Para una persona que habitualmente vive en la gracia y amistad del Señor, el arrepentirse de sus faltas o malas acciones no es tarea difícil.
Y no es tarea difícil, porque la gracia de arrepentirse, la tiene siempre y dispone de ella en abundancia, le es connatural a su ser, porque su amor al Señor, es tan superior, que no estima sensato sacrificarlo para darle gusto a su soberbia no humillándose al arrepentirse de sus faltas. Pero, cuando se trata de un alma apartada del amor a Dios, el caso es distinto, la fuerza de su soberbia, le hace creer que él o ella no necesitan arrepentirse de nada, pues han actuado dejando bien claro quiénes son y que con ellos no se juega.
Como todo bien de carácter espiritual, el arrepentimiento es una gracia que Dios da. Al que no le cuesta nada arrepentirse, muchas veces no es consciente de que esa facilidad para humillarse arrepintiéndose, es un regalo que Dios le hace, más que ser todo un mérito propio. Pero el alma encallecida y dura en su vida apartada del amor al Señor, el arrepentimiento suele brillar por su ausencia.
Este domingo en el que escribo, última semana del tiempo ordinario, domingo dedicado a Cristo Rey, el evangelio nos habla de un espontáneo arrepentimiento de San Dimas, el buen ladrón. Es San Lucas quién nos lo cuenta: “Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: ¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros. Pero el otro lo increpaba, diciéndole: ¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo. Y decía: Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino. Él le respondió: Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso”. (Lc 23,39-43)
Con estas palabras, el Señor nos pone de relieve dos cosas muy importantes. La primera su declaración explícita de ser Él, el mismo Dios, pues nadie que no sea Dios, le puede asegurar a alguien su entrada en el Paraíso, por pocos o muchos que sean sus pecados. La segunda es la necesidad de que medie arrepentimiento para que pueda nacer la misericordia divina. Aunque nadie puede en este mundo asegurar la condenación de ninguna alma, ni siquiera la de Judas Iscariote, es claro que el Señor no uso de su misericordia con el mal ladrón, que no se arrepintió, lo que nos hace suponer que no se fue al paraíso y si no fue al Paraíso, es claro que se fue a las calderas de Pedro Botero.
Son desgraciadamente muchas las personas, que ahora no se preocupan de la salvación de su alma y piensan que al final, no pasa nada porque la misericordia de Dios es infinita. Estas ideas en muchos casos, son el fruto de una pastoral posconciliar no muy acertada, que venía a ser como un movimiento pendular, que respondía al contenido de la anterior pastoral, que ponía mucho más énfasis en las realidades de la existencia del infierno, la posible condenación y en el santo temor de Dios. El resultado de esta desacertada pastoral posconciliar fue, lo que en política de inmigración se conoce con el nombre de “papeles para todos”, al propagarse la idea de que no había problema alguno, ya que al final, todos nos salvaríamos por la infinita misericordia del Señor. Esta idea de no asustar a los fieles para que no se vacíen las iglesias, hablándoles continuamente de la infinita misericordia de Dios, y de lo vacío que está el infierno, si es que existe para el que así habla. Todo esto, me recuerda a los mítines políticos en los que para conseguir votos, todo vale. Aquí para llenar las iglesias, también vale todo, para los que así hablan aunque se trate de personas consagradas. No hablar con claridad y prometer la salvación para todos, implica una grave responsabilidad del que así actúa.
Efectivamente la misericordia divina es infinita como es infinito todo lo que a Dios se refiere, pero para poder alcanzarla, es necesario hacerla fluir, y la llave que abre el grifo de la misericordia de Dios, se llama arrepentimiento. Sin arrepentimiento nunca nacerá la misericordia de Dios. Sin ir más lejos tenemos el ejemplo del pasaje evangélico que acabamos de transcribir. Un ladrón se arrepiente y se salva, el otro no se arrepiente y puede ser que se haya salvado, pero lo más seguro es pensar que está en compañía de satanás.
Modernamente, esta alegría que se tiene en tratar los temas de la salvación y de la condenación de las almas, ha abierto en la mente de muchos, un camino para llegar a la conclusión de que ni existe el demonio ni existe el infierno y si este último existe está vacío. Desgraciadamente para estas personas que así piensan, el infierno y la condenación son conceptos de épocas medievales, que se utilizaban para controlar a mentes escasamente desarrolladas. Hoy en día, las cosas han cambiado mucho, gracias al progreso científico y al mayor conocimiento que ha alcanzado en su desarrollo la mente humana. ¡Soberbia, soberbia, y nada más que soberbia!, es lo que les invade a todas estas personas que comienzan por ignorar que además de cuerpo que fenecerá, tienen un alma que para bien o para mal, vivirá eternamente.
Pero sin apartarnos del tema de la existencia del arrepentimiento como necesidad ineludible para que se genere la misericordia divina; esta condición se encuentra olvidada y si se tiene en cuenta, los que quieren apurar los apegos y delicias que este pobre mundo nos ofrece, piensan que ya tendrán tiempo de arrepentirse. En el castellano antiguo tenemos muchas estrofas dedicadas a este tema. Una de ellas dice:
Mira que te mira Dios, mira que te está mirando, mira que vas a morir, mira que no sabes cuándo.
Todos tenemos la oportunidad de arrepentirnos en el último momento, para aprovecharnos de la infinita misericordia divina, pero hay que preguntarse: ¿Hay alguien capaz de saber cuál será su último momento? Teológicamente, existen varias teorías, que con diversos matices nos vienen a decir, que existe un momento en el que el alma aún no ha entrado en la eternidad puede vislumbrar la grandeza del Señor, lo que le mueve a un determinado arrepentimiento. El teólogo especializado en temas de escatología José Rico Pavés manifiesta: “Con esta teoría se vendría a decir que en el instante mismo de la muerte, se le concede al hombre la última oportunidad de decidir, con carácter definitivo a favor o en contra de Dios. Hay que decir que se trata solo de una hipótesis que tiene como positivo pretender responder al cumplimiento del designio salvífico universal de Dios: Dios, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, (1Tm 2,4) da a todos los hombres la oportunidad de acoger para siempre su amor”. Pero volvemos a remachar, esto es solo una teoría y la salvación de nuestra propia alma, es un algo muy serio, como para considerarlo dentro de las dudosas posibilidades de una teoría.
Desde antiguo este tema ha ocupado y preocupado a los teólogos, así tenemos por ejemplo la antigua teoría de la “Apocatástasis”, que es la teoría rechazada desde los antiguos concilios (Constantinopla 543), según la cual, el mundo sería regenerado después de la destrucción, y todo el mundo se salvaría. Esta teoría indirectamente suprime el infierno y esta doctrina fue introducida en el Siglo III, por Orígenes.
Solo existe un procedimiento seguro de salvarse, es muy simple: Consiste en vivir continuamente en amistad con el Señor, y si se tiene la desgracia de caer, levantarse enseguida, arrepintiéndose y yendo enseguida a un confesionario, solo así manteniéndose perseverante en la oración y en la frecuencia sacramental, el que esto haga puede estar seguro que se salvará y morirá en los brazos amantes de Nuestra Señora, de Nuestra Madre celestial.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo
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