(Ver Primera parte: 29 de octubre 2010 – Segunda parte: 01 de noviembre 2010, en este mismo blog)
El 26 de abril de 1.978 se reunieron en la casa del editor Buonaventur Meyer seis sacerdotes y el psiquiatra Francés M.G. Mouret, director clínico del hospital psiquiátrico de Limoux (Francia). El motivo del encuentro era una sesión de exorcismo para un difícil caso de posesión que ni se resolvía ni evidenciaba pronto final. Tras aquello el Dr. Mouret, con largos años de experiencia clínica, declaró por escrito: “el caso presente no se trata de una esquizofrenia, ni de histeria, sí del control de una persona por una fuerza exterior, que la Iglesia católica llama Posesión”. La “víctima” era una piadosa madre de familia, que arrastraba desde su juventud - los 14 años - tan desconcertante cruz. Así describiría sus sufrimientos: “El miedo y la angustia estrangulaban mi garganta. Los latidos de mi corazón resonaban hasta el cuello. Me sentía asaltada de un terror inmenso que me impedía hasta hablar. La angustia y el terror me penetraban a tal punto que una hora parecía casi una eternidad”.
Las sesiones de exorcismo se alargaban sin notarse verdadera mejoría, y por ellas pasaron diversos sacerdotes, profesores, doctores. Los testimonios que dejaron escritos eran desconcertantes para una modernidad descreída: “de acuerdo con mi experiencia en estos asuntos, estoy convencido que, en el presente caso, se trata ciertamente de posesión y que las revelaciones hechas por los demonios por orden y coacción evidente de un poder superior, no impide que los demonios resistan continuamente a esa imposición”. Y es que a lo largo de las sesiones de exorcismo, bajo el evidente mandato de autoridad del exorcista - y por mandato directo del Cielo -, los demonios empezaron a revelar datos sorprendentes sobre su estrategia. Si el calvario de la víctima parecía no tener fin al menos se empezaba a intuir un sentido: “las revelaciones hechas por los demonios”.
Que tales revelaciones eran muy llamativas lo declara uno de los teólogos correctores del libro en el que el editor Meyer publicaría más tarde tales revelaciones:
“Después de una lectura crítica de la presente obra, después de oír algunas de las grabaciones, después de una visita a la mujer en cuestión, solo me resta declarar lo siguiente. Estoy absolutamente convencido de la autenticidad Divina de las revelaciones aquí publicadas. Yo y mi teología moderna, tenemos que rendirnos ante una humildad tan grande, como la que resaltan los textos”.
Evidentemente no quedaba ahí su sentido de fondo. Había una desconcertante elección expiatoria que así definiría la poseída: “Independientemente de esto, tenía la conciencia de que Dios quería que aceptase esos sufrimientos por la salvación de las almas. Me esforcé por aceptar todo”.
Si las revelaciones fueron muchas, éstas no se habían obtenido de manera fácil y sencilla. Lo explicaría el editor, testigo presencial de los exorcismos:
“Los demonios son forzados por el Cielo a hablar, contra su voluntad, sobre la Iglesia y sobre su situación actual, de tal modo que sus declaraciones contrarían a su reino y favorecen al Reino de Cristo. En su odio, los espíritus infernales evitan, en la mayor parte de las veces pronunciar el Nombre de María, La Bienaventurada, la Virgen y la Madre de Dios. Se refieren a la Virgen Santísima como: “Ella, la de arriba”. También no dicen: “María así lo quiere”, mas, “Ella lo quiere”, “Ella nos fuerza”, “Ella nos manda a decir”. Del mismo modo rodean de diversas maneras, el nombre de Jesús y de la Santísima Trinidad. Muchas veces acompañan sus palabras con un gesto del dedo de la poseída, apuntando para arriba o para abajo. Cuando los demonios exigen oraciones, por ejemplo, cuando dicen que es necesario recitar una oración, las oraciones antes de hablar, es claro que este pedido no resulta de un deseo del infierno, mas del Cielo, que lo pide por medio de los demonios. Durante las revelaciones hechas por su boca, la poseída fue violentamente atormentada con dificultades al respirar, convulsiones, perturbaciones cardíacas y crisis de sofocación. De ahí el carácter muchas veces irregulares de las frases. Como estos exorcismos contrarían al infierno, los demonios se niegan muchas veces en continuar hablando. Además de eso, tienen objeciones diversas, rezongan, gritan, cambian. El cincuenta por ciento de estas partes fueron omitidas por cuestiones de brevedad y simplificación, mas, en su conjunto, la lucha fue mucho mas dura y prolongada de lo que el lector podrá imaginar”.
Las revelaciones, junto con la somera descripción narrativa, impregnaban las páginas de evidencias de lo sobrenatural. Lo material se deshacía ante los ojos y uno podía percibir, masticar, la real existencia de un mundo sobrenatural escondido a los sentidos, pero que en aquellas sesiones de exorcismo se volvía cruelmente real. Y todo ello plagado de revelaciones provocativas para espíritus apocados:
“Solo la intervención del propio Dios, de aquel de allá arriba (apunta para arriba), puede todavía salvar a la Iglesia. La tenemos totalmente presa en nuestras redes. Corre el peligro de perecer. La situación es crítica. Está acorralada por los modernismos, por las ideas de los profesores, de los doctores, de los Padres que se creen más inteligentes que los otros. Solo la oración y la penitencia la pueden todavía juntar, mas son bien pocos los que la practican (respira profundamente y con dificultad)”.
Entre sufrimientos y frases entrecortadas en un tono plagado de odio y frialdad, se iba revelando el alcance de la batalla espiritual que enfrentaba al infierno contra la Iglesia y sus fieles. Pero desgraciadamente se percibía frase a frase, que del alcance de esa batalla sólo era consciente el infierno. La Iglesia despreciaba sus tesoros, despreciaba sus armas:
“¡El Santísimo Sacramento del Altar! Si supieran la bendición que guardan, las bendiciones que él hacía antiguamente, cuando era expuesto el Sagrario y el pueblo, delante de él, ¡se hacia oración reparadora! Y de gran eficacia contra los pecados. Todas esas cosas dejaron de existir y es por eso que también menos almas se salvan. No quiero continuar hablando, ¡no quiero hablar más!”
¿Era exagerado? Al menos era notorio el giro que había dado el mundo. Benedicto XVI lo calificaría como un “un mundo desacralizado y una época marcada por una preocupante cultura del vacío y del sin sentido”, cuya cura o remedio no estaba en el mismo mundo: “Un mundo que tiene que crear su justicia por sí mismo es un mundo sin esperanza. Nadie ni nada responde del sufrimiento de los siglos. Nadie ni nada garantiza que el cinismo del poder - bajo cualquier seductor revestimiento ideológico que se presente - no siga mangoneando en el mundo”. (Spe Salvi, Benedicto XVI). La respuesta la tenía la Iglesia en sus riquezas espirituales:
“Para construir una Europa ‘nueva’ hay que comenzar con las nuevas generaciones, ofreciéndoles la posibilidad de enlazar íntimamente las riquezas espirituales de la liturgia, de la meditación y de la lectio divina. En realidad, esta acción pastoral y formativa es hoy aún más necesaria por el bien de toda la familia humana”. (Benedicto XVI, mensaje a los Benedictinos).
Y eran estas riquezas las que no estaba cuidando la Iglesia por su propia culpa. Así lo reconocería el entonces cardenal Ratzinger en muchas ocasiones, una de ellas en el año 2000, en el jubileo de profesores de religión y catequistas:
“La liturgia (los sacramentos) no es un tema adjunto al de la predicación del Dios vivo, sino la concretización de nuestra relación con Dios. En este contexto desearía hacer una observación general sobre la cuestión litúrgica. Con frecuencia nuestro modo de celebrar la liturgia es demasiado racionalista. La liturgia se convierte en enseñanza, cuyo criterio es que la entiendan. Eso a menudo tiene como consecuencia la banalización del misterio, el predominio de nuestras palabras, la repetición de una serie de palabras que parecen más inteligibles y más gratas a la gente. Pero esto es un error no sólo teológico, sino también psicológico y pastoral. La ola de esoterismo, la difusión de técnicas asiáticas de distensión y de auto-vaciamiento muestran que en nuestras liturgias falta algo. Precisamente en el mundo actual necesitamos el silencio, el misterio supraindividual, la belleza. La liturgia no es una invención del sacerdote celebrante o de un grupo de especialistas. La liturgia - el rito - se ha desarrollado en un proceso orgánico a lo largo de los siglos; encierra el fruto de la experiencia de fe de todas las generaciones. Aunque los participantes tal vez no comprendan todas sus fórmulas, perciben su significado profundo, la presencia del misterio, que trasciendo todas las palabras”.
¿Extrañaban entonces las revelaciones del infierno en esta misma línea? Mas bien constataban y evidenciaban un misterio: que en la dignidad de la Santa Misa la Iglesia tenía su fuerza, y contra esa fuerza había que volcar todo el odio y la perversión.
“Son incalculables las Gracias que se consiguen en el Santo Sacrificio de la Cruz, por cuya oferta, la Sangre de Cristo corre de nuevo. Nosotros, allá abajo (apunta para abajo) odiamos este sacrificio de la Misa, que es celebrado todos los días en muchas Iglesias. En muchas casas de Dios, no siempre es convenientemente celebrada. Antiguamente, era horrible para nosotros, cuando se celebraba el tradicional Sacrificio de la Misa. Efectivamente, era renovado el Sacrificio de Cristo en la Cruz que apaga los pecados y que consigue gracias extraordinarias para la salvación de las almas, que sin eso, se perderían por millares e irían a parar al infierno. Debo todavía agregar esto (suelta gemidos); no digo mas nada, no quiero decir nada más”.
Toda la reacción de la Iglesia pasaba por la santa Misa, de modo que desactivar la sacralidad de la Misa, de la Eucaristía, era el mejor y más rápido medio de desactivar la reacción de la Iglesia. ¿Extraña entonces el encono contra el Papa Benedicto XVI al publicar el Motu Proprio “Summorum Pontificum”, o extraña acaso la falta de diligencia con que las conferencias episcopales cumplen los mandatos del Papa de traducir el pro multis de la consagración? Es parte de la misma batalla que algunos en la Iglesia han decidido vivir desde el lado del enemigo.
César Uribarri
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