martes, 27 de julio de 2010

VIVIR LA PUREZA NECESITA GRACIA, VALOR Y BUEN GUSTO


Cuando baja la marea religiosa, la hediondez de las almas se difunde.
N.G.D.

La relajación de costumbres se está convirtiendo en paradigma de un progreso hueco, en el ejemplo de toda una generación que abomina de lo correcto, de una vida limpia. La virtud es ya una pamplina, algo que no está en consonancia con lo que nos pide el cuerpo. No digamos la pureza. La publicidad y la moda son los nuevos mandamientos. Escandalizar o hacer el ridículo es lo de menos, siempre y cuando se pueda lucir el palmito. El sexo es el reclamo más fácil, en una sociedad inmadura de afectos. Es una auténtica obsesión, que tiene un algo de enfermizo. El impudor es ya una costumbre. Sexo libre, negocio increíble. Con absoluta bellaquería nos encadenan al instinto. Se enaltecen los actos más viles. Llaman amor a lo que siempre ha sido lujuria, obscenidad o lascivia. Cuando la palabra amor - su significado - es el último resquicio de civilización que nos queda. Y con ella intentan justificar el desmadre. Culto al cuerpo en el templo pagano de un refinamiento narcisista y una política de burdel. La inteligencia anda desnuda de todo aparejo espiritual. Como mucho en tanga posmoderno. El proceso cognitivo se ha transmutado en un gregarismo coitivo. Es la dictadura de la apetencia, del placer inmediato. Sex food. Entre lo absurdo y lo trágico. Entre lo irracional y la mentira. La reproducción del ser humano ha pasado a un segundo plano, con toda su jerarquía de ternura, afectos, niños y deberes. Para aquellos que todavía creemos en la responsabilidad y no en el capricho, en la fidelidad y no en el alterne. Pobres memos ignaros, que desconocemos la liberación sexual, viendo así incumplidos los deseos más tortuosos del inconsciente y su desenfreno dionisiaco. Pero esa supuesta liberación es en realidad una perpetua inmadurez adolescente, una letanía de esclavitudes, una tristeza que salta a la vista. Es decir, algo tan viejo como el hombre. Viene a la memoria la obra de D. H. Lawrence, que creyó descubrir en los poderes del sexo el hálito de una verdadera fe. O pienso en André Gide, en su búsqueda voluptuosa de una referencia profunda, que le acarreó tantos sinsabores. Y mil autores más que creyeron siempre que la Iglesia era el obstáculo mayor para la evolución del “buen gusto”. Pero no me voy a ir por los cerros de la literatura. Pienso que una de las crisis del hombre contemporáneo es precisamente la crisis del sexo. En definitiva, el vilipendio de la moral cristiana. La pureza es vista como algo enfermizo. Su vulgarización ha supuesto - y supone - un trastorno espiritual y social considerable, un lastre emocional que nos está saliendo demasiado caro. Y esto es sólo el principio. Que cada uno puede hacer de su capa un sayo es un hecho, pero también es un hecho que prevalece la brutalidad epicúrea de un erotismo desaforado, que en ocasiones evoluciona hacia la lubricidad más asquerosa. La maravilla que es el cuerpo humano se corrompe en una exhibición fría, prostituida, vacía. Sin encanto. Seamos serios. ¿Qué hay detrás de toda esta servidumbre sexual? Una sociedad sin alma, un hastío generalizado, un comercio sin escrúpulos, una campaña sombría. Y un dejarse llevar por lo más fácil. Los gobiernos quieren erigirse como los máximos legisladores del sexo. Sin que se les pase una. Con sus burócratas de turno y ministros impulsores del lenocinio. ¿Para qué tanto empecinamiento soez, tanto celestineo pelmazo? Lo dicho, es el escándalo como práctica política habitual, como enajenamiento social. Pero los cristianos no debemos permanecer a la intemperie de lo que nos ofrezcan, sin luchar, sin ser coherentes con nuestra fe. "La ética debe ser la estética de la conducta", dice Gómez Dávila. En estos días veraniegos se nos ofrece una estupenda posibilidad para dar criterio y ejemplo. Porque debemos programar las vacaciones cristianamente, lo que no quiere decir que seamos unos pasmados o vivamos en otro mundo. Nuestro mundo es éste, y debemos intentar llevar el amor de Dios a cada rincón. Incluidas las playas. Pero sin ser ingenuos ni tentar la suerte. Alma a alma. ¿Que nos llaman radicales o puritanos o meapilas? Bueno, ¿y qué? Un cristiano no tiene miedo de nada. Si acaso un poco de precaución consigo mismo.
Guillermo Urbizu

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