Cuando Dios condena, cuando Dios señala el pecado y la maldad de los corazones, tiende la mano, ofrece el perdón, invita al arrepentimiento.
El hombre condena. Porque no soporta el mal. Porque busca la justicia. Porque desea reparar daños. Porque cree ser capaz de emitir sentencias y condenas justas.
Pero a veces la condena del hombre es errónea. Inocentes son declarados culpables por los tribunales, por la prensa, por la anónima y misteriosa “opinión pública”, por los familiares, por los amigos.
Otras veces, los culpables viven sin molestias. Eluden las condenas humanas, pasan desapercibidos, reciben incluso alabanzas. Sus delitos permanecen ocultos ante los ojos del mundo.
Dios también “condena”. Pero lo hace con la justicia verdadera, con la justicia perfecta. Porque ve los corazones. Porque distingue entre el verdugo y la víctima. Porque nada está oculto a sus ojos. Porque lo sabe todo, lo conoce todo, lo ve todo, hasta lo más íntimo del hombre (cf. Ap 2,23).
Junto a la condena, los hombres pueden perdonar, pueden ayudar, pueden tender la mano a los culpables (verdaderos o falsos).
Otras veces, por desgracia, el condenado se queda prácticamente solo, sin ayudas. Va a la cárcel, entre el desprecio general, la crítica, o simplemente el olvido más oscuro.
Cuando Dios condena, cuando Dios denuncia, cuando Dios señala el pecado y la maldad de los corazones, tiende la mano, ofrece el perdón, invita al arrepentimiento, da fuerzas al pecador para que pueda iniciar un camino de conversión y de cambio.
En cada confesión se produce el juicio más decisivo, más profundo, más importante de la vida humana. Un pecador, desde el arrepentimiento, desde la pena, desde las lágrimas sinceras, reconoce su culpa, se autoacusa. “Pues mi delito yo lo reconozco, mi pecado sin cesar está ante mí; contra ti, contra ti solo he pecado, lo malo a tus ojos cometí” (Sal 51,5-6).
Dios emite su “sentencia”: perdona, limpia, sana, devuelve la dignidad, restaura fuerzas. La “condena” de Dios se convierte en un torrente de bendiciones. “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,20).
Dios escogió un camino particular, único, para llegar a esa “sentencia”. El Padre “no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien lo entregó por todos nosotros”... Por eso, san Pablo pregunta: “¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió; más aún, el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, y que intercede por nosotros?” (cf. Rm 8,31-34).
Esa es la gran diferencia entre las condenas de los hombres y la condena de Dios.
Los hombres llegan a un cierto nivel de justicia, otras veces cometen graves errores. Dios opta por ofrecer su Amor, hasta el extremo de “condenar” a su Hijo, para que el hombre culpable sea rescatado, sea salvado, sea perdonado.
Desde entonces cada pecador tiene ante sí, al alcance de la mano, los tesoros de la inmensa misericordia divina, el amor eterno del Padre bueno.
Autor: P. Fernando Pascual LC
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