Cada año, el 28 de diciembre es sinónimo de bromas, burlas y monigotes.
Pero muy lejos de las chistes queda el asesinato de aquellos niños que podrían considerarse los primeros mártires perseguidos y asesinados por la causa de Cristo. Hoy se recuerda de un modo especial a los inocentes asesinados antes de nacer por causa del aborto. Nada de esto suena a broma.
La crónica de lo que ocurrió aquel día, dos años después del nacimiento de Jesús, la escribió el poeta alemán Clemens Brentano, siguiendo el dictado de la beata Ana Catalina Emmerich, quien sufrió los estigmas de la Pasión en su propia carne y quien tuvo, a principios del s. XIX, diferentes visiones sobre la vida de Cristo. Según ella misma, se apareció un ángel a María y le hizo conocer la matanza de los niños inocentes por el rey Herodes. María y José se afligieron mucho y el Niño Jesús, que tenía entonces un año y medio, lloró todo el día. Como no volvieron los Reyes Magos a Jerusalén, y estando Herodes ocupado en algunos asuntos de familia, sus temores se habían calmado un tanto; pero cuando regresó la Sagrada Familia a Nazaret y oyó las cosas que habían acontecido en el templo, con las predicciones de Simeón y de Ana en la ceremonia de la Presentación, aumentaron sus temores y angustias.
La degollación.
Herodes mandó entonces soldados que, con diversos pretextos, debían guardar los lugares alrededor de Jerusalén, a Gilgal, a Belén y hasta Hebrón, y ordenó hacer un censo de los niños. Los soldados ocuparon esos lugares durante nueve meses, mientras Herodes se hallaba en Roma. Después de su vuelta se produjo la degollación de los inocentes.
Juan el Bautista tenía entonces dos años, y había estado escondido en casa de sus padres antes de que Herodes diera la orden para que las madres se presentaran con sus hijos de dos años o menos ante las autoridades locales. Isabel, advertida por un ángel, volvió a huir al desierto con el niño Juan. Jesús tenía entonces año y medio. La matanza tuvo lugar en siete sitios diferentes. Se había engañado a las madres, prometiéndoles premios a su fecundidad; por eso ellas se presentaban a las autoridades vistiendo a sus criaturas con los mejores trajecitos. Los hombres eran previamente alejados de las madres y una vez separados de ellas, fueron degollados en patios cerrados y luego amontonados y enterrados en fosos.
Las madres acudieron con sus niños de dos años o menos a Jerusalén, desde Hebrón, Belén y otros lugares a donde Herodes había mandado a sus soldados y funcionarios. Ellas se dirigieron a las ciudades en grupos diversos: algunas llevaban dos niños montados en asnos. Cuando llegaban, eran conducidas a un gran edificio, siendo despedidos los hombres que las acompañaban. Las madres entraban alegres, creyendo que iban a recibir regalos y gratificaciones en premio a su fecundidad.
Encierro de las madres.
El edificio estaba un tanto aislado y bastante cerca del que fue más tarde el palacio de Pilatos. Como se hallaba rodeado de muros, no se podía saber desde fuera lo que pasaba dentro. Parecía aquello un tribunal, con bloques de piedra y cadenas colgantes. Había árboles que se encorvaban y ataban juntos y luego despedazaban a los desgraciados a ellos atados.
Todo el edificio era sombrío, de construcción maciza. El patio era muy grande como el cementerio que hay al lado de la iglesia parroquial de Dülmen - ciudad natal de la citada beata -. Se abría una puerta entre dos muros y se llegaba al patio, rodeado de construcciones por tres lados. Los edificios de derecha e izquierda eran de un solo piso y el del centro parecía una antigua sinagoga abandonada. Varias puertas daban al patio interno. Las madres fueron llevadas a través del patio a edificios laterales, y allí encerradas. Parecía aquello una especie de hospital o posada. Cuando se vieron encerradas, tuvieron miedo y empezaron a llorar y a lamentarse. Pasaron la noche allí dentro.
Al día siguiente fue la horrible matanza de los niños. El gran edificio posterior que cerraba el patio tenía dos pisos. El inferior era una sala grande, parecida a una prisión o a un cuerpo de guardia, y en el piso superior había ventanas que daban al patio. Allí había algunas personas reunidas en un tribunal; delante de ellas había rollos sobre una mesa. Herodes estaba presente, vestido con un manto rojo adornado de piel blanca, con pequeñas colas negras. Estaba rodeado de los demás y miraba por la ventana de la sala que daba al patio. Las madres eran llamadas una a una para ser llevadas desde los edificios laterales hasta la sala inferior. Al entrar, los soldados les quitaban los niños, llevándolos al patio, donde unos veinte hombres los mataban atravesándoles la garganta y el corazón con espadas y picas. Había niños aún vestidos con pañales, a los cuales amamantaban sus madres, y otros que usaban ya vestiditos. No se ocuparon de desvestirlos, sino que tal como venían los tomaban del bracito o del pie y los arrojaban al montón.
En la fosa común.
El espectáculo era de lo más horrible que puede imaginarse. Las madres fueron amontonadas en la sala grande y cuando veían lo que hacían con sus niños, lanzaban gritos desgarradores, mesándose los cabellos y echándose en brazos unas de otras. Al fin se encontraron tan apretadas que apenas podían moverse.
La matanza duró hasta la noche. Los niños fueron echados más tarde en una fosa común, abierta en el mismo patio. Había unos setecientos niños.
A la noche siguiente vi a las madres sujetas con ligaduras y conducidas por los soldados a sus casas. El lugar de la matanza en Jerusalén fue el antiguo patio de las ejecuciones, a poca distancia del tribunal de Pilatos. Se cumplió así lo que dice el mismo Evangelio de san Mateo, que afirma que en ese día se realizó lo que había avisado el profeta Jeremías: “Un griterío se oye en Ramá (cerca de Belén), es Raquel (la esposa de Israel) que llora a sus hijos, y no se quiere consolar, porque ya no existen” (Jer 31, 15). Y aquellos niños inocentes volaron al cielo a recibir el premio de las almas que no tienen mancha y a orar por sus afligidos padres y pedir para ellos bendiciones.
Estas almas y las de los niños pequeños, según otra devoción privada, en este caso las revelaciones del Señor a santa Faustina Kowalska, son “las más parecidas a mi corazón”. Ellas proporcionaron a Jesucristo, en su dolorosa Pasión, “fortaleza durante mi amarga agonía, ya que las veía como ángeles terrenales, velando junto a mis altares”, como nos enseña la devoción a la Divina Misericordia. Fueron los Santos Inocentes, pues, los primeros mártires del cristianismo, cuando Jesús era apenas un bebé.
Juan García
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