Hay momentos que son muy importantes en la vida de muchos seres humanos.
Cuando una persona, empieza a querer encontrar respuestas a esa serie de preguntas que conocemos como trascendentales para nuestro destino final, esta persona, sin darse cuenta está comenzando a tratar con Dios.
El 6 de agosto de 1993, Juan Pablo II publicó la encíclica “Veritatis splendor” y en ella hace alusión a las preguntas transcendentes que acucian al hombre al decir que: “Por otra parte, son elementos de los cuales depende la respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana que, hoy como ayer, conmueven íntimamente los corazones: ¿Qué es el hombre?, ¿cuál es el sentido y el fin de nuestra vida?, ¿qué es el bien y qué el pecado?, ¿cuál es el origen y el fin del dolor?, ¿cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad?, ¿qué es la muerte, el juicio y la retribución después de la muerte?, ¿cuál es, finalmente, ese misterio último e inefable que abarca nuestra existencia, del que procedemos y hacia el que nos dirigimos?”. Pues bien cuando una persona comienza a querer dar respuestas a las preguntas trascendentales, como decimos esta persona ha comenzado a tratar con Dios.
El trato puede ser positivo, íntimo, gozoso, de apasionado amor de la persona hacia él Señor y con más pasión aún será la correspondencia del Señor, o por el contrario el trato puede ser, un no trato de carácter agresivo, negativo de la existencia de Dios y al mismo tiempo incoherentemente odiarlo. Son extremos opuestos; en un corazón reina el amor del Señor, en el otro el odio del demonio. Entre estos dos extremos caben un sinfín de situaciones intermedias, pero en todo caso por razón de amor o razón de odio se está tratando al Señor. Como es lógico aquí, solo nos vamos a ocupar de las personas, cuyo trato con Dios es positivo, porque a las demás no creo que le interese el contenido de esta glosa.
Nuestra relación esencial con Dios constituye la raíz de nuestro ser, un ser que ha sido creado y tiene su fundamento único en su Creador. Tal es el misterio del corazón humano. Hemos sido creados a imagen de Dios, con una orientación hacia Dios en nuestro yo más íntimo y esto determina una necesidad que tenemos de tratarnos con Dios, aunque solo sea, como antes hemos dicho para negarlo o infravalorarlo. El cardenal Ratzinger escribía en la década de los noventa, en su libro “La sal de la tierra”, que: “Tener trato con Dios para mi es una necesidad. Tan necesario como respirar todos los días, como ver la luz o comer a diario… En el trato con Dios no hay hastío posible”. Y no hay hastío posible con Dios, porque lo que nos cansa y nos hastía es lo conocido lo repetitivo, lo que directa o indirecta mente emana de la materia que nos rodea y que siempre es limitada en cuanto a su vida. Por ello el ser humano siempre está ansioso de novedades. Y Dios, que es espíritu puro y eternamente ilimitado en todas sus potencias y facultades, para los que de verdad le aman es una continua caja de sorpresas, de gozo y amor.
En su Cántico espiritual, San Juan de la Cruz escribía: “Por más misterios y maravillas que han descubierto los santos doctores y entendido las santas almas en este estado de vida, les quedó todo lo más por decir y aún por entender y así hay mucho que ahondar en Cristo, porque es como una abundante mina con muchos senos de tesoros, que, por más que ahonden, nunca les hallan fin ni término, antes van hallando en cada seno nuevas venas de nuevas riquezas acá y allá”. Por esto dijo San Pablo: “En Cristo moran todos los tesoros y sabiduría escondidos”. (Col 2,3). En los cuales el alma humana no puede llegar a obtener nunca un total conocimiento, pues nunca una mente limitada puede alcanzar la ilimitada mente divina.
Más adelante, en su Cántico espiritual San Juan de la Cruz nos dice que: “Aún a lo que en esta vida se puede alcanzar de estos misterios de Cristo, no se puede llegar sin haber padecido mucho y recibido muchas mercedes intelectuales y sensitivas de Dios, y habiendo precedido mucho ejercicio espiritual, porque todas estas mercedes son más bajas, que la sabiduría de los misterios de Cristo, porque todas son como disposiciones para venir a ella”. Por esto, según san Juan de la Cruz, el apóstol San Pablo, nos dice: “Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total Plenitud de Dios. Aquel que tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que podemos pedir o pensar, conforme al poder que actúa en nosotros, a Él la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones y todos los tiempos. Amén”. (Ef 3,17-21).
Pero como ya antes manifestaba San Juan de Cruz, él vuelve a insistir en que: “Para entrar en estas riquezas y sabiduría, la puerta es la cruz, que es una puerta angosta. Y desear entrar por ella es de pocos; más desear los deleites a que se viene por ella es de muchos”. Para un cristiano esto no puede constituir ninguna sorpresa, en su día el Señor se expresó con suma claridad cuando nos dejó dicho: "El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la hallará”. (Mt 16,24-25).
El tomar la cruz y seguir al Señor, es un acto que admite un sinfín de categorías, de acuerdo con el ardor y entusiasmo con el que uno decida abrazar la cruz que se le ofrece para recorrer el camino. Y cuanto más fuerte sea nuestro abrazo a la cruz que se nos ofrece, más plenamente podremos ir penetrando en la plenitud, de los insondables tesoros que cl conocimiento de Dios nos ofrece, tal como nos indica San Juan de la Cruz.
Y para caminar en este camino que se nos ofrece, el Señor para seguirle a Él, hemos de tener siempre presente, que la verdadera interioridad cristiana o unión con Dios no es, en su fundamento y en su esencia, una actividad de la mente, sino de la voluntad. Es una actitud, un estado, una determinada disposición duradera e inmutable de amar a Dios, de confianza en Dios, de total entrega a su amor, con plena confianza, sin recelo alguno, anteponiendo todo lo que en este mundo se nos ofrece, bienes, afectos, por muy legítimos que estos sean, al amor que Dios desea de nosotros, requiere una entrega absoluta a Él. Nunca olvidemos que Dios no quiere compartir nuestro amor, el amor que nosotros seamos capaces de darle, en absoluto quiere compartirlo con nada ni con nadie, Él mismo nos lo expreso al comienzo de la Biblia, en su primer libro, en el Pentateuco y dentro de él en dos distintas ocasiones, así en el Éxodo podemos leer: “Soy un Dios celoso”. (Ex. 20,5), y en el Deuteronomio, también podemos leer: "… porque Yahvéh tu Dios es un fuego devorador, un Dios celoso”. (Dt 4,24). Y no olvidemos el Schema Israel, la oración hebrea, que diariamente el pueblo de Israel, recita: “Escucha, Israel: Yahvéh nuestro Dios es el único Yahvéh. Amarás a Yahvéh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy. Se la repetirás a tus hijos, les hablarás de ellas tanto si estás en casa como si vas de viaje, así acostado como levantado; las atarás a tu mano como una señal, y serán como una insignia entre tus ojos; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus puertas”. (Dt 6,4-9).
San Francisco de Sales, decía: “Los celos provienen del amor; la envidia proviene de la falta de amor“. Pero los celos de Dios no son como los nuestros. Él está celoso porque tiene miedo de que en lugar de amarlo a Él, en su Ser desnudo, amemos sus cosas, sus riquezas, sus dones, el gozo que nos brinda, la paz que nos dispensa, la verdad que nos regala. Dios no es solo celoso en su amor, es trágico en su amor. Antes de hacerte suyo, antes de dejarse poseer, por ti te desgarrará, te despedazará, te dilacera, así te hará digno de su amor.
Ilimitado es el amor que Dios nos tiene, y por ello ilimitado son sus celos, en Dios ya sabemos que todo es infinito, eterno e ilimitado. Por ello no nos extrañemos de los celos de Dios, sobre el uso que hacemos de nuestro amor, incluido no solo el amor a terceros sino nuestro propio amor a nosotros mismos, lo cual aborrece de manera especial. Dios va tan lejos, que no tolera en nuestro corazón ni la más insignificante huella de amor propio, al que persigue hasta su aniquilamiento total.
En el trato con Dios, como sabemos, esencialmente hemos de orar y a este respecto Jean Lafrace nos dice que: “La oración es una actividad oculta y, por ser lo mejor que tienes para poder ofrecer al Señor, no has de hablar de ello a nadie. De esta manera los otros aprovecharán más, porque será Dios el que coloque la lámpara sobre el candelabro y no tú. Él es muy celoso en este punto, y quiere ser el único en conocer verdaderamente tu hermosura. La oculta incluso a tus ojos; tú, sobre todo no debes intentar conocerla; es la peor de las faltas contra tu castidad”. Es muy claro el saber que nuestra vida interior, nuestras relaciones íntimas con el Señor, han de ser eso “íntimas”, solo entre tú y Él.
Por ello si quieres orar al modo del Señor, tal como nos recomiendan los Padres del desierto, debes de desaparecer a los ojos de los hombres y a tus propios ojos; has de proceder, como lo que eres, “una hormiga insignificante”. Cuanto más oculto estés a los ojos del mundo, más se complacerá el Señor, en mirarte.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo
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