Leía no hace mucho a un presunto intelectual en un artículo en el que se despachaba a gusto contra obispos y demás gentes reprimidas de la Iglesia Católica.
A la Iglesia hay que volatilizarla, que desaparezca. Nada nuevo bajo el sol. Un montón de lugares comunes y rencor. Inaceptable todo no ya por el respeto que se merecen los demás, si no por el respeto que se merece a si mismo alguien que se supone trabaja con su inteligencia y que debería hacerlo con un mínimo rigor. La diatriba era completa, aunque yo creo que al tipo en cuestión el asunto le importaba una higa. Debía tratarse de la columna cuota que exige nuestra refinada progresía a todo socio que se precie. Pues el clan tiene estas cosas.
Hay ocasiones en que lo más fácil, y cómodo, es dejar pasar el vituperio de turno, no decir nada, seguir con lo nuestro. Como mucho una cartita al director y ya está, arreglado (y no digo que no haya que escribirlas). Mientras, se cachondean impunemente a nuestra costa y tratan a los católicos como gentecilla. ¿Puede pensarse todavía que el personal habla por hablar? ¿Podemos dejar pasar una vez más la ácida ironía y el dispendio de la verdad? Una verdad que se despacha en unas cuantas líneas o en un mal chiste o en una falta de rigor que da lo mismo. Van a lo que van. Saben que muchos les reirán la gracia. Da rabia, porque lo que parece es que los cristianos vivimos acomplejados, o subterráneos en la rutina, o con el alma flotando en la calma chicha de la abulia.
Calla, calla, que vas a ponerte en evidencia. Y nos escondemos detrás de otra conversación. ¿Desde cuando un cristiano es cobarde? ¿Miedo? ¿Miedo de estos incapaces soplagaitas que nos arrastran al camelo de sus consignas? ¿No veis como se aprovechan de nuestra desidia? No hay que bajar la voz cuando hablamos de Dios con un amigo. No hay que tener vergüenza de poner un crucifijo sobre nuestra mesa de trabajo. No hay que temer escribir en cristiano y defender a la Iglesia. La única manera de que nos respeten es hacer respetar a Cristo. Con nuestra coherencia de vida lo primero. Y si hace falta un poco más de vehemencia y un par de tacos pues también. Además la felicidad de nuestra fe es mucho más contagiosa que el poder del dinero o la insidia de la mentira. Sin comparación.
Hay cristianos en España que piensan que siempre hay otros que les sacarán las castañas del fuego. Y asisten con estupor como meros espectadores de la representación. Pinchan un digital aquí, van a una conferencia allá, o leen algún libro del Padre Topete. Siendo muy devotos de Jiménez Losantos o César Vidal, de La Gaceta o de El gato al agua (lo cual no está mal si sirve como iniciativa de algo más). La verdadera oposición a la degradación moral no está tanto en el Congreso de los Diputados como en los actos de nuestra responsabilidad personal a lo largo de cada día. Y vivimos tiempos en los que hay que responder con arrojo a la patraña. Con gallardía y compromiso. Y naturalidad. Dedicando tiempo. Cada uno desde su sitio. Comiendo un pincho de tortilla o dando nuestra fundamentada opinión sobre un libro o sobre una gacetilla que nos quiere quitar de en medio.
La oración es contemplación y es acción. Es intensa vida de piedad y es testimonio radical de Dios en nuestro horario. La oración es amor de Dios y por lo tanto valentía para estar al pie de la Cruz y en primera línea de calle y de trabajo y de opinión. La oración es el sistema nervioso del cristiano, el impulso que nos lleva a no cejar, a obrar como hijos de Dios y fieles y curtidos hijos de Su Iglesia. Y es llegada la hora de sacar pecho, de poner el alma al descubierto. Estemos donde estemos. El gran misterio es que sin nosotros Dios no puede hacer nada. Nos necesita desde hace unos cuantos siglos. Él quiso que así fuera. Él quiere que así sea. Con libertad, con gracia, con soltura. Sin transigir en lo que no se puede transigir. Basta ya de obscenidades e indecencias, de vilipendios e infamias. La Iglesia Católica somos cada uno, es hora de arremangarse la timidez o la pereza, o el prestigio o el patrimonio, o ese tiempo que no tenemos. Los laicos los primeros en dar la cara.
Guillermo Urbizu
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