Estas son las cuartas palabras en arameo, que Nuestro Señor pronunció desde la cruz.
Cerca de la hora sexta, el Señor profirió un fuerte grito en arameo diciendo estas palabras. La traducción de estas, nos la da el mismo evangelista (Mc 15,33-36), cuando nos dice que, los que oyeron estas palabras al principio decían: está llamando a Elías. Pero no era a Elías a quien invocaba sino al Padre celestial, diciéndole: “¡Dios míos, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado? Era este, el grito desgarrador de dolor y angustia de Nuestro Señor, antes de entregar su vida humana al Padre.
Comenta el obispo Fulton Sheen, que posiblemente fuese en este momento, en que pronunció estas palabras y también en la agonía de la Oración del Huerto, los dos momentos donde el dolor y la angustia fuesen mayores, porque en ellos, más que en ningún otro momento de la pasión, su alma estaba sumida en regiones de las más oscuras tinieblas, y su sufrimiento psíquico era muy superior al físico de la crucifixión. El suyo era un grito de sufrimiento en soledad, acudiendo al Padre en su desaliento.
Esta invocación del Señor es el comienzo del salmo 22, bien conocido por Él, lo que hace suponer a más de un exégeta que el Señor más que de una invocando directa al Padre y mucho menos tratando de reprocharle el abandono en que se encontraba, lo que hacía era aplicarse a si mismo rezando este salmo, cuyos primeros versículos dicen así: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me abandonaste? ¡Las palabras que lanzo no me salvan! Mi Dios, de día llamo y no me atiendes, de noche, mas no encuentro mi reposo. Tú, sin embargo, estás en el Santuario, de allí sube hasta ti la alabanza de Israel. En ti nuestros padres esperaron, esperaban y tú los liberabas. A ti clamaban y quedaban libres, su espera puesta en ti no fue fallida…” (Sal 22, 2-6).
En medio de estas tinieblas, en las que el Señor se encontraba, había en Él una certeza que no le permitía vacilar, Él no puede vacilar. Él sabía que, a pesar de su silencio, el Padre está siempre con Él. Así, si continuamos con la lectura de este salmo, veremos que toda la segunda parte del mismo es un canto de confianza que se levanta y amplifica hasta transformarse en clamor de triunfo; el crucificado del Viernes Santo, se cambia en el Señor de la gloria, y su imperio será universal. El Señor había dicho anteriormente: “Y yo cuando sea levando de la tierra, atraeré a todos hacia mí. Decía esto para significar de qué muerte iba a morir”. (Jn 12,32-33).
En el salmo 22, en su pleno sentido una vez leído en su totalidad, vemos que nos hace referencia, al futuro Mesías, cuyos supremos dolores predice. El Señor iniciando este salmo desde lo alto de la cruz, vino a reafirmarnos una vez más, que Él era el Mesías que Israel esperaba y Él mismo se aplicaba el contenido del salmo, el cual hace una continua referencia a las desgracias y sufrimientos que ha de soportar el Mesías. El salmo en su estructura se puede dividir en cinco partes: La primera parte es la angustiosa llamada que se hace a Dios Padre. La segunda parte está constituida por la angustiosa relación de los sufrimiento vividos por el Señor. En la tercera parte se realiza una súplica angustiosa al Dios Padre Solicitando la liberación. La cuarta parte es una acción de gracias por la liberación y la quinta y última es una alabanza final a Dios Padre. El salmo como vemos termina gozosamente con el triunfo del Mesías, es decir explícitamente no se lee, pero se intuye la gloriosa resurrección del Señor, es decir su triunfo sobre la muerte. Los últimos versículos del salmo constituyen una alabanza a Dios.
Si observamos detenidamente, veremos que en todas las situaciones de la vida, el mal que se nos origina, el sufrimiento, no es ni mucho menos perenne, siempre tras el dolor aparece el goce. En general, la felicidad sucede siempre al sufrimiento. No cabe duda, de que tras el sufrimiento siempre aparece la felicidad. Contemplemos la vida terrenal, en la que hay siempre un saldo final de alegrías y sufrimientos. En este saldo, los sufrimientos se llevan la palma, aunque muchos digan que siempre han sido felices, esto no es así, lo que ocurre es que unos tienen una mayor capacidad de aceptación y resignación que otros, y un espíritu más optimista, o entienden por felicidad lo que no lo es. Hemos sido creados y estamos preparados y llamados a una felicidad eterna, que este mundo no nos la puede proporcionar. Por otro lado, muchas veces lo que denominamos felicidad en este mundo, es una caricatura de la auténtica felicidad.
En la propia vida humana, son muchos los ejemplos que podemos poner en los que para obtener felicidad se ha de sufrir primero, tal es el caso del que el mismo Jesús nos habla y nos dice: “La mujer, cuando pare, siente tristeza, porque llega su hora; pero cuando ha dado luz a un hijo, ya no se acuerda de la tribulación por el gozo que tiene de haber venido al mundo un hombre. Vosotros, pues, ahora tenéis tristeza; pero de nuevo os veré, y se alegrará vuestro corazón, y nadie será capaz de quitaros vuestra alegría”. (Jn 16,21-22). El sufrimiento en el esfuerzo trae consigo al final la felicidad de la remuneración.
El santo fundador del Opus Dei, San Josemaría Escrivá, participaba de esta opinión cuando destacaba que: en la vida de Cristo el Calvario precedió a la Resurrección y a Pentecostés, y ese mismo proceso debe de reproducirse en la vida de cada cristiano. Nuestro Señor nos ofreció una cruz para llevar en esta vida, debiendo negarnos a nosotros mismos, si es que después queremos alcanzar la felicidad eterna. “El que quiera venir en pos de mi, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la hallara”. (Mt 16, 24-25). Y no hay otra alternativa, o se toma o se deja. Las cosas son así, no como nuestra carne y concupiscencia desearían que fuesen.
En nuestras vidas, desde luego que hay momentos en que el sufrimiento nos ahoga de tal forma, que en nuestro interior gritamos: “Dios mío, Dios mío. Qué he hecho, porqué me has abandonado”. Y la realidad es que jamás, Él nos abandona, aunque nos sintamos desamparados. Cuantos niños pequeños rompen a llorar porque no ven a su madre y se sienten desamparados, y sin embargo la madre no los ha abandonado y está al cuidado de él o de ellos. Esto nos pasa a nosotros. Somos niños pequeños que nos creemos abandonados en medio de un bullicio de personas desconocidas.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo
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