PROLOGO
Hubo un hombre de vida venerable, por gracia y por nombre Benito, que desde su infancia tuvo cordura de anciano. En efecto, adelantándose por sus costumbres a la edad, no entregó su espíritu a placer sensual alguno, sino que estando aún en esta tierra y pudiendo gozar libremente de las cosas temporales, despreció el mundo con sus flores, cual si estuviera marchito. Nació en el seno de una familia libre, en la región de Nursia, y fue enviado a Roma a cursar los estudios de las ciencias liberales. Pero al ver que muchos iban por los caminos escabrosos del vicio, retiró su pie, que apenas había pisado el umbral del mundo, temeroso de que por alcanzar algo del saber mundano, cayera también él en tan horrible precipicio. Despreció, pues, el estudio de las letras y abandonó la casa y los bienes de su padre. Y deseando agradar únicamente a Dios, buscó el hábito de la vida monástica. Retiróse, pues, sabiamente ignorante y prudentemente indocto. No conozco todos los hechos de su vida, pero los que voy a narrar aquí los sé por referencias de cuatro de sus discípulos, a saber: Constantino, varón venerabilísimo, que le sucedió en el gobierno del monasterio; Valentiniano, que gobernó durante muchos años el monasterio de Letrán; Simplicio, que fue el tercer superior de su comunidad, después de él; y Honorato, que todavía hoy gobierna el cenobio donde vivió primero.
CAPITULO I
LA CRIBA ROTA Y REPARADA
Abandonado ya el estudio de las letras, hizo propósito de retirarse al desierto, acompañado únicamente de su nodriza, que le amaba tiernamente. Llegaron a un lugar llamado Effide, donde retenidos por la caridad de muchos hombres honrados, se quedaron a vivir junto a la iglesia de San Pedro.
La ya citada nodriza, pidió a las vecinas que le prestaran una criba para limpiar el trigo. Dejóla incautamente sobre la mesa y fortuitamente se quebró y quedó partida en dos trozos. Al regresar la nodriza, empezó a llorar desconsolada, viendo rota la criba que había recibido prestada. Pero Benito, joven piadoso y compasivo, al ver llorar a su nodriza, compadecido de su dolor, tomó consigo los trozos de la criba rota e hizo oración con lágrimas. A1 acabar su oración encontró junto a sí la criba tan entera, que no podía hallarse en ella señal alguna de fractura. Al punto, consolando cariñosamente a su nodriza, le devolvió entera la criba que había tomado rota.
El hecho fue conocido de todos los del lugar. Y causó tanta admiración, que sus habitantes colgaron la criba a la entrada de la iglesia, para que presentes y venideros conocieran con cuánta perfección el joven Benito había dado comienzo a su vida monástica. Y durante años, todo el mundo pudo ver la criba allí, puesto que permaneció suspendida sobre la puerta de la iglesia hasta estos tiempos de la invasión lombarda.
Pero Benito, deseando más sufrir los desprecios del mundo que recibir sus alabanzas, y fatigarse con trabajos por Dios más que verse ensalzado con los favores de esta vida, huyó ocultamente de su nodriza y buscó el retiro de un lugar solitario, llamado Subiaco, distante de la ciudad de Roma unas cuarenta millas. En este lugar manan aguas frescas y límpidas, cuya abundancia se recoge primero en un gran lago y luego sale formando un río.
Mientras iba huyendo hacia este lugar, un monje llamado Román le encontró en el camino y le preguntó adónde iba. Y cuando tuvo conocimiento de su propósito guardóle el secreto y le animó a llevarlo a cabo, dándole el hábito de la vida monástica y ayudándole en lo que pudo.
El hombre de Dios, al llegar a aquel lugar, se refugió en una cueva estrechísima, donde permaneció por espacio de tres años ignorado de todos, fuera del monje Román, que vivía no lejos de allí, en un monasterio puesto bajo la regla del abad Adeodato, y en determinados días, hurtando piadosamente algunas horas a la vigilancia de su abad, llevaba a Benito el pan que había podido sustraer, a hurtadillas, de su propia comida.
Desde el monasterio de Román no había camino para ir hasta la cueva, porque ésta caía debajo de una gran peña. Pero Román, desde la misma roca hacía descender el pan, sujeto a una cuerda muy larga, a la que ató una campanilla, para que el hombre de Dios, al oír su tintineo, supiera que le enviaba el pan y saliese a recogerlo.
Pero el antiguo enemigo que veía con malos ojos la caridad de uno y la refección del otro, un día, al ver bajar el pan, lanzó una piedra y rompió la campanilla. Pero no por eso dejó Román de ayudarle con otros medios oportunos. Mas queriendo Dios todopoderoso que Román descansara de su trabajo y dar a conocer la vida de Benito para que sirviera de ejemplo a los hombres, puso la luz sobre el candelero para que brillara e iluminara a todos los que estuvieran en la casa de Dios.
Bastante lejos de allí vivía un sacerdote que había preparado su comida para la fiesta de Pascua. El Señor se le apareció y le dijo:
-"Tú te preparas cosas deliciosas y mi siervo en tal lugar está pasando hambre".
Inmediatamente el sacerdote se levantó y en el mismo día de la solemnidad de la Pascua, con los alimentos que había preparado para sí, se dirigió al lugar indicado. Buscó al hombre de Dios a través de abruptos montes y profundos valles y por las hondonadas de aquella tierra, hasta que lo encontró escondido en su cueva. Oraron, alabaron a Dios todopoderoso y se sentaron. Después de haber tenido agradables coloquios espirituales, el sacerdote le dijo:
-"¡Vamos a comer! que hoy es Pascua".
A lo que respondió el hombre de Dios:
-"Sí, para mí hoy es Pascua, porque he merecido verte".
Es que estando como estaba alejado de los hombres, ignoraba efectivamente que aquel día fuese la solemnidad de la Pascua 9. Pero el buen sacerdote insistió diciendo:
-"Créeme: hoy es el día de Pascua de Resurrección del Señor. No debes ayunar, puesto que he sido enviado para que juntos tomemos los dones del Señor".
Bendijeron a Dios y comieron, y acabada la comida y conversación el sacerdote regresó a su iglesia.
También por aquel entonces le encontraron unos pastores oculto en su cueva. Viéndole, por entre la maleza, vestido de pieles, creyeron que era alguna fiera. Pero reconociendo luego que era un siervo de Dios, muchos de ellos trocaron sus instintos feroces por la dulzura de la piedad. Su nombre se dio a conocer por los lugares comarcanos y desde entonces fue visitado por muchos, que al llevarle el alimento para su cuerpo recibían a cambio, de su boca, el alimento espiritual para sus almas.
CAPITULO II
COMO VENCIÓ UNA TENTACIÓN DE LA CARNE
Un día, estando a solas, se presentó el tentador. Un ave pequeña y negra, llamada vulgarmente mirlo, empezó a revolotear alrededor de su rostro, de tal manera que hubiera podido atraparla con la mano si el santo varón hubiera querido apresarla. Pero hizo la señal de la cruz y el ave se alejó. No bien se hubo marchado el ave, le sobrevino una tentación carnal tan violenta, cual nunca la había experimentado el santo varón. El maligno espíritu representó ante los ojos de su alma cierta mujer que había visto antaño y el recuerdo de su hermosura inflamó de tal manera el ánimo del siervo de Dios, que apenas cabía en su pecho la llama del amor. Vencido por la pasión, estaba ya casi decidido a dejar la soledad. Pero tocado súbitamente por la gracia divina volvió en sí, y viendo un espeso matorral de zarzas y ortigas que allí cerca crecía, se despojó del vestido y desnudo se echó en aquellos aguijones de espinas y punzantes ortigas, y habiéndose revolcado en ellas durante largo rato, salió con todo el cuerpo herido. Pero de esta manera por las heridas de la piel del cuerpo curó la herida del alma, porque trocó el deleite en dolor, y el ardor que tan vivamente sentía por fuera extinguió el fuego que ilícitamente le abrasaba por dentro. Así, venció el pecado, mudando el incendio.
Desde entonces, según él mismo solía contar a sus discípulos, la tentación voluptuosa quedó en él tan amortiguada, que nunca más volvió a sentir en sí mismo nada semejante.
Después de esto, muchos empezaron a dejar el mundo para ponerse bajo su dirección, puesto que, libre del engaño de la tentación, fue tenido ya con razón por maestro de virtudes. Por eso manda Moisés que los levitas sirvan en el templo a partir de los veinticinco años cumplidos, pero sólo a partir de los cincuenta les permite custodiar los vasos sagrados.
PEDRO.- Algo comprendo del sentido del pasaje que has aducido, sin embargo te ruego que me lo expongas con más claridad.
GREGORIO.- Es evidente, Pedro, que en la juventud arde con más fuerza la tentación de la carne, pero a partir de los cincuenta años el calor del cuerpo se enfría. Los vasos sagrados son las almas de los fieles. Por eso conviene que los elegidos, mientras son aún tentados, estén sometidos a un servicio y se fatiguen con trabajos, pero cuando ya el alma ha llegado a la edad tranquila y ha cesado el calor de la tentación, sean custodios de los vasos sagrados, porque entonces son constituidos maestros de las almas.
PEDRO.- Bien, estoy de acuerdo. Pero ya que me has manifestado el sentido oculto de este pasaje, te pido que sigas contándomela vida de este justo, que has comenzado a narrar.
CAPÍTULO III
EL JARRO ROTO POR LA SEÑAL DE LA CRUZ
GREGORIO.- Alejada ya la tentación, el hombre de Dios, cual tierra libre de espinas y abrojos, empezó a dar copiosos frutos en la mies de las virtudes, y la fama de su eminente santidad hizo célebre su nombre.
No lejos de allí, había un monasterio cuyo abad había fallecido, y todos los monjes de su comunidad fueron adonde estaba el venerable Benito y con grandes instancias le suplicaron que fuera su prelado. Durante mucho tiempo no quiso aceptar la propuesta, pronosticándoles que no podía ajustarse su estilo de vida al de ellos, pero al fin, vencido por sus reiteradas súplicas, dio su consentimiento. Instauró en aquel monasterio la observancia regular, y no permitió a nadie desviarse como antes, por actos ilícitos, ni a derecha ni a izquierda del camino de la perfección. Entonces, los monjes que había recibido bajo su dirección, empezaron a acusarse a sí mismos de haberle pedido que les gobernase, pues su vida tortuosa contrastaba con la rectitud de vida del santo.
Viendo que bajo su gobierno no les sería permitido nada ilícito, se lamentaban de tener que, por una parte renunciar a su forma de vida, y por otra, haber de aceptar normas nuevas con su espíritu envejecido. Y como la vida de los buenos es siempre inaguantable para los malos, empezaron a tratar de cómo le darían muerte. Después de tomar esta decisión, echaron veneno en su vino. Según la costumbre del monasterio, fue presentado al abad, que estaba en la mesa, el jarro de cristal que contenía aquella bebida envenenada, para que lo bendijera; Benito levantó la mano y trazó la señal de la cruz. Y en el mismo instante, el jarro que estaba algo distante de él, se quebró y quedó roto en tantos pedazos, que más parecía que aquel jarro que contenía la muerte, en vez de recibir la señal de la cruz hubiera recibido una pedrada. En seguida comprendió el hombre de Dios que aquel vaso contenía una bebida de muerte, puesto que no había podido soportar la señal de la vida. Al momento se levantó de la mesa, reunió a los monjes y con rostro sereno y ánimo tranquilo les dijo:
-"Que Dios todopoderoso se apiade de vosotros, hermanos. ¿Por qué quisisteis hacer esto conmigo? ¿Acaso no os lo dije desde el principio que mi estilo de vida era incompatible con el vuestro? Id a buscar un abad de acuerdo con vuestra forma de vivir, porque en adelante no podréis contar conmigo".
Entonces regresó a su amada soledad y allí vivió consigo mismo, bajo la mirada del celestial Espectador.
PEDRO.- No acabo de entender qué quiere decir eso de que "vivió consigo mismo".
GREGORIO.- Si el santo varón hubiese querido tener por más tiempo sujetos contra su voluntad a aquellos que unánimemente atentaban contra él, y que tan lejos estaban de vivir según su estilo, quizás el trabajo hubiera excedido a sus fuerzas y perdido la paz, y hasta es posible que hubiera desviado los ojos de su alma de los rayos luminosos de la contemplación. Pues fatigado por el cuidado diario de la corrección de ellos, hubiera negligido su interior. Y acaso olvidándose de sí mismo, tampoco hubiera sido de provecho a los demás. Pues, sabido es, que cada vez que por el peso de una desmesurada preocupación salimos de nosotros mismos, aunque no dejemos de ser lo que somos, no estamos en nosotros mismos, ya que divagando en otras cosas no nos percatamos de lo nuestro. ¿Acaso diremos que vivía consigo mismo aquel que marchando a una región lejana, derrochó la hacienda que había recibido y tuvo que ajustarse con un hombre de aquel país, que le envió a apacentar puercos, a los cuales veía hartarse de bellotas mientras él pasaba hambre? Y sin embargo, cuando empezó a reflexionar sobre los bienes que había perdido, la Escritura dice de él: Volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre andan sobrados de pan! (Lc 15,17). Si, pues, estuvo consigo, ¿cómo volvió en sí? Por eso dije, que este venerable varón habitó consigo mismo, porque teniendo continuamente los ojos puestos en la guarda de sí mismo, viéndose siempre ante la mirada del Creador, y examinándose continuamente, no salió fuera de sí mismo, echando miradas al exterior.
PEDRO.- Entonces, ¿cómo se explica lo que está escrito del apóstol Pedro, cuando fue sacado de la cárcel por el ángel: Volviendo en sí, dijo: Ahora conozco verdaderamente que el Señor ha enviado su ángel y me ha librado de las manos de Herodes y de la expectación de todo el pueblo judío? (Hch 12,11).
GREGORIO.- De dos maneras, Pedro, se dice que salimos de nosotros mismos. Cuando caemos por debajo de nosotros mismos, por un pecado de pensamiento, o cuando somos elevados por encima de nosotros mismos, por la gracia de la contemplación. Aquel que apacentó a los puercos cayó por debajo de sí, a causa de la divagación de su mente y de la inmundicia de su alma. Por el contrario, este otro a quien el ángel liberó y arrebató su espíritu en éxtasis salió ciertamente fuera de sí, pero por encima de sí mismo. Ambos volvieron en sí, el uno cuando abandonó su vida errada y se recogió en su corazón; el otro cuando al bajar de la contemplación retornó a su estado de conciencia habitual. Así, pues, el venerable Benito habitó consigo mismo en aquella soledad, en el sentido de que se mantuvo dentro de los límites de su pensamiento. Pero cada vez que le arrebató a lo alto el fuego de la contemplación, entonces fue elevado por encima de sí mismo.
PEDRO.- Esto queda claro. Pero dime, te ruego: ¿Podía abandonar a aquellos monjes después de haber aceptado encargarse de ellos?
GREGORIO.- Entiendo, Pedro, que se ha de tolerar con entereza a un grupo de malos, si en él hay algunos buenos a quienes se pueda ayudar. Pero donde falta en absoluto el fruto, porque no hay buenos, es inútil afanarse por los malos, sobre todo si se presenta la ocasión de hacer otras obras que puedan reportar mayor gloria a Dios. Según esto, ¿para qué iba a permanecer allí por más tiempo el santo varón, si veía que todos a una le perseguían? Además, sucede con frecuencia en las almas perfectas - cosa que no debemos olvidar - que cuando se dan cuenta de que su trabajo produce poco fruto, se marchan a otra parte donde puedan hacer más fruto. Por eso, aquel esclarecido predicador, que deseaba ser liberado de su cuerpo mortal y estar con Cristo, para el cual su vivir era Cristo y una ganancia el morir (FI 1,21), y que no sólo anhelaba las persecuciones, sino que animaba a otros a soportarlas, al sufrir violenta persecución en Damasco, procuróse una cuerda y una espuerta para huir e hizo que le bajasen ocultamente por la muralla. ¿Diremos acaso por eso, que Pablo tuvo miedo a la muerte, cuando él mismo asegura que la deseaba por amor a Jesús? No por cierto. Sino que viendo que en aquel lugar había de trabajar mucho y sacar poco fruto, reservóse para otras partes donde pudiese trabajar con más fruto. El aguerrido luchador de Dios no quiso permanecer seguro dentro de los muros, sino que fue en busca del campo de batalla. Por la misma razón, si me escuchas atentamente, en seguida verás cómo el venerable Benito al escapar de allí con vida, no abandonó a tantos hombres rebeldes, como almas resucitó de la muerte espiritual en otras partes.
PEDRO.- Que es como dices lo declara esa razón manifiesta y el ejemplo que has aducido. Pero te ruego vuelvas a tomar el hilo de la narración de la vida de este gran abad.
GREGORIO.- Como el santo varón crecía en virtudes y milagros en aquella soledad, fueron muchos los que se reunieron en aquel lugar para servir a Dios todopoderoso, de suerte que con la ayuda de Nuestro Señor Jesucristo, que todo lo puede, erigió allí doce monasterios, a cada uno de los cuales asignó doce monjes con su abad. Pero retuvo en su compañía a algunos, que creyó serían mejor formados si permanecían a su lado.
También por entonces comenzaron a visitarle algunas personas nobles y piadosas de la ciudad de Roma, que le confiaron a sus hijos para que los educara en el temor de Dios todopoderoso. Por este tiempo Euticio y el patricio Tértulo le encomendaron a sus hijos Mauro y Plácido, los dos, niños de buenas esperanzas. El joven Mauro, dotado de buenas costumbres, empezó a ayudar al maestro. Plácido en cambio, era todavía un niño.
CAPÍTULO IV
DEL MONJE DISTRAÍDO VUELTO AL BUEN CAMINO
En uno de aquellos monasterios fundados por él, había un monje que no podía permanecer en oración, sino que no bien los monjes se disponían a orar, él salía fuera del oratorio y se entretenía en cosas terrenas y fútiles. Después de haber sido amonestado repetidamente por su abad, finalmente fue enviado al hombre de Dios, quien a su vez le reprendió ásperamente por su necedad. Vuelto al monasterio, apenas hizo caso un par de días de la corrección del hombre de Dios, pero al tercer día volvió a su antigua conducta y comenzó de nuevo a divagar durante el tiempo de la oración. Habiéndolo comunicado al hombre de Dios, el abad que él mismo había puesto en el monasterio, dijo:
-"Iré y le corregiré personalmente".
Fue el hombre de Dios al monasterio, y cuando a la hora señalada, concluida ya la salmodia, los monjes se ocuparon en la oración, vio cómo un chiquillo negro arrastraba hacia fuera por el borde del vestido a aquel monje que no podía estar en oración. Entonces dijo secretamente a Pompeyano, el abad del monasterio, y al monje Mauro:
-"¿No veis quién es el que arrastra fuera a este monje?".
- "No", le respondieron.
-"Oremos, pues, para que también vosotros podáis ver a quién sigue este monje".
Después de haber orado dos días, Mauro lo vio, pero Pompeyano, el abad del monasterio, no pudo verlo. Al tercer día, concluida la oración, al salir del oratorio el hombre de Dios encontró a aquel monje fuera. Y para curar la ceguera de su corazón le golpeó con su bastón, y desde aquel día no volvió a sufrir más engaño alguno de aquel chiquillo negro y perseveró constante en la oración. Así, el antiguo enemigo, como si él mismo hubiera recibido el golpe, no se atrevió en adelante a esclavizar la imaginación de aquel monje.
CAPÍTULO V
DEL AGUA QUE HIZO BROTAR DE UNA ROCA EN LA CIMA DE UN MONTE
Tres de los monasterios, que en aquel mismo sitio había construido, estaban situados sobre las rocas de la montaña, y era muy pesado para los monjes tener que bajar cada día al lago a por agua, sobre todo porque como el camino era peligroso y muy pendiente, cada vez que se bajaba por él se corría verdadero peligro.
Reuniéronse los monjes de estos tres monasterios y fueron a ver al siervo de Dios Benito y le dijeron:
-"Mucho trabajo nos cuesta bajar diariamente al lago a por agua. Mejor será trasladar los monasterios a otro lugar".
Benito les consoló con buenas palabras y los despidió. Aquella misma noche, en compañía del niño Plácido - de quien anteriormente hice mención - subió a la montaña y oró allí un buen rato. Acabada su oración, puso tres piedras en aquel lugar como señal, y sin decir nada a nadie regresó al monasterio. Al día siguiente, acudieron de nuevo aquellos monjes por causa del agua. Benito les dijo:
-"Id y cavad un poco en la roca donde encontréis tres piedras superpuestas. Porque poderoso es Dios para hacer brotar agua aun de la cima de la montaña, y así ahorraros la fatiga de tan largo camino".
Fueron, pues, allí y encontraron ya goteando la roca que les había indicado Benito. Hicieron un hoyo en ella y al punto se llenó de agua, y tan copiosamente brotó, que aún hoy día sigue manando caudalosamente y baja desde la cima hasta el pie de aquella montaña.
CAPÍTULO VI
DEL HIERRO VUELTO A SU MANGO DESDE EL FONDO DEL AGUA
En otra ocasión, un godo pobre de espíritu llegó al monasterio para hacerse monje y el hombre de Dios Benito le recibió con sumo gusto. Cierto día mandó darle una herramienta - que por su parecido con la falce llaman falcastro -, para que cortara la maleza de un sitio donde había de plantarse un huerto. El lugar que el godo había recibido para limpiarlo estaba en la misma orilla del lago. Mientras el godo cortaba aquel matorral de zarzas con todas sus fuerzas, se desprendió el hierro del mango y cayó al lago, precisamente en un lugar donde era tanta la profundidad del agua, que no había esperanza alguna de recuperarlo. Perdida ya la herramienta, corrió el godo tembloroso al monje Mauro, le contó lo que le había sucedido e hizo penitencia por su falta. Enseguida, Mauro puso el hecho en conocimiento del siervo de Dios Benito, el cual, enterado del caso, fue al lugar del suceso, tomó el mango de la mano del godo y lo metió en el agua. A1 momento, el hierro subió de lo hondo del lago y se ajustó al mango. Luego entregó la herramienta al godo diciéndole:
-"Toma, trabaja y no te aflijas más".
CAPÍTULO VII
DE UN DISCÍPULO SUYO QUE ANDUVO SOBRE LAS AGUAS
Un día, mientras el venerable Benito estaba en su celda, el mencionado niño Plácido, monje del santo varón, salió a sacar agua del lago y al sumergir incautamente en el agua la vasija que traía, cayó también él en el agua tras ella. A1 punto le arrebató la corriente arrastrándole casi un tiro de flecha. El hombre de Dios, que estaba en su celda, al instante tuvo conocimiento del hecho. Llamó rápidamente a Mauro y le dijo:
-"Hermano Mauro, corre, porque aquel niño ha caído en el lago y la corriente lo va arrastrando ya lejos".
Cosa admirable y nunca vista desde el apóstol Pedro; después de pedir y recibir la bendición, marchó Mauro a toda prisa a cumplir la orden de su abad. Y creyendo que caminaba sobre tierra firme, corrió sobre el agua hasta el lugar donde la corriente había arrastrado al niño; le asió por los cabellos y rápidamente regresó a la orilla. Apenas tocó tierra firme, volviendo en sí, miró atrás y vio que había andado sobre las aguas, de modo que lo que nunca creyó poder hacer, lo estaba viendo estupefacto como un hecho. Vuelto al abad, le contó lo sucedido. Pero el venerable varón Benito empezó a atribuir el hecho, no a sus propios merecimientos, sino a la obediencia de Mauro. Éste, por el contrario, decía que el prodigio había sido únicamente efecto de su mandato y que él nada tenía que ver con aquel milagro, porque lo había obrado sin darse cuenta. En esta amistosa porfía de mutua humildad, intervino el niño que había sido salvado, diciendo: "Yo, cuando era sacado del agua, veía sobre mi cabeza la melota del abad y estaba creído que era él quien me sacaba del agua".
PEDRO.- Portentosas son las cosas que cuentas y sin duda alguna serán de edificación para muchos. Yo, por mi parte, te digo que cuantos más milagros conozco de este santo varón, más sed tengo de ellos.
CAPÍTULO VIII
DEL PAN ENVENENADO TIRADO LEJOS POR UN CUERVO
GREGORIO.- Habiéndose ya inflamado aquellos lugares circunvecinos en el amor de nuestro Dios y Señor Jesucristo, muchos empezaron a dejar la vida del siglo y a someter la cerviz de su corazón al suave yugo del Redentor. Pero como es propio de los malos envidiar en los otros el bien de la virtud que ellos no aprecian, el sacerdote de una iglesia vecina llamado Florencio, abuelo de nuestro subdiácono Florencio, instigado por el antiguo enemigo, empezó a tener envidia del celo de tan santo varón, a denigrar su género de vida y a apartar de su trato a cuantos podía. Mas, viendo por una parte que era imposible impedir sus progresos, y por otra, que cada día crecía más la fama de su vida monástica, de manera que eran muchos los que se sentían llamados incesantemente a una vida más perfecta por la fama de su santidad, abrasado más y más en la llama de la envidia se hacía cada vez peor, porque deseaba recibir la alabanza de su vida monástica, pero no quería llevar una vida santa.
Cegado, pues, por las tinieblas de su envidia, llegó a enviar al siervo de Dios todopoderoso un pan envenenado, como obsequio. Aceptólo el hombre de Dios dándole las gracias, pero no se le ocultó la ponzoña escondida en el pan. A la hora de la comida, solía venir del bosque cercano un cuervo, al que el santo le daba de comer por su propia mano. Habiendo venido como de costumbre, el siervo de Dios echó al cuervo el pan que el sacerdote le había enviado y le ordenó:
-"En nombre de nuestro Señor Jesucristo toma este pan y arrójalo a un lugar donde no pueda ser hallado por nadie".
Entonces el cuervo, abriendo el pico y extendiendo las alas, empezó a revolotear y a graznar alrededor del pan, como diciendo que estaba dispuesto a obedecer, pero no podía cumplir lo mandado. El siervo de Dios le reiteró la orden, diciendo:
-"Llévatelo, llévatelo sin miedo y échalo donde nadie pueda encontrarlo".
Tardó todavía largo rato el cuervo en ejecutar la orden, pero al fin tomó el pan con su pico, levantó el vuelo y se fue. A1 cabo de tres horas, habiendo arrojado ya el pan, regresó y recibió el alimento acostumbrado de mano del hombre de Dios. Pero el venerable abad, viendo que el ánimo del sacerdote se enardecía contra su vida dolióse más por él que por sí mismo.
Más, el sobredicho Florencio, ya que no pudo matar el cuerpo del maestro, intentó matar las almas de sus discípulos. Para ello, introdujo en el huerto del monasterio donde vivía, a siete muchachas desnudas, para que allí, ante sus ojos, juntando las manos unas con otras y bailando largo rato delante de ellos, inflamaran sus almas en el fuego de la lascivia 22. Vio el santo varón desde su celda lo que pasaba y temió mucho la caída de sus discípulos más débiles. Mas, considerando que todo aquello se hacía únicamente con ánimo de perseguirle a él, trató de evitar la ocasión de aquella envidia. Y así, constituyó prepósitos en todos aquellos monasterios que había fundado y tomando consigo unos pocos monjes mudó su lugar de residencia.
Pero, apenas el hombre de Dios había rechazado, humildemente, el odio de su adversario, cuando Dios todopoderoso castigó terriblemente a su rival. Pues estando dicho sacerdote en la azotea de su casa, alegrándose con la nueva de la partida de Benito, de pronto; permaneciendo inmóvil toda la casa, se derrumbó la terraza donde estaba, y aplastando al enemigo de Benito, lo mató.
El discípulo del hombre de Dios, Mauro, creyó oportuno hacérselo saber al venerable abad Benito, que aún no se había alejado ni diez millas del lugar, diciéndole:
-"Regresa, porque el sacerdote que te perseguía ha muerto".
Al oír esto el hombre de Dios, prorrumpió en grandes sollozos, no sólo porque su adversario había muerto, sino porque el discípulo se había alegrado de su desastroso fin. Y por eso impuso una penitencia al discípulo, porque al anunciarle lo sucedido se había atrevido a alegrarse de la muerte de su rival.
PEDRO.- Admirables y sobremanera asombrosas son las cosas que acabas de contar, pues en el agua que manó de la piedra veo a Moisés (Núm 20,11); en el hierro que remontó desde lo profundo del agua, a Elíseo (2Re 6,7); en el andar sobre las aguas, a Pedro (Mt 14,29); en la obediencia del cuervo, a Elías (1 Re 17,6) y en el llanto por la muerte de su enemigo, a David (2Sam 1,2; 18,33). Por todo lo cual, veo que este hombre estaba lleno del espíritu de todos los justos.
GREGORIO.- Pedro, el hombre de Dios Benito tuvo únicamente el espíritu de Aquel que por la gracia de la redención que nos otorgó, llenó el corazón de todos los elegidos; del cual dice san Juan: era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1,9), y más abajo: de su plenitud todos hemos recibido (Jn 1,16). Los santos alcanzaron de Dios el poder de hacer milagros, pero no el de comunicar este poder a los demás, pues solamente lo concede a sus discípulos, el que prometió dar a sus enemigos la señal de Jonás (Mt 12,39). En efecto, quiso morir en presencia de los soberbios, pero resucitar ante los humildes, para que aquéllos se dieran cuenta de quién habían condenado, y éstos, a quién debían amar con veneración. En virtud de este misterio, mientras los soberbios contemplaron al que habían despreciado con una muerte infame, los humildes recibieron la gloria de su poder sobre la muerte.
PEDRO.- Dime ahora, por favor, a qué lugares emigró el santo varón y si obró milagros en ellos.
GREGORIO.- El santo varón, al emigrar a otra parte, cambió de lugar, pero no de enemigo. Ya que después hubo de librar combates tanto más difíciles, cuanto que tuvo que luchar abiertamente contra el maestro de la maldad en persona. El fuerte llamado Casino está situado en la ladera de una alta montaña, que le acoge en su falda como un gran seno, y luego continúa elevándose hasta tres millas de altura, levantando su cumbre hacia el cielo. Hubo allí un templo antiquísimo, en el que según las costumbres de los antiguos paganos, el pueblo necio e ignorante daba culto a Apolo. A su alrededor había también bosques consagrados al culto de los demonios, donde todavía en aquel tiempo una multitud enloquecida de paganos ofrecía sacrificios sacrílegos. Cuando llegó allí el hombre de Dios, destrozó el ídolo, echó por tierra el ara y taló los bosques. Y en el mismo templo de Apolo construyó un oratorio en honor de san Martín, y donde había estado el altar de Apolo edificó un oratorio a san Juan. Además, con su predicación atraía a la fe a las gentes que habitaban en las cercanías. Pero he aquí que el antiguo enemigo, no pudiendo sufrir estas cosas en silencio, se aparecía a los ojos del abad, no veladamente o en sueños, sino visiblemente, y con grandes clamores se quejaba de la violencia que tenía que padecer por su causa. Los hermanos, aunque oían su voz, no veían su figura. Pero el venerable abad contaba a sus discípulos cómo el antiguo enemigo se aparecía a sus ojos corporales horrible y envuelto en fuego y le amenazaba echando fuego por la boca y por los ojos. En efecto, todos oían lo que decía, porque primero le llamaba por su nombre, y como el hombre de Dios no le respondía nada, enseguida prorrumpía en ultrajes. Pues cuando gritaba:
-"¡Benito, Benito! - y veía que éste nada respondía, a continuación añadía - ¡Maldito y no bendito! ¿Qué tienes contra mí? ¿Por qué me persigues?".
Pero veamos ahora los nuevos embates del antiguo enemigo contra el siervo de Dios, a quien incitó presentándole batalla, pero, muy a pesar suyo, con ello no hizo más que proporcionarle ocasiones de nuevas victorias.
CAPITULO IX
DE UNA ENORME PIEDRA LEVANTADA POR SU ORACIÓN
Un día, mientras estaban trabajando en la construcción de su propio monasterio, los monjes decidieron poner en el edificio una piedra que había en el centro del terreno. Al no poderla remover dos o tres monjes a la vez, se les juntaron otros para ayudarlos, pero la piedra permaneció inamovible como si tuviera raíces en la tierra. Comprendieron entonces claramente que el antiguo enemigo en persona estaba sentado sobre ella, puesto que los brazos de tantos hombres no eran suficientes para removerla.
Ante la dificultad, enviaron a llamar al hombre de Dios para que viniera y con su oración ahuyentara al enemigo, y así poder luego levantar la piedra. Vino enseguida, oró e impartió la bendición, y al punto pudieron levantar la piedra con tanta rapidez, como si nunca hubiera tenido peso alguno.
Hubo un hombre de vida venerable, por gracia y por nombre Benito, que desde su infancia tuvo cordura de anciano. En efecto, adelantándose por sus costumbres a la edad, no entregó su espíritu a placer sensual alguno, sino que estando aún en esta tierra y pudiendo gozar libremente de las cosas temporales, despreció el mundo con sus flores, cual si estuviera marchito. Nació en el seno de una familia libre, en la región de Nursia, y fue enviado a Roma a cursar los estudios de las ciencias liberales. Pero al ver que muchos iban por los caminos escabrosos del vicio, retiró su pie, que apenas había pisado el umbral del mundo, temeroso de que por alcanzar algo del saber mundano, cayera también él en tan horrible precipicio. Despreció, pues, el estudio de las letras y abandonó la casa y los bienes de su padre. Y deseando agradar únicamente a Dios, buscó el hábito de la vida monástica. Retiróse, pues, sabiamente ignorante y prudentemente indocto. No conozco todos los hechos de su vida, pero los que voy a narrar aquí los sé por referencias de cuatro de sus discípulos, a saber: Constantino, varón venerabilísimo, que le sucedió en el gobierno del monasterio; Valentiniano, que gobernó durante muchos años el monasterio de Letrán; Simplicio, que fue el tercer superior de su comunidad, después de él; y Honorato, que todavía hoy gobierna el cenobio donde vivió primero.
CAPITULO I
LA CRIBA ROTA Y REPARADA
Abandonado ya el estudio de las letras, hizo propósito de retirarse al desierto, acompañado únicamente de su nodriza, que le amaba tiernamente. Llegaron a un lugar llamado Effide, donde retenidos por la caridad de muchos hombres honrados, se quedaron a vivir junto a la iglesia de San Pedro.
La ya citada nodriza, pidió a las vecinas que le prestaran una criba para limpiar el trigo. Dejóla incautamente sobre la mesa y fortuitamente se quebró y quedó partida en dos trozos. Al regresar la nodriza, empezó a llorar desconsolada, viendo rota la criba que había recibido prestada. Pero Benito, joven piadoso y compasivo, al ver llorar a su nodriza, compadecido de su dolor, tomó consigo los trozos de la criba rota e hizo oración con lágrimas. A1 acabar su oración encontró junto a sí la criba tan entera, que no podía hallarse en ella señal alguna de fractura. Al punto, consolando cariñosamente a su nodriza, le devolvió entera la criba que había tomado rota.
El hecho fue conocido de todos los del lugar. Y causó tanta admiración, que sus habitantes colgaron la criba a la entrada de la iglesia, para que presentes y venideros conocieran con cuánta perfección el joven Benito había dado comienzo a su vida monástica. Y durante años, todo el mundo pudo ver la criba allí, puesto que permaneció suspendida sobre la puerta de la iglesia hasta estos tiempos de la invasión lombarda.
Pero Benito, deseando más sufrir los desprecios del mundo que recibir sus alabanzas, y fatigarse con trabajos por Dios más que verse ensalzado con los favores de esta vida, huyó ocultamente de su nodriza y buscó el retiro de un lugar solitario, llamado Subiaco, distante de la ciudad de Roma unas cuarenta millas. En este lugar manan aguas frescas y límpidas, cuya abundancia se recoge primero en un gran lago y luego sale formando un río.
Mientras iba huyendo hacia este lugar, un monje llamado Román le encontró en el camino y le preguntó adónde iba. Y cuando tuvo conocimiento de su propósito guardóle el secreto y le animó a llevarlo a cabo, dándole el hábito de la vida monástica y ayudándole en lo que pudo.
El hombre de Dios, al llegar a aquel lugar, se refugió en una cueva estrechísima, donde permaneció por espacio de tres años ignorado de todos, fuera del monje Román, que vivía no lejos de allí, en un monasterio puesto bajo la regla del abad Adeodato, y en determinados días, hurtando piadosamente algunas horas a la vigilancia de su abad, llevaba a Benito el pan que había podido sustraer, a hurtadillas, de su propia comida.
Desde el monasterio de Román no había camino para ir hasta la cueva, porque ésta caía debajo de una gran peña. Pero Román, desde la misma roca hacía descender el pan, sujeto a una cuerda muy larga, a la que ató una campanilla, para que el hombre de Dios, al oír su tintineo, supiera que le enviaba el pan y saliese a recogerlo.
Pero el antiguo enemigo que veía con malos ojos la caridad de uno y la refección del otro, un día, al ver bajar el pan, lanzó una piedra y rompió la campanilla. Pero no por eso dejó Román de ayudarle con otros medios oportunos. Mas queriendo Dios todopoderoso que Román descansara de su trabajo y dar a conocer la vida de Benito para que sirviera de ejemplo a los hombres, puso la luz sobre el candelero para que brillara e iluminara a todos los que estuvieran en la casa de Dios.
Bastante lejos de allí vivía un sacerdote que había preparado su comida para la fiesta de Pascua. El Señor se le apareció y le dijo:
-"Tú te preparas cosas deliciosas y mi siervo en tal lugar está pasando hambre".
Inmediatamente el sacerdote se levantó y en el mismo día de la solemnidad de la Pascua, con los alimentos que había preparado para sí, se dirigió al lugar indicado. Buscó al hombre de Dios a través de abruptos montes y profundos valles y por las hondonadas de aquella tierra, hasta que lo encontró escondido en su cueva. Oraron, alabaron a Dios todopoderoso y se sentaron. Después de haber tenido agradables coloquios espirituales, el sacerdote le dijo:
-"¡Vamos a comer! que hoy es Pascua".
A lo que respondió el hombre de Dios:
-"Sí, para mí hoy es Pascua, porque he merecido verte".
Es que estando como estaba alejado de los hombres, ignoraba efectivamente que aquel día fuese la solemnidad de la Pascua 9. Pero el buen sacerdote insistió diciendo:
-"Créeme: hoy es el día de Pascua de Resurrección del Señor. No debes ayunar, puesto que he sido enviado para que juntos tomemos los dones del Señor".
Bendijeron a Dios y comieron, y acabada la comida y conversación el sacerdote regresó a su iglesia.
También por aquel entonces le encontraron unos pastores oculto en su cueva. Viéndole, por entre la maleza, vestido de pieles, creyeron que era alguna fiera. Pero reconociendo luego que era un siervo de Dios, muchos de ellos trocaron sus instintos feroces por la dulzura de la piedad. Su nombre se dio a conocer por los lugares comarcanos y desde entonces fue visitado por muchos, que al llevarle el alimento para su cuerpo recibían a cambio, de su boca, el alimento espiritual para sus almas.
CAPITULO II
COMO VENCIÓ UNA TENTACIÓN DE LA CARNE
Un día, estando a solas, se presentó el tentador. Un ave pequeña y negra, llamada vulgarmente mirlo, empezó a revolotear alrededor de su rostro, de tal manera que hubiera podido atraparla con la mano si el santo varón hubiera querido apresarla. Pero hizo la señal de la cruz y el ave se alejó. No bien se hubo marchado el ave, le sobrevino una tentación carnal tan violenta, cual nunca la había experimentado el santo varón. El maligno espíritu representó ante los ojos de su alma cierta mujer que había visto antaño y el recuerdo de su hermosura inflamó de tal manera el ánimo del siervo de Dios, que apenas cabía en su pecho la llama del amor. Vencido por la pasión, estaba ya casi decidido a dejar la soledad. Pero tocado súbitamente por la gracia divina volvió en sí, y viendo un espeso matorral de zarzas y ortigas que allí cerca crecía, se despojó del vestido y desnudo se echó en aquellos aguijones de espinas y punzantes ortigas, y habiéndose revolcado en ellas durante largo rato, salió con todo el cuerpo herido. Pero de esta manera por las heridas de la piel del cuerpo curó la herida del alma, porque trocó el deleite en dolor, y el ardor que tan vivamente sentía por fuera extinguió el fuego que ilícitamente le abrasaba por dentro. Así, venció el pecado, mudando el incendio.
Desde entonces, según él mismo solía contar a sus discípulos, la tentación voluptuosa quedó en él tan amortiguada, que nunca más volvió a sentir en sí mismo nada semejante.
Después de esto, muchos empezaron a dejar el mundo para ponerse bajo su dirección, puesto que, libre del engaño de la tentación, fue tenido ya con razón por maestro de virtudes. Por eso manda Moisés que los levitas sirvan en el templo a partir de los veinticinco años cumplidos, pero sólo a partir de los cincuenta les permite custodiar los vasos sagrados.
PEDRO.- Algo comprendo del sentido del pasaje que has aducido, sin embargo te ruego que me lo expongas con más claridad.
GREGORIO.- Es evidente, Pedro, que en la juventud arde con más fuerza la tentación de la carne, pero a partir de los cincuenta años el calor del cuerpo se enfría. Los vasos sagrados son las almas de los fieles. Por eso conviene que los elegidos, mientras son aún tentados, estén sometidos a un servicio y se fatiguen con trabajos, pero cuando ya el alma ha llegado a la edad tranquila y ha cesado el calor de la tentación, sean custodios de los vasos sagrados, porque entonces son constituidos maestros de las almas.
PEDRO.- Bien, estoy de acuerdo. Pero ya que me has manifestado el sentido oculto de este pasaje, te pido que sigas contándomela vida de este justo, que has comenzado a narrar.
CAPÍTULO III
EL JARRO ROTO POR LA SEÑAL DE LA CRUZ
GREGORIO.- Alejada ya la tentación, el hombre de Dios, cual tierra libre de espinas y abrojos, empezó a dar copiosos frutos en la mies de las virtudes, y la fama de su eminente santidad hizo célebre su nombre.
No lejos de allí, había un monasterio cuyo abad había fallecido, y todos los monjes de su comunidad fueron adonde estaba el venerable Benito y con grandes instancias le suplicaron que fuera su prelado. Durante mucho tiempo no quiso aceptar la propuesta, pronosticándoles que no podía ajustarse su estilo de vida al de ellos, pero al fin, vencido por sus reiteradas súplicas, dio su consentimiento. Instauró en aquel monasterio la observancia regular, y no permitió a nadie desviarse como antes, por actos ilícitos, ni a derecha ni a izquierda del camino de la perfección. Entonces, los monjes que había recibido bajo su dirección, empezaron a acusarse a sí mismos de haberle pedido que les gobernase, pues su vida tortuosa contrastaba con la rectitud de vida del santo.
Viendo que bajo su gobierno no les sería permitido nada ilícito, se lamentaban de tener que, por una parte renunciar a su forma de vida, y por otra, haber de aceptar normas nuevas con su espíritu envejecido. Y como la vida de los buenos es siempre inaguantable para los malos, empezaron a tratar de cómo le darían muerte. Después de tomar esta decisión, echaron veneno en su vino. Según la costumbre del monasterio, fue presentado al abad, que estaba en la mesa, el jarro de cristal que contenía aquella bebida envenenada, para que lo bendijera; Benito levantó la mano y trazó la señal de la cruz. Y en el mismo instante, el jarro que estaba algo distante de él, se quebró y quedó roto en tantos pedazos, que más parecía que aquel jarro que contenía la muerte, en vez de recibir la señal de la cruz hubiera recibido una pedrada. En seguida comprendió el hombre de Dios que aquel vaso contenía una bebida de muerte, puesto que no había podido soportar la señal de la vida. Al momento se levantó de la mesa, reunió a los monjes y con rostro sereno y ánimo tranquilo les dijo:
-"Que Dios todopoderoso se apiade de vosotros, hermanos. ¿Por qué quisisteis hacer esto conmigo? ¿Acaso no os lo dije desde el principio que mi estilo de vida era incompatible con el vuestro? Id a buscar un abad de acuerdo con vuestra forma de vivir, porque en adelante no podréis contar conmigo".
Entonces regresó a su amada soledad y allí vivió consigo mismo, bajo la mirada del celestial Espectador.
PEDRO.- No acabo de entender qué quiere decir eso de que "vivió consigo mismo".
GREGORIO.- Si el santo varón hubiese querido tener por más tiempo sujetos contra su voluntad a aquellos que unánimemente atentaban contra él, y que tan lejos estaban de vivir según su estilo, quizás el trabajo hubiera excedido a sus fuerzas y perdido la paz, y hasta es posible que hubiera desviado los ojos de su alma de los rayos luminosos de la contemplación. Pues fatigado por el cuidado diario de la corrección de ellos, hubiera negligido su interior. Y acaso olvidándose de sí mismo, tampoco hubiera sido de provecho a los demás. Pues, sabido es, que cada vez que por el peso de una desmesurada preocupación salimos de nosotros mismos, aunque no dejemos de ser lo que somos, no estamos en nosotros mismos, ya que divagando en otras cosas no nos percatamos de lo nuestro. ¿Acaso diremos que vivía consigo mismo aquel que marchando a una región lejana, derrochó la hacienda que había recibido y tuvo que ajustarse con un hombre de aquel país, que le envió a apacentar puercos, a los cuales veía hartarse de bellotas mientras él pasaba hambre? Y sin embargo, cuando empezó a reflexionar sobre los bienes que había perdido, la Escritura dice de él: Volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre andan sobrados de pan! (Lc 15,17). Si, pues, estuvo consigo, ¿cómo volvió en sí? Por eso dije, que este venerable varón habitó consigo mismo, porque teniendo continuamente los ojos puestos en la guarda de sí mismo, viéndose siempre ante la mirada del Creador, y examinándose continuamente, no salió fuera de sí mismo, echando miradas al exterior.
PEDRO.- Entonces, ¿cómo se explica lo que está escrito del apóstol Pedro, cuando fue sacado de la cárcel por el ángel: Volviendo en sí, dijo: Ahora conozco verdaderamente que el Señor ha enviado su ángel y me ha librado de las manos de Herodes y de la expectación de todo el pueblo judío? (Hch 12,11).
GREGORIO.- De dos maneras, Pedro, se dice que salimos de nosotros mismos. Cuando caemos por debajo de nosotros mismos, por un pecado de pensamiento, o cuando somos elevados por encima de nosotros mismos, por la gracia de la contemplación. Aquel que apacentó a los puercos cayó por debajo de sí, a causa de la divagación de su mente y de la inmundicia de su alma. Por el contrario, este otro a quien el ángel liberó y arrebató su espíritu en éxtasis salió ciertamente fuera de sí, pero por encima de sí mismo. Ambos volvieron en sí, el uno cuando abandonó su vida errada y se recogió en su corazón; el otro cuando al bajar de la contemplación retornó a su estado de conciencia habitual. Así, pues, el venerable Benito habitó consigo mismo en aquella soledad, en el sentido de que se mantuvo dentro de los límites de su pensamiento. Pero cada vez que le arrebató a lo alto el fuego de la contemplación, entonces fue elevado por encima de sí mismo.
PEDRO.- Esto queda claro. Pero dime, te ruego: ¿Podía abandonar a aquellos monjes después de haber aceptado encargarse de ellos?
GREGORIO.- Entiendo, Pedro, que se ha de tolerar con entereza a un grupo de malos, si en él hay algunos buenos a quienes se pueda ayudar. Pero donde falta en absoluto el fruto, porque no hay buenos, es inútil afanarse por los malos, sobre todo si se presenta la ocasión de hacer otras obras que puedan reportar mayor gloria a Dios. Según esto, ¿para qué iba a permanecer allí por más tiempo el santo varón, si veía que todos a una le perseguían? Además, sucede con frecuencia en las almas perfectas - cosa que no debemos olvidar - que cuando se dan cuenta de que su trabajo produce poco fruto, se marchan a otra parte donde puedan hacer más fruto. Por eso, aquel esclarecido predicador, que deseaba ser liberado de su cuerpo mortal y estar con Cristo, para el cual su vivir era Cristo y una ganancia el morir (FI 1,21), y que no sólo anhelaba las persecuciones, sino que animaba a otros a soportarlas, al sufrir violenta persecución en Damasco, procuróse una cuerda y una espuerta para huir e hizo que le bajasen ocultamente por la muralla. ¿Diremos acaso por eso, que Pablo tuvo miedo a la muerte, cuando él mismo asegura que la deseaba por amor a Jesús? No por cierto. Sino que viendo que en aquel lugar había de trabajar mucho y sacar poco fruto, reservóse para otras partes donde pudiese trabajar con más fruto. El aguerrido luchador de Dios no quiso permanecer seguro dentro de los muros, sino que fue en busca del campo de batalla. Por la misma razón, si me escuchas atentamente, en seguida verás cómo el venerable Benito al escapar de allí con vida, no abandonó a tantos hombres rebeldes, como almas resucitó de la muerte espiritual en otras partes.
PEDRO.- Que es como dices lo declara esa razón manifiesta y el ejemplo que has aducido. Pero te ruego vuelvas a tomar el hilo de la narración de la vida de este gran abad.
GREGORIO.- Como el santo varón crecía en virtudes y milagros en aquella soledad, fueron muchos los que se reunieron en aquel lugar para servir a Dios todopoderoso, de suerte que con la ayuda de Nuestro Señor Jesucristo, que todo lo puede, erigió allí doce monasterios, a cada uno de los cuales asignó doce monjes con su abad. Pero retuvo en su compañía a algunos, que creyó serían mejor formados si permanecían a su lado.
También por entonces comenzaron a visitarle algunas personas nobles y piadosas de la ciudad de Roma, que le confiaron a sus hijos para que los educara en el temor de Dios todopoderoso. Por este tiempo Euticio y el patricio Tértulo le encomendaron a sus hijos Mauro y Plácido, los dos, niños de buenas esperanzas. El joven Mauro, dotado de buenas costumbres, empezó a ayudar al maestro. Plácido en cambio, era todavía un niño.
CAPÍTULO IV
DEL MONJE DISTRAÍDO VUELTO AL BUEN CAMINO
En uno de aquellos monasterios fundados por él, había un monje que no podía permanecer en oración, sino que no bien los monjes se disponían a orar, él salía fuera del oratorio y se entretenía en cosas terrenas y fútiles. Después de haber sido amonestado repetidamente por su abad, finalmente fue enviado al hombre de Dios, quien a su vez le reprendió ásperamente por su necedad. Vuelto al monasterio, apenas hizo caso un par de días de la corrección del hombre de Dios, pero al tercer día volvió a su antigua conducta y comenzó de nuevo a divagar durante el tiempo de la oración. Habiéndolo comunicado al hombre de Dios, el abad que él mismo había puesto en el monasterio, dijo:
-"Iré y le corregiré personalmente".
Fue el hombre de Dios al monasterio, y cuando a la hora señalada, concluida ya la salmodia, los monjes se ocuparon en la oración, vio cómo un chiquillo negro arrastraba hacia fuera por el borde del vestido a aquel monje que no podía estar en oración. Entonces dijo secretamente a Pompeyano, el abad del monasterio, y al monje Mauro:
-"¿No veis quién es el que arrastra fuera a este monje?".
- "No", le respondieron.
-"Oremos, pues, para que también vosotros podáis ver a quién sigue este monje".
Después de haber orado dos días, Mauro lo vio, pero Pompeyano, el abad del monasterio, no pudo verlo. Al tercer día, concluida la oración, al salir del oratorio el hombre de Dios encontró a aquel monje fuera. Y para curar la ceguera de su corazón le golpeó con su bastón, y desde aquel día no volvió a sufrir más engaño alguno de aquel chiquillo negro y perseveró constante en la oración. Así, el antiguo enemigo, como si él mismo hubiera recibido el golpe, no se atrevió en adelante a esclavizar la imaginación de aquel monje.
CAPÍTULO V
DEL AGUA QUE HIZO BROTAR DE UNA ROCA EN LA CIMA DE UN MONTE
Tres de los monasterios, que en aquel mismo sitio había construido, estaban situados sobre las rocas de la montaña, y era muy pesado para los monjes tener que bajar cada día al lago a por agua, sobre todo porque como el camino era peligroso y muy pendiente, cada vez que se bajaba por él se corría verdadero peligro.
Reuniéronse los monjes de estos tres monasterios y fueron a ver al siervo de Dios Benito y le dijeron:
-"Mucho trabajo nos cuesta bajar diariamente al lago a por agua. Mejor será trasladar los monasterios a otro lugar".
Benito les consoló con buenas palabras y los despidió. Aquella misma noche, en compañía del niño Plácido - de quien anteriormente hice mención - subió a la montaña y oró allí un buen rato. Acabada su oración, puso tres piedras en aquel lugar como señal, y sin decir nada a nadie regresó al monasterio. Al día siguiente, acudieron de nuevo aquellos monjes por causa del agua. Benito les dijo:
-"Id y cavad un poco en la roca donde encontréis tres piedras superpuestas. Porque poderoso es Dios para hacer brotar agua aun de la cima de la montaña, y así ahorraros la fatiga de tan largo camino".
Fueron, pues, allí y encontraron ya goteando la roca que les había indicado Benito. Hicieron un hoyo en ella y al punto se llenó de agua, y tan copiosamente brotó, que aún hoy día sigue manando caudalosamente y baja desde la cima hasta el pie de aquella montaña.
CAPÍTULO VI
DEL HIERRO VUELTO A SU MANGO DESDE EL FONDO DEL AGUA
En otra ocasión, un godo pobre de espíritu llegó al monasterio para hacerse monje y el hombre de Dios Benito le recibió con sumo gusto. Cierto día mandó darle una herramienta - que por su parecido con la falce llaman falcastro -, para que cortara la maleza de un sitio donde había de plantarse un huerto. El lugar que el godo había recibido para limpiarlo estaba en la misma orilla del lago. Mientras el godo cortaba aquel matorral de zarzas con todas sus fuerzas, se desprendió el hierro del mango y cayó al lago, precisamente en un lugar donde era tanta la profundidad del agua, que no había esperanza alguna de recuperarlo. Perdida ya la herramienta, corrió el godo tembloroso al monje Mauro, le contó lo que le había sucedido e hizo penitencia por su falta. Enseguida, Mauro puso el hecho en conocimiento del siervo de Dios Benito, el cual, enterado del caso, fue al lugar del suceso, tomó el mango de la mano del godo y lo metió en el agua. A1 momento, el hierro subió de lo hondo del lago y se ajustó al mango. Luego entregó la herramienta al godo diciéndole:
-"Toma, trabaja y no te aflijas más".
CAPÍTULO VII
DE UN DISCÍPULO SUYO QUE ANDUVO SOBRE LAS AGUAS
Un día, mientras el venerable Benito estaba en su celda, el mencionado niño Plácido, monje del santo varón, salió a sacar agua del lago y al sumergir incautamente en el agua la vasija que traía, cayó también él en el agua tras ella. A1 punto le arrebató la corriente arrastrándole casi un tiro de flecha. El hombre de Dios, que estaba en su celda, al instante tuvo conocimiento del hecho. Llamó rápidamente a Mauro y le dijo:
-"Hermano Mauro, corre, porque aquel niño ha caído en el lago y la corriente lo va arrastrando ya lejos".
Cosa admirable y nunca vista desde el apóstol Pedro; después de pedir y recibir la bendición, marchó Mauro a toda prisa a cumplir la orden de su abad. Y creyendo que caminaba sobre tierra firme, corrió sobre el agua hasta el lugar donde la corriente había arrastrado al niño; le asió por los cabellos y rápidamente regresó a la orilla. Apenas tocó tierra firme, volviendo en sí, miró atrás y vio que había andado sobre las aguas, de modo que lo que nunca creyó poder hacer, lo estaba viendo estupefacto como un hecho. Vuelto al abad, le contó lo sucedido. Pero el venerable varón Benito empezó a atribuir el hecho, no a sus propios merecimientos, sino a la obediencia de Mauro. Éste, por el contrario, decía que el prodigio había sido únicamente efecto de su mandato y que él nada tenía que ver con aquel milagro, porque lo había obrado sin darse cuenta. En esta amistosa porfía de mutua humildad, intervino el niño que había sido salvado, diciendo: "Yo, cuando era sacado del agua, veía sobre mi cabeza la melota del abad y estaba creído que era él quien me sacaba del agua".
PEDRO.- Portentosas son las cosas que cuentas y sin duda alguna serán de edificación para muchos. Yo, por mi parte, te digo que cuantos más milagros conozco de este santo varón, más sed tengo de ellos.
CAPÍTULO VIII
DEL PAN ENVENENADO TIRADO LEJOS POR UN CUERVO
GREGORIO.- Habiéndose ya inflamado aquellos lugares circunvecinos en el amor de nuestro Dios y Señor Jesucristo, muchos empezaron a dejar la vida del siglo y a someter la cerviz de su corazón al suave yugo del Redentor. Pero como es propio de los malos envidiar en los otros el bien de la virtud que ellos no aprecian, el sacerdote de una iglesia vecina llamado Florencio, abuelo de nuestro subdiácono Florencio, instigado por el antiguo enemigo, empezó a tener envidia del celo de tan santo varón, a denigrar su género de vida y a apartar de su trato a cuantos podía. Mas, viendo por una parte que era imposible impedir sus progresos, y por otra, que cada día crecía más la fama de su vida monástica, de manera que eran muchos los que se sentían llamados incesantemente a una vida más perfecta por la fama de su santidad, abrasado más y más en la llama de la envidia se hacía cada vez peor, porque deseaba recibir la alabanza de su vida monástica, pero no quería llevar una vida santa.
Cegado, pues, por las tinieblas de su envidia, llegó a enviar al siervo de Dios todopoderoso un pan envenenado, como obsequio. Aceptólo el hombre de Dios dándole las gracias, pero no se le ocultó la ponzoña escondida en el pan. A la hora de la comida, solía venir del bosque cercano un cuervo, al que el santo le daba de comer por su propia mano. Habiendo venido como de costumbre, el siervo de Dios echó al cuervo el pan que el sacerdote le había enviado y le ordenó:
-"En nombre de nuestro Señor Jesucristo toma este pan y arrójalo a un lugar donde no pueda ser hallado por nadie".
Entonces el cuervo, abriendo el pico y extendiendo las alas, empezó a revolotear y a graznar alrededor del pan, como diciendo que estaba dispuesto a obedecer, pero no podía cumplir lo mandado. El siervo de Dios le reiteró la orden, diciendo:
-"Llévatelo, llévatelo sin miedo y échalo donde nadie pueda encontrarlo".
Tardó todavía largo rato el cuervo en ejecutar la orden, pero al fin tomó el pan con su pico, levantó el vuelo y se fue. A1 cabo de tres horas, habiendo arrojado ya el pan, regresó y recibió el alimento acostumbrado de mano del hombre de Dios. Pero el venerable abad, viendo que el ánimo del sacerdote se enardecía contra su vida dolióse más por él que por sí mismo.
Más, el sobredicho Florencio, ya que no pudo matar el cuerpo del maestro, intentó matar las almas de sus discípulos. Para ello, introdujo en el huerto del monasterio donde vivía, a siete muchachas desnudas, para que allí, ante sus ojos, juntando las manos unas con otras y bailando largo rato delante de ellos, inflamaran sus almas en el fuego de la lascivia 22. Vio el santo varón desde su celda lo que pasaba y temió mucho la caída de sus discípulos más débiles. Mas, considerando que todo aquello se hacía únicamente con ánimo de perseguirle a él, trató de evitar la ocasión de aquella envidia. Y así, constituyó prepósitos en todos aquellos monasterios que había fundado y tomando consigo unos pocos monjes mudó su lugar de residencia.
Pero, apenas el hombre de Dios había rechazado, humildemente, el odio de su adversario, cuando Dios todopoderoso castigó terriblemente a su rival. Pues estando dicho sacerdote en la azotea de su casa, alegrándose con la nueva de la partida de Benito, de pronto; permaneciendo inmóvil toda la casa, se derrumbó la terraza donde estaba, y aplastando al enemigo de Benito, lo mató.
El discípulo del hombre de Dios, Mauro, creyó oportuno hacérselo saber al venerable abad Benito, que aún no se había alejado ni diez millas del lugar, diciéndole:
-"Regresa, porque el sacerdote que te perseguía ha muerto".
Al oír esto el hombre de Dios, prorrumpió en grandes sollozos, no sólo porque su adversario había muerto, sino porque el discípulo se había alegrado de su desastroso fin. Y por eso impuso una penitencia al discípulo, porque al anunciarle lo sucedido se había atrevido a alegrarse de la muerte de su rival.
PEDRO.- Admirables y sobremanera asombrosas son las cosas que acabas de contar, pues en el agua que manó de la piedra veo a Moisés (Núm 20,11); en el hierro que remontó desde lo profundo del agua, a Elíseo (2Re 6,7); en el andar sobre las aguas, a Pedro (Mt 14,29); en la obediencia del cuervo, a Elías (1 Re 17,6) y en el llanto por la muerte de su enemigo, a David (2Sam 1,2; 18,33). Por todo lo cual, veo que este hombre estaba lleno del espíritu de todos los justos.
GREGORIO.- Pedro, el hombre de Dios Benito tuvo únicamente el espíritu de Aquel que por la gracia de la redención que nos otorgó, llenó el corazón de todos los elegidos; del cual dice san Juan: era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1,9), y más abajo: de su plenitud todos hemos recibido (Jn 1,16). Los santos alcanzaron de Dios el poder de hacer milagros, pero no el de comunicar este poder a los demás, pues solamente lo concede a sus discípulos, el que prometió dar a sus enemigos la señal de Jonás (Mt 12,39). En efecto, quiso morir en presencia de los soberbios, pero resucitar ante los humildes, para que aquéllos se dieran cuenta de quién habían condenado, y éstos, a quién debían amar con veneración. En virtud de este misterio, mientras los soberbios contemplaron al que habían despreciado con una muerte infame, los humildes recibieron la gloria de su poder sobre la muerte.
PEDRO.- Dime ahora, por favor, a qué lugares emigró el santo varón y si obró milagros en ellos.
GREGORIO.- El santo varón, al emigrar a otra parte, cambió de lugar, pero no de enemigo. Ya que después hubo de librar combates tanto más difíciles, cuanto que tuvo que luchar abiertamente contra el maestro de la maldad en persona. El fuerte llamado Casino está situado en la ladera de una alta montaña, que le acoge en su falda como un gran seno, y luego continúa elevándose hasta tres millas de altura, levantando su cumbre hacia el cielo. Hubo allí un templo antiquísimo, en el que según las costumbres de los antiguos paganos, el pueblo necio e ignorante daba culto a Apolo. A su alrededor había también bosques consagrados al culto de los demonios, donde todavía en aquel tiempo una multitud enloquecida de paganos ofrecía sacrificios sacrílegos. Cuando llegó allí el hombre de Dios, destrozó el ídolo, echó por tierra el ara y taló los bosques. Y en el mismo templo de Apolo construyó un oratorio en honor de san Martín, y donde había estado el altar de Apolo edificó un oratorio a san Juan. Además, con su predicación atraía a la fe a las gentes que habitaban en las cercanías. Pero he aquí que el antiguo enemigo, no pudiendo sufrir estas cosas en silencio, se aparecía a los ojos del abad, no veladamente o en sueños, sino visiblemente, y con grandes clamores se quejaba de la violencia que tenía que padecer por su causa. Los hermanos, aunque oían su voz, no veían su figura. Pero el venerable abad contaba a sus discípulos cómo el antiguo enemigo se aparecía a sus ojos corporales horrible y envuelto en fuego y le amenazaba echando fuego por la boca y por los ojos. En efecto, todos oían lo que decía, porque primero le llamaba por su nombre, y como el hombre de Dios no le respondía nada, enseguida prorrumpía en ultrajes. Pues cuando gritaba:
-"¡Benito, Benito! - y veía que éste nada respondía, a continuación añadía - ¡Maldito y no bendito! ¿Qué tienes contra mí? ¿Por qué me persigues?".
Pero veamos ahora los nuevos embates del antiguo enemigo contra el siervo de Dios, a quien incitó presentándole batalla, pero, muy a pesar suyo, con ello no hizo más que proporcionarle ocasiones de nuevas victorias.
CAPITULO IX
DE UNA ENORME PIEDRA LEVANTADA POR SU ORACIÓN
Un día, mientras estaban trabajando en la construcción de su propio monasterio, los monjes decidieron poner en el edificio una piedra que había en el centro del terreno. Al no poderla remover dos o tres monjes a la vez, se les juntaron otros para ayudarlos, pero la piedra permaneció inamovible como si tuviera raíces en la tierra. Comprendieron entonces claramente que el antiguo enemigo en persona estaba sentado sobre ella, puesto que los brazos de tantos hombres no eran suficientes para removerla.
Ante la dificultad, enviaron a llamar al hombre de Dios para que viniera y con su oración ahuyentara al enemigo, y así poder luego levantar la piedra. Vino enseguida, oró e impartió la bendición, y al punto pudieron levantar la piedra con tanta rapidez, como si nunca hubiera tenido peso alguno.
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