EL MICROQUIMERISMO FETAL EXPLICADO DESDE UNA PERSPECTIVA MARIANA
En esta explicación mariana se dice que la placenta de María fue el primer sagrario, ya que albergó al Redentor.
En este
Adviento esperamos la llegada del Salvador, de Dios hecho hombre, nacido de una
Virgen llamada María. Jesús quiso nacer
de una mujer, y en su útero se desarrolló hasta nacer en Belén. Ahí fue donde se
produjo una unión profunda entre Él y su Madre. Tanto que llegó a las propias
células en un intercambio sanguíneo que provocó que las células de Cristo
permanecieran siempre en el cuerpo de María.
La
ciencia, con los avances actuales, puede explicar este Misterio en la
Theotokos, la Madre de Dios, a través del microquimerismo
maternofetal. Isabel Molina y José Antonio Méndez explican esta
impresionante historia en el último número de la Revista Misión:
MADRE
E HIJO UNIDO HASTA EN LAS CÉLULAS
La
Santísima Virgen María concibió en su seno al Hijo de Dios “por obra y gracia del Espíritu Santo”, rezamos en
el Ángelus. Este dogma fundamental de nuestra fe es, ante todo, un
acontecimiento histórico y real. Dicho de otro modo: el
hecho de que, como explica san Juan al inicio de su Evangelio, el
Verbo de Dios se hiciera “carne” implica que durante nueve meses el Niño
Jesús pasó por todas las etapas de desarrollo embrionario y fue
creciendo en el vientre de su Madre hasta su nacimiento.
Desde sus
orígenes, la Iglesia ha profundizado con reverencia en el misterio de la
Encarnación. De hecho, la maternidad divina de María
fue el primer dogma mariano defendido por la Iglesia (en el
Concilio de Éfeso del año 431), y en las últimas décadas se han descubierto
referencias arqueológicas e historiográficas que aluden a la Theotokos (Madre de Dios, en griego)
datadas en los siglos i y ii. Sin embargo,
ninguna generación de cristianos había podido contemplar la maternidad de la
Virgen como nosotros, gracias a los conocimientos que hoy tenemos en microquimerismo maternofetal, y
que arrojan luces nuevas y asombrosas.
UNIÓN
DE CIENCIA Y TEOLOGÍA
El
microquimerismo consiste en la presencia de células originarias de un individuo
dentro de otro que le sirve de anfitrión. Esto implica que en toda gestación
humana, la madre recibe células de su bebé, que son
genéticamente distintas a las suyas.
Gracias a
estos hallazgos de la ciencia médica y biológica, podemos afirmar que la Virgen
no solo llevó al Niño en su vientre, sino que las células del
mismo Cristo pasaron a su torrente sanguíneo y permanecieron en Ella durante
toda su vida terrena, ¡y hasta hoy podrían ser parte de su cuerpo!
¿Cómo es posible saber esto? La doctora Kristin Marguerite Collier, profesora de medicina interna en
la facultad de Medicina de la Universidad de Míchigan y directora del Programa
de Salud, Espiritualidad y Religión de la misma facultad, ha trasladado sus conocimientos en microquimerismo
maternofetal al campo de la teología mariana.
La
doctora Collier explica a Misión que “las madres,
desde siempre, han intuido que sus hijos permanecían con ellas toda la vida,
pero ahora tenemos la certeza de que esto es cierto no solo de forma
psicológica o espiritual, sino también a nivel celular. La ciencia ha comprobado en
las últimas décadas que las madres cargan remanentes celulares de sus hijos en
su cuerpo para siempre”.
Unos hallazgos,
indica la doctora Collier, que “son muy
reconfortantes para todas las madres, y especialmente para quienes han perdido
hijos en el embarazo o cuyos hijos han fallecido”. Y aporta su
propio testimonio: “Tengo cuatro
hijos y en mis embarazos nadie me habló de este bellísimo fenómeno. Si lo hubiera sabido, mi experiencia de la maternidad
habría sido muchísimo más sagrada”, asegura.
DE
BELÉN AL MICROSCOPIO
Este
proceso natural que ocurre en toda madre tuvo que sucederle también a la
Virgen. La presencia de Cristo en María, y de la Madre en su Hijo, no es solo
una verdad teológica, sino incluso celular. Es verdaderamente posible descubrir
a Jesús (incluso de forma física) al acercarse a la Virgen, y viceversa. Algo
que da una nueva luz a la expresión: “A Cristo, por
María”, con que la tradición de la Iglesia explica que cultivar la
relación con la Virgen es uno de los mejores modos de conocer y llegar a
Cristo. Podríamos decir que la conexión entre María
y Jesús es tan magnífica que puede descubrirse en la cueva de Belén, en el
Gólgota al pie de la cruz… o en un microscopio.
Pero
quizás lo más sorprendente de la unión entre microquimerismo y teología es descubrir
cómo el proceso de gestación crea entre madre e hijo un vínculo de entrega y
protección mutuas, que replica el que existe entre las tres Personas de la
Santísima Trinidad, definido por el Catecismo como una “comunión de amor”.
Primero,
porque como recuerda la Teología del Cuerpo de san Juan Pablo II, al procrear,
los seres humanos participan de la actividad creadora de Dios, que nace de su
Amor. Y segundo, porque cuando surge una nueva vida, a través de la placenta,
células de la madre entran en el hijo y viceversa, para que madre e hijo
comiencen a protegerse y regenerarse (a amarse) mutuamente. Una relación
análoga a la que, según el Magisterio de la Iglesia, tienen el Padre, el Hijo y
el Espíritu Santo. Lejos de ser una conjetura descabellada, el hecho de que se
replique esa relación divina en el vientre de cada mujer
embarazada tiene lógica, pues los humanos somos desde el seno materno, en
palabras del Génesis, “imagen y semejanza de Dios”.
REDIMIDOS
DESDE EL VIENTRE
Al
examinar estos avances científicos, Collier concluye que “Nuestro Señor no solo redimió nuestro cuerpo, sino que
redimió también cada etapa de nuestra existencia y cada célula de nuestro
cuerpo”. Y afirma: “No nos debe sorprender,
entonces, que seamos seres relacionales incluso a nivel celular, porque Dios,
autor de toda ciencia, incluida la biología, es un ser relacional”
que no se separa de nosotros.
Hoy
sabemos que cuando llamamos “Madre de Dios” a la
Santísima Virgen, su maternidad tiene también una preciosa hondura científica. Y por eso, al mirar el belén de
nuestra casa esta Navidad, podemos contemplar con nuevo asombro la grandeza de
cómo María, tan unida a su Hijo, “guardaba en
su corazón” la historia del Unigénito de Dios, y en su cuerpo,
incluso sus células humanas.
LA
PLACENTA, EL PRIMER SAGRARIO
Uno de
los procesos más sorprendentes que ocurren durante la gestación es que la madre
y su hijo crean juntos la placenta, el único órgano del cuerpo formado por dos
personas distintas. De este modo, se establece entre ellos un vínculo único en
la naturaleza, que los trasciende a los dos: “Es una obra maestra de la anatomía, un órgano
relacional que sólo puede describirse como asombroso”, en
palabras de la doctora Marguerite Collier.
Collier
comenta que la formación de la placenta le recuerda al famoso fresco de La
creación de Adán, donde Miguel Ángel representó a Dios y al Hombre extendiendo
las manos el uno al otro, a punto de tocarse: “En
la creación de la placenta, las células que provienen del embrión ‘descienden’
hacia la pared uterina de la madre y, a su vez, las arterias espirales del
útero de la madre ‘alcanzan’ al embrión”, explica Collier. En los
siguientes meses, la placenta permite a la madre dar sustento su hijo mientras
crece y facilita la comunicación entre ambos a nivel celular. Pero aún hay más:
como las células del feto que cruzan la placeta son células vivas y activas,
cuando se incrustan en distintos tejidos de la madre pueden empezar a
comportarse como el tejido que tienen a su alrededor: “Por
ejemplo, en los senos, se comportan como células mamarias y emiten señales para
poner en marcha la lactancia; y en la zona de una cesárea, ayudan a sanarla
tras dar a luz. Sabemos incluso que estas células ayudan a la madre en procesos
fisiológicos muchos años después del embarazo”, argumenta Collier. En otras
palabras, a la vez que la madre da vida al hijo a través de su cuerpo, este ‘le
da las gracias’ por haberlo acogido”.
En el
caso de Jesús y de María, este proceso biológico implica que gracias a la
placenta creada entre ambos en el seno de la Virgen, su
vientre fue el primer sagrario de la historia, el primer escenario físico de la redención divina
–en cuya creación Ella colaboró como corredentora-, y el lugar donde Jesús sanó
por primera vez a alguien: su propia Madre. Su
relación espiritual tuvo, desde la concepción, una conexión física y tangible.
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