Aunque a veces se dan conversiones a última hora, éstas son pocas. Lo normal es que cada cual muera conforme ha vivido.
EL QUE PECA MORTALMENTE Y MUERE SIN ARREPENTIRSE DE SUS PECADOS MORTALES SE VA AL INFIERNO
Vive siempre como quien has de morir, pues es ciertísimo que, antes o después, todos moriremos.
En la puerta de entrada al cementerio de El Puerto de Santa María se lee: «Hodie mihi, cras tibi» que significa: «Hoy me ha tocado a mí, mañana te tocará a ti». Esto es evidente. Aunque no sabemos cómo, ni cuándo, ni dónde; pero quien se equivoca en este trance no podrá rectificar en toda la eternidad. Por eso tiene tanta importancia el morir en gracia de Dios. Y como la vida, así será la muerte: vida mala, muerte mala; vida buena, muerte buena. Aunque a veces se dan conversiones a última hora, éstas son pocas; y no siempre ofrecen garantías. Lo normal es que cada cual muera conforme ha vivido.
Es impresionante la muerte de Voltaire (Francisco M Arouet). Murió la noche del 30 al 31 de mayo de 1778, a los ochenta y cuatro años de edad. Fue un hombre impío y blasfemo. En la hora de la muerte pidió un sacerdote, pero sus amigos se lo impidieron. Murió con horribles manifestaciones de desesperación, bebiéndose sus propios excrementos, como cuenta la marquesa de Villate, en cuya casa murió (977).
Con la muerte termina para el hombre el estado de viajero, y se llega al término que permanecerá inmutable por toda la eternidad. Más allá de la muerte no hay posibilidad de cambiar el destino que el hombre mereció al morir. Después de la muerte nadie puede merecer o desmerecer. Ha terminado para el alma el estado de vía y ha entrado para siempre en el estado de término.
Hay personas que se acomodan en esta vida como si ésta fuera para siempre y definitiva. Esto es una equivocación. Debemos vivir en esta vida orientados a la otra, a la eterna, que es realmente la definitiva. Por lo tanto debemos aprovechar esta vida lo más posible para hacer el bien.
En la muerte se separa el alma del cuerpo. El cuerpo va a la sepultura y allí se convierte en polvo. El alma, en cambio, constitutivo esencial de la persona, sigue viviendo.
En el mismo instante de la muerte Dios nos juzga. Esto es dogma de fe (978). Inmediatamente después de la muerte los que mueren en pecado mortal actual se van al infierno; y al cielo - después de sufrir la purificación, los que la necesiten - las almas de todos los santos.
Dice San Pablo: «Cada cual dará a Dios cuenta de sí» (979) «Dios dará a cada uno según sus obras» (980).
Si hemos muerto en paz con Dios, sin pecado mortal, el alma es destinada a ser eternamente feliz en el cielo; pero si hemos muerto en pecado mortal, es destinada a ser eternamente desgraciada en el infierno.
Dice San Juan: «Los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida; y los que hayan hecho el mal, para la condenación» (981).
El hombre materialista es vencido por la muerte. Sólo Dios nos da la vida eterna. La fe y la fidelidad a Dios es el supremo modo de vivir en esta vida, y de esperar con ilusión la eternidad.
EL INFIERNO ES EL TORMENTO ETERNO DE LOS QUE MUEREN SIN ARREPENTIRSE DE SUS PECADOS MORTALES
El infierno es el conjunto de todos los males sin mezcla de bien alguno.La existencia del infierno eterno es dogma de fe. Está definido en el Concilio IV de Letrán (982). Siguiendo las enseñanzas de Cristo, la Iglesia advierte a los fieles de la triste y lamentable realidad de la muerte eterna, llamada también infierno.
«Dios quiere que todos los hombres se salven» (983).
Pero el hombre puede decir no al plan salvador de Dios, y elegir el infierno viviendo de espaldas a Él. El pecado es obra del hombre, y el infierno es fruto del pecado. El infierno es la consecuencia de que un pecador ha muerto sin pedir perdón de sus pecados. Lo mismo que el suspenso de una asignatura es la consecuencia de que el estudiante no sabe.
Jesucristo habla en el Evangelio quince veces del infierno, y catorce veces dice que en el infierno hay fuego. Y en el Nuevo Testamento se dice veintitrés veces que hay fuego. Aunque este fuego es de características distintas del de la Tierra, pues atormenta los espíritus, Jesucristo no ha encontrado otra palabra que exprese mejor ese tormento del infierno, y por eso la repite. La Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe dijo, el 17 de mayo de 1979, que «aunque la palabra "fuego" es sólo una "imagen", debe ser tratada con todo respeto».
En el infierno hay otro tormento que es el más terrible de todas las penas del infierno. Según San Juan Crisóstomo, es mil veces peor que el fuego. (984).
San Agustín dice que no conocemos un tormento que se le pueda comparar (985).
Los teólogos lo llaman pena de daño. Es una angustia terrible, una especie de desesperación suprema que tortura al condenado, al ver que por su culpa perdió el cielo, no gozará de Dios y se ha condenado para siempre. La Biblia pone en boca del condenado un grito terrible: «Me he equivocado» (986).
Ahora, como no entendemos bien ni el cielo ni el infierno, no comprendemos esta pena, pero entonces veremos todo su horror.
No hay que confundir «el infierno» con «los infiernos» a los que fue Cristo después de morir.
Rezamos en el credo de los Apóstoles: «Descendió a los infiernos».
Aquí «los infiernos» se refiere al «lugar de los muertos», como se dice en el Canon IV de la Misa. Era el «Sheol» para los judíos. Allí fue Cristo a anunciarles la Redención. A la morada de los muertos también la llamamos «el limbo de los justos» (987).
Los Testigos de Jehová niegan la existencia del infierno basados en que Cristo, a veces, empleó la palabra «sheol» que significa tumba.
Pero la palabra «sheol» significa infierno en el sentido teológico, pues si las almas de los justos son librados por Dios del «sheol», éste no podemos considerarlo como domicilio común de todos los muertos. Pero la doctrina católica sobre la existencia del infierno no se basa en palabras metafóricas que Cristo pudo emplear en alguna ocasión, sino en la doctrina que desarrolló repetidas veces en sus enseñanzas, tal como se contiene en el Evangelio.
El infierno es la negación del amor y el fracaso de nuestra libertad.
El infierno es la condenación eterna. Es el fracaso definitivo del hombre. Aquel que, con plena conciencia de lo que hace, rechaza la palabra de Cristo y la salvación que le ofrece; o quien, luego de aceptarla, se comporta obstinadamente en contra de su ley; o aquel que vive en oposición con su conciencia: éstos tales no llegarán a su destino de bienaventuranza y quedarán, por desgracia suya, alejados de Dios para siempre.
Puede ser interesante mi vídeo «El infierno: fracaso definitivo».
A algunos, que no han estudiado a fondo la Religión, les parece que siendo Dios misericordioso no va a mandarnos a un castigo eterno. Sin embargo, que el infierno es eterno es dogma de fe (988).
Pero hemos de tener en cuenta que Dios no nos manda al infierno; somos nosotros los que libremente lo elegimos. Él ve con pena que nosotros le rechazamos a Él por el pecado; pero nos ha hecho libres y no quiere privarnos de la libertad que es consecuencia de la inteligencia que nos ha dado. Jesucristo nos enseñó clarísimamente la gran misericordia de Dios. Pero también nos dice que el infierno es eterno. Cristo afirmó la existencia de una pena eterna, entre otras veces, cuando habló del juicio final: «Dirá a los de la izquierda: apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo» (989). Y después añade que los malos «irán al suplicio eterno y los justos a la vida eterna» (990).
Es dogma de fe que existe un infierno eterno para los pecadores que mueran sin arrepentirse.
Aunque Dios es misericordioso, también es justo. Dice la Sagrada Escritura: «Tan grande como ha sido mi misericordia, será también mi justicia» (991).
Y su misericordia no puede oponerse a su justicia.
Como es misericordioso, perdona siempre al que se arrepiente de su pecado; pero como es justo, no puede perdonar al que no se arrepiente.
La justicia exige reparación del orden violado. Por lo tanto, el que libre y voluntariamente pecó y muere sin arrepentirse de su pecado, merece un castigo. Y este castigo ha de durar mientras no se repare la falta por el arrepentimiento; pues las faltas morales no se pueden reparar sin arrepentimiento. Sería una monstruosidad perdonar al que no quiere arrepentirse.
Dice Santo Tomás que Dios no puede perdonar al pecador sin que éste se arrepienta previamente (992).
Fiémonos de Él que está arriba y ve más. El que está en la cumbre señala mejor el camino de la subida que el que está abajo, que no ve que el camino que él cree mejor está cortado por un precipicio tras unas peñas. El buen padre de familia quita a su hijo de botones para que aprenda un oficio. De momento deja de ganar unas pesetas; pero de botones sólo aprende a llevar cartas y a cerrar puertas, y cuando, por la edad, tenga que dejar el oficio, será un hombre inútil. Aprender un oficio es a la larga mucho mejor. Dios nos guía como un padre de familia a sus hijos.
El infierno existe, no porque lo quiera Dios, que no lo quiere; sino porque el hombre libre puede optar contra Dios. No es necesario que sea una acción explícita. Se puede negar a Dios implícitamente, con las obras de la vida. Si negamos la posibilidad del hombre para pecar, suprimimos la libertad del hombre. Si el hombre no es libre para decir NO a Dios, tampoco lo sería para decirle SI. La posibilidad de optar por Dios incluye la posibilidad de rechazarlo.
El gran misterio del infierno es que aunque Dios desea la salvación de todos los hombres, nosotros somos capaces de condenarnos. Dios nos ha creado libres y quiere que nos comportemos como tales. Negar la posibilidad de condenarnos es negar la libertad del hombre. Es anular al hombre. Afirmar que existe el infierno es tomar en serio la libertad del hombre. Dios ofrece la salvación, no la impone. El infierno es el respeto de Dios por tu última voluntad. Si tú libremente elegiste el pecado, mientras no te retractes, Dios te respeta. Y como con la muerte se acaba tu libertad, no cambiarás eternamente.
Se presenta el problema del mal.
El mal es un misterio que supera el entendimiento humano. Nos debe bastar el saber que Dios saca bienes de los males. Por ejemplo, para que el pecador reconozca su falta y se arrepienta; para que el justo expíe sus faltas en este mundo, gane así mayor gloria en el cielo, y dé buen ejemplo al prójimo con su paciencia; para que los hombres vivan más despegados de las cosas de la Tierra, porque esta vida es tiempo de prueba y no de premio, etc.
A veces, es difícil consolar a unos padres que han perdido a su niño angelical. Pero no podemos olvidar que Dios es padre amorosísimo, y no permite nada que no sea en bien nuestro. Dios conoce el futuro, y sabe si esa criatura angelical va a perseverar así o se va a torcer con gran daño para sí y para sus padres. Puede ser que la muerte angelical de ahora sería muy diferente el día de mañana.
Confiemos en que los planes de Dios son siempre para nuestro mayor bien.
Puede ser que en un caso concreto, no alcancemos a ver el bien que Dios saca de ese mal. Pero ya nos dice San Pablo que para los que aman a Dios, todo coopera en su bien.
Dios en su infinita Sabiduría subordina un bien inferior a un bien superior, el bien material al espiritual, el físico al moral, el profano al religioso, el terreno al celestial; porque no estamos hechos para la tierra sino para el cielo, no para el tiempo sino para la eternidad.
Sin negar el problema del mal, vamos a dar algunas ideas aclaratorias.
En el hombre el mal físico produce dolor, y el mal moral es producido por el pecado. El mal físico es consecuencia de las leyes de la Naturaleza. El mal moral es consecuencia del mal uso de la libertad humana. Para evitar el mal moral, Dios tendría que quitar la libertad al hombre. Todo hombre libre es capaz de pecar. Y un hombre sin libertad dejaría de ser hombre. La libertad para ser bueno o ser malo es lo que hace meritorio ser bueno. Y hacer méritos para la vida eterna, es para lo que Dios nos ha puesto en la Tierra. Dice San Pablo: «Sabemos que Dios hace converger todas las cosas para el bien de aquellos que le aman» (995).
Si Dios impidiera al hombre hacer el mal, violentaría su libertad.
Dios tiene sus razones para permitir el mal. A nosotros nos basta con saber que Dios tiene Providencia, aunque desconozcamos sus caminos. La fe nos da la certeza de que Dios no permitiría el mal si no hiciera salir el bien del mal mismo, por caminos que nosotros sólo conoceremos plenamente en la vida eterna.
Evidentemente que Dios pudo haber hecho un mundo con otras leyes físicas. Pero todo mundo imaginable es perfectible. Para no poder ser superado hay que ser Dios, que es el único ser Omniperfecto. Dios ha pensado que este mundo es suficientemente bueno para que en él viva el hombre, y gane la gloria eterna que es el fin para el cual ha sido creado.
Pero, sobre todo, la respuesta al dolor es Cristo, que quiso pasarlo primero para animarnos a sufrir. Como la madre que prueba primero la sopa delante del niño, que no quiere comer, para animarle. El sufrimiento humano, individual o colectivo, a veces sólo tiene una respuesta: Cristo crucificado.
La Redención de la humanidad se ha hecho por el dolor. Por eso muchos santos han amado el dolor. El calvario se ha convertido en la meta ideal, según aquello de San Pablo que «no quería gloriarse de otra cosa que no fuera la cruz de Cristo» (996).
Mal es la carencia de un bien debido. Para la piedra no es un mal el no poder ver, pero sí lo sería para mí. En cambio para mí no es mal no tener alas, pero sí lo sería para un águila. Por eso dice Santo Tomás que el mal no es cualquier carencia de un bien, sino la carencia de un bien propio de una determinada criatura.
El único mal absoluto es el infierno: Todos los demás males son relativos: para unos sí, y para otros no; en un sentido sí y en otro no. Un terremoto puede ser un mal para mí, que en él he perdido mi casa y algunos seres queridos; pero no lo es para la Tierra que ha conseguido más estabilidad en su masa. Una enfermedad es un mal para mí en el sentido de que me hace sufrir, pero puede ser un bien si con ella me santifico y merezco más para el cielo.
Y por extraña paradoja, el sufrir por amor a Cristo es una fuente inefable de consuelo. También lo dijo San Pablo: «Sobreabundó de gozo en medio de mis tribulaciones» (997).
Y es que el sacrificio realizado por amor pierde toda su dureza.
Incluso se convierte en alegría cuando se ama de verdad. Y además, la esperanza de la gloria. El dolor pasará, las tribulaciones se acabarán, el sufrimiento se extinguirá para siempre. Y todo ello quedará substituido por una sublime e incomparable gloria que no terminará jamás. Por eso dice San Pablo: «qué tienen que ver las amarguras y tribulaciones de la tierra si las comparamos con la inmensa gloria que nos aguarda en la eternidad» (998).
El cristiano no permanece pasivo ante el dolor propio o ajeno, y procura prevenirlo con todos los medios lícitos de que dispone. (...)
Cuando los recursos humanos se han venido abajo, cuando la CIENCIA Y EL AMOR SE HAN DECLARADO IMPOTENTES, EL CRISTIANO TIENE TODAVÍA un refugio. Para él, el cielo no está vacío. En él vive un Dios bueno, sabio y omnipotente del cual dependen todos los acontecimientos de la vida y todos los fenómenos del universo. Un Dios que conoce nuestras miserias y oye nuestras voces de auxilio, y puede, si le parece bien, socorrernos y consolarnos.
Y cuando la oración no es oída enseguida, el cristiano no se desanima. (...) Sabe aceptar con serena resignación los designios inescrutables de Dios, que es el más amoroso de los padres.
99,5. Todas las cosas tienen pros y contras. La electricidad nos trae muchos bienes (iluminación, telecomunicación, motores, etc.); pero también puede provocar un incendio por cortocircuito y matar por electrocución. A pesar de los peligros que supone la electricidad no por eso dejas de poner en tu casa instalación eléctrica. El mundo que Dios ha hecho tiene muchas cosas buenas, pero a veces ocurren adversidades y contratiempos. Son consecuencias de que el mundo es un ser en evolución. La dinámica de la evolución provoca contrastes y conflictos. A veces ocurren cosas que no comprendemos. Pero es absurdo querer entender a Dios al modo humano. Es como si un animal quisiera entender las ideas filosóficas humanas: es imposible.
Es lógico que el hombre no entienda a veces el proceder de Dios. A nosotros nos basta saber que Dios es Padre, y permite el sufrimiento para nuestro bien. Lo mismo que una madre le pone a su hijo una inyección que éste necesita, aunque le duela. Dios deja actuar las leyes de la naturaleza y la libertad de los hombres, y no los mueve como el jugador de ajedrez las piezas.
Sin embargo, ha de ser un consuelo para nosotros saber que en igualdad de circunstancias, en el cielo gozan más, los que más han sufrido en este mundo con cristiana resignación. Es consolador saber que el sufrir pasa, pero el premio de haber sufrido por amor a Dios durará eternamente. En el cielo bendeciremos a Dios por aquellos sufrimientos que nos han merecido tanta gloria eterna.
No nos engañemos con el aparente triunfo de algunos malos. En primer lugar, porque el triunfo del malo se limita a esta vida, donde la experiencia enseña que no se da triunfo completo y libre de mal. Pero, sobre todo, porque el que peca es un fracasado para la eternidad, que es donde el fracaso es completo e irremediable. El único que triunfa es quien se salva.
Ahora bien, como la muerte pone fin a la vida, el arrepentimiento se hace ya imposible, porque después de la muerte ya no habrá posibilidad de arrepentirse. (993).
Después de la muerte no se puede merecer nada: con la muerte se acaba el tiempo de merecer. (994).
La falta del pecador que murió sin arrepentirse queda irreparada para siempre, luego para siempre ha de durar también el castigo.
En el infierno no es posible el arrepentimiento, lo mismo que en el cielo no es posible pecar. Los bienaventurados del cielo se sienten tan atraídos por el amor de Dios, que el atractivo del pecado les deja indiferentes.
"Dios es infinitamente justo y no puede quedar indiferente ante las maldades que se hacen en este mundo. Cómo van a estar lo mismo en la otra vida, el asesino, el ladrón, el egoísta y el vicioso, que el honrado y caritativo con todo el mundo"
Evidentemente tiene que haber un castigo para tanta injusticia, tanto crimen y tanta maldad como queda en este mundo sin castigo. El temor al infierno no es el mejor motivo para servir a Dios. Es mucho mejor servirle por amor, como a un Padre nuestro que es. Pero somos tan miserables que a veces no nos bastará el amor de Dios, y conviene que tengamos en cuenta el castigo eterno, porque es una realidad. Cristo nos lo avisa para que nos libremos de él.
Se oye decir de labios irresponsables: Hoy a la juventud no le interesa la religión del miedo o de las seguridades. Depende: tener miedo a cosas irreales es de idiotas; pero cerrar los ojos a los peligros reales es de imbéciles. Lo mismo: buscar seguridades ficticias es de idiotas; pero despreciar seguridades reales y preferir inseguridades, es de imbéciles.
El concepto de eternidad se opone al concepto de tiempo, que supone un antes y un después. La eternidad supone una duración ilimitada, una permanencia interminable. Una imagen que puede ayudar a entender la eternidad es un reloj pintado a las nueve en punto. Por mucho que esperemos, nunca señalará las nueve y cinco.
Debemos pedir a Dios muy a menudo que nos proteja en las necesidades de la vida. Dios tiene en su mano todos los acontecimientos de la vida y los gobierna con amorosa Providencia.
Dios está siempre presente en nuestras vidas. Nos ayuda y protege continuamente. Pero muchas personas sólo se acuerdan de Él cuando lo necesitan. Lo mismo pasa con el aire, que sólo nos acordamos de él cuando nos falta para respirar.
Sabemos que Dios es bueno y cuida de nosotros; aunque a veces no entendamos su Providencia.
Jorge Loring
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