Lo específico del cura son los sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia. Lo demás, dar clases, escribir, lo puede hacer cualquiera, pero esas dos cosas son específicamente nuestras.
Hace unos días, un compañero sacerdote me espetó lo siguiente: “¿Te das cuenta que, desde que estás jubilado y dedicas buena parte de tu tiempo al sacramento de la Penitencia, estás haciendo una labor mucho más sacerdotal que lo que hacías antes, cuando buena parte de tu tiempo lo dedicabas a las clases? Mira, lo específico del cura son los sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia. Lo demás, dar clases, escribir, lo puede hacer cualquiera, pero esas dos cosas son específicamente nuestras”.
No pude por menos de pensar que mi compañero tenía razón y como lo más propio mío ha sido el sacramento de la Penitencia, que era una de las materias que yo daba en el Seminario, me voy a referir especialmente a este sacramento.
Es indudable que el sacerdote debe ser un hombre de fe y oración. Cantidad de veces nos enfrentamos ante problemas gravísimos y los penitentes nos piden que recemos por ellos. Creer en lo que estamos haciendo y valorar la importancia de la oración me parecen sencillamente fundamentales. Tenemos que tomarnos en serio eso que absolvemos en nombre de Dios y que Dios actúa a través nuestro, lo que no disminuye nuestra responsabilidad, sino que la acrece, lo que puede ser motivo para nosotros de un legítimo orgullo y un ser conscientes que sin su gracia, no podemos nada.
La actitud fundamental del sacerdote hacia los penitentes debe ser el amor. Conseguir esta actitud es fácil, porque aparte que la gracia de estado está para algo, vemos al penitente ya arrepentido, es decir bajo la luz de la gracia que posee, al menos en forma de atrición, y en nosotros mismos se realiza un poco aquello del Evangelio: "Más alegría hay en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse" (Lc 15,7). En este sacramento se llega pronto a la conclusión que el hombre no es el malvado absoluto y que es difícil que un penitente llegue a despertar en nosotros sentimientos negativos.
En un mundo donde la precipitación, la falta de tiempo, la impaciencia hace que muchas personas tengan serios problemas de incomunicación, es necesario que la Iglesia ofrezca lugares, tiempos y personas, sacerdotes o laicos, que realicen tareas de acogida y diálogo, al servicio de la caridad y de la ayuda a los demás, donde pueda acudir quien lo desee, bien sea para desahogarse y encontrar un interlocutor, o para reflexionar sobre el sentido de la vida, que le ayude a vivir en paz consigo mismo y a hacer la paz con los demás, aunque no suponga necesariamente ni confesarse ni recibir la absolución, si bien el perdón sacramental es un importante y con frecuencia necesario instrumento para recuperar la paz de la conciencia.
Convencidos de la necesidad de confesarnos a Dios, tal vez dudemos que sea preciso confesarse a un sacerdote. Es Cristo quien nos lo manda, pues una confesión hecha a Dios solo, en el secreto de nuestro corazón, puede ser un autoengaño y una evasión del verdadero arrepentimiento. La presencia de un testigo de Dios y de la Iglesia nos garantiza que Dios está allí, que nos escucha y perdona, y nos permite escuchar del sacerdote la palabra liberadora de la absolución.
La práctica de la confesión permite un equilibrio en la vida espiritual entre la convicción que somos pecadores y la certeza que Dios nos ama, lo que nos permite comprender que el perdón obtenido no viene de nosotros, sino de Dios, que es quien toca nuestro corazón.
Por ello los sacerdotes debemos amar a este sacramento como ministros suyos y como una de nuestras tareas más importantes: "otras obras por falta de tiempo podrían posponerse y hasta dejarse, pero no la de la confesión" (Conferencia Episcopal Española, Instrucción Pastoral “Dejaos reconciliar con Dios” 82); “el confesor muéstrese siempre dispuesto a confesar a los fieles cuando éstos lo pidan razonablemente” (Ritual de la Penitencia2 10 b). Tengamos en cuenta que en pocos sitios es más fácil hacer verdaderamente el bien y ayudar a la conversión hacia Dios que en este sacramento y que Dios no nos pide sino el cumplimiento de nuestro deber de modo humano.
El sacerdote que descuida personalmente este sacramento, será él mismo un mal confesor, dejándose llevar de la pereza y dándose a sí mismo pretextos para evitar el confesionario y deshabituar a los fieles, tanto más cuanto se trata de un servicio difícil. Su abandono es más lamentable, si tenemos en cuenta el enorme bien que este ministerio ha aportado a las almas a lo largo de los siglos. Una cosa es renovarnos y otra muy distinta renunciar a este ministerio.
Y desde luego si queremos que los fieles estimen la confesión, los sacerdotes debemos guiarles no sólo con las palabras, sino sobre todo con el ejemplo. La mejor catequesis es la del sacerdote que se acerca a menudo y con regularidad a este sacramento, que le permite profundizar en la contrición de sus pecados y seguir más fielmente a Cristo, en cuyo nombre perdona a quienes son pecadores como lo es él mismo.
Pedro Trevijano
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