz Dajczer, también escribe: “…, solo puedes amar auténticamente cuando tú mismo anheles la santidad y cuando anheles ir inculcando ese deseo a los demás”.
-Fdez-Carvajal, escribe: “Sin deseos, no hay nada que hacer; ni siquiera se intenta. Con deseos solo, no basta. Hay. Pues que tener paciencia, y no pretender desterrar en solo día tantos malos hábitos como hemos adquirido, por el poco cuidado que tuvimos en nuestra salud espiritual”.
-Charles de Foulcaud, escribe: “Sin deseos, no hay nada que hacer; ni siquiera se intenta. Con deseos solo, no basta”.
¡Está claro! que si no hay deseo, no puede haber acción y sin embargo todos insisten plenamente en la idea, de que si hay deseo ya hay amor. La explicación de esta aparente contradicción, radica en que hemos de pensar que frente a Dios nosotros, pobres criaturas que somos, solo podemos desear amar, pues el amor es Dios quien lo pone. Él, es la única fuente de amor que existe, nosotros solo podemos ser un reflejo de ese infinito amor que Él genera. Nosotros solo podemos decirle: Señor, el deseo es cosa mía, el amor me lo das Tú, que eres la fuente suprema y única, yo para que te lo devuelva, y calme así mis deseos de amarte.
Y este es el espíritu que nos encontramos en los textos bíblicos cuando señalan por ejemplo en el Eclesiastés: "Venid a mí los que me deseáis, y hartaos de mis frutos”. (Ecl. 24,19). También en el conocido y bello salmo 42, que nos dice:
“Como jadea la cierva, tras las corrientes de agua, así jadea mi alma, en pos de ti, mi Dios. Tiene mi alma sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo podré ir a ver la faz de Dios? ¡Son mis lágrimas mi pan, de día y de noche, mientras me dicen todo el día: ¿En dónde está tu Dios?!”. (Sal 42,2-4).
A veces, se ha definido a San Agustín como el doctor del deseo de Dios, por la importancia que este santo obispo, le concede a este tema y por el tono con el que habla de él. "El deseo, dice San Agustín, es el cobijo más íntimo del corazón. Cuanto más se dilata el deseo en nuestro corazón, más capacidad tenemos para acoger a Dios. La vida de un buen cristiano, es toda ella un santo deseo”.
El deseo de amar y el amor, escribe San Francisco de Sales dependen de la voluntad misma; por ello, tan pronto como hemos formado el verdadero deseo de amar, empezamos a sentir amor; y, a medida que el deseo crece, el amor va progresando. Quien desee ardientemente el amor, amará pronto con ardor. Pero para tener deseo de amor sagrado, es menester suprimir los demás deseos. Y es aquí donde comienzan los problemas del alma que quiere avanzar en el amor. Dios, nos llena y engendra en nosotros una sed ardiente de Él, que es muy distinta al vano deseo insaciable que también tenemos de los bienes materiales y que no nos conduce a la posesión de los bienes terrenos. Son bienes efímeros, pero se demuestran capaces de desatar en el espíritu humano, auténticos vendavales de pasión que parecen mover el mundo.
Al entrar en el ansia de bienes materiales, entramos pues en el problema de los apegos humanos y bien sabemos que difícilmente puede el Señor entrar en el interior de un alma humana si ella se la encuentra lleva de apegos humanos y por lo tanto allí, no hay sitio para Él. Y también hay que subordinar al amor de Dios, todos los afectos humanos si es que ellos son lícitos, de los ilícitos n i que decir tiene que han de ser suprimidos de raíz y con arrepentimiento buscar la absolución confesional.
También si queremos avanzar, tenemos que suprimir los deseos inútiles, que en definitiva son todos los deseos terrenos, y ello, para que así robustezca el deseo de Dios. Podemos preguntarnos: ¿Por qué los deseos terrenos son tan vivos y tienen tanto poder en nosotros, y nos atraen mucho más fácilmente que el deseo de Dios? Porque ellos nos presenta objetos más inmediatos, que tocan directamente a los sentidos y el deseo de goce que hay dentro del hombre.
El corazón del hombre tiene una nostalgia continua de lo infinito, tiene nostalgia del amor para el que ha sido creado, un amor infinito en su tamaño y en su duración. El hombre busca y anhela el amor; un amor sin condiciones sin limitaciones o restricciones. Pero ningún ser humano ni nada ni nadie es capaz de ofrecer esta clase de amor en este mundo. Y sin embargo, ¡con cuánta frecuencia desafortunadamente, se trata de saciar esa nostalgia con un falso infinito!
Por otro lado, es imposible avanzar en el desarrollo de la vida espiritual, si no llegamos a ser capaces de ser mendigos del amor del Señor, como Él mismo, nos da ejemplo y lo es de nuestro amor. Los que quieren amar sin conocer la humillación de ser pobres y mendigos del amor del Señor, experimentarán amargas decepciones, pues creerán que aman y que hacen las obras del amor que agradan al Señor, mientras están en la ilusión y no pueden hacerlas pues son incapaces de amar con absoluta entrega al Señor. En relación a este tema tomemos ejemplo de Santo Tomás Moro que manifestaba. “Dame, Señor mío, un anhelo de estar contigo, no para evitar calamidades de este pobre mundo, y ni siquiera para evitar las penas del purgatorio, ni las del infierno tampoco, ni para alcanzar las alegrías del Cielo, ni por consideración de mi propio provecho, sino sencillamente por autentico amor a Ti”.
También en España tenemos el soneto del s. XV, que dice: “No me mueve, mi Dios, para quererte el cielo que me tienes prometido, ni me mueve el infierno tan temido para dejar por eso de ofenderte. ¡Tú me mueves, Señor! Muéveme el verte clavado en una cruz y escarnecido; muéveme ver tu cuerpo tan herido; muévame tus afrentas y tu muerte. Muéveme en fin, tu amor, y en tal manera que aunque no hubiera cielo, yo te amara, y aunque no hubiera infierno, te temiera. No me tienes que dar porque te quiera, pues aunque lo que espero no esperara, lo mismo que te quiero te quisiera”. (Sta. Teresa de Jesús)
Te aseguro lector, que Dios tiene sed, de que tengas sed de Él, por ello no desperdiciemos nunca cualquier ocasión para decirle: Dame, Señor, el deseos de amarte cada vez más, el vehemente deseo de estar siempre contemplándote, adorándote, alabándote y amándote y ser ambicioso, para llegar lejos en el recorrido del camino hacia Ti.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo
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