Ah… la culpa, esa falsa humildad que nos aleja de Dios en lugar de acercarnos. ¿Alguna vez ha dado buenos frutos la culpa en tu vida? Es fácil sentirnos amados y merecedores de Dios cuando estamos haciendo todo bien, pero ¿qué pasa cuando me equivoco y hiero a otros, cuando me gana la ira, el resentimiento, la envidia?
Es
la falta de humildad lo que nos condena, ¡ni siquiera nuestro pecado! Y ante esta situación podemos tomar dos caminos. En primer lugar está el
de: «Este soy yo, ya no puedo cambiar y que nadie
espere más de mí».
Culpamos a otros de no poder
ser esa versión amorosa y pacífica que Jesús nos propone. Y en lugar de
humillarnos y pedir perdón o resolver el conflicto, preferimos justificarnos en
que no tenemos remedio, que ni Dios intente cambiarnos.
En segundo lugar tenemos: «Soy un monstruo, ya no merezco que nadie me ame,
decepcioné a todos». Nos culpamos a nosotros mismos y nos aislamos
de todos, incluso de Dios, porque perdimos cualquier deseo de amar.
Ambos caminos nos
endurecen, uno por soberbia y otro por una falsa humildad, que en el fondo es
soberbia también, como explicaba san Francisco de Sales:
«Pero, ¿eres
verdaderamente humilde? No lo eres pues no aceptas la miseria de tu condición
humana… Crees pertenecer a una especie superior a la de la humanidad pecadora,
puesto que te sorprende y apena la vista de tus imperfecciones y faltas…»
Lo que nos turba es el amor
propio y la estima que tenemos por nosotros mismos. ¿Qué
significa que nos turbemos, nos asustemos y nos impacientemos cuando caemos en
alguna imperfección o pecado?
Significa que creíamos ser
algo bueno… «No está bien que sientan inquietud y
pena al conocer vuestra nada, pues, aunque la causa es buena, sus efectos no lo
son».
¡ACÉRCATE A DIOS EN LUGAR DE ALEJARTE!
Dejar que el pecado me acerque
a Dios es lo que el demonio no quiere: si Dios me conoce mejor que yo mismo,
entiende y conoce perfectamente mi historia, mis debilidades, el por qué tengo
ciertas inclinaciones, Él no se sorprende.
¿Por qué
entonces nos escondemos de Él en lugar de correr hacia sus brazos para que nos
ayude a entendernos, a sanar, nos consuele y nos anime a salir de nuestras
propias miserias?
«No, hija mía,
el conocimiento de nuestra nada no os debe turbar, sino suavizar, humillar»… «Yo
me glorío de mis debilidades», dice el gran san Pablo, «…a fin de que la
fuerza de mi Salvador habite en mí».
Todo se convierte en bien para
aquellos que aman a Dios. Nunca hubiera llegado David a una humildad tan grande
si no hubiera pecado, ni la Magdalena hubiera alcanzado ese gran amor a su
Salvador si Él no le hubiera perdonado tantas culpas.
TEN PACIENCIA CON TODOS, SOBRE TODO CONTIGO MISMO
Dios siempre perdona, ¿nosotros nos perdonamos? Dirás que esto es una locura:
¿Dios perdona todo? ¿Y los asesinos que matan a su
propia familia? No había leído por completo lo que Dios le dice a Caín
después de que asesina a su hermano por envidia, ¿cómo
puede ser Dios tan bueno?
«Si he de andar
vagando sobre la tierra, cualquiera que me encuentre me matará.» Yahvé le dijo:
«No será así: me vengaré siete veces de quien mate a Caín.» Y Yahvé puso una
marca a Caín para que no lo matara el que lo encontrara» Génesis, 4.
Después
de pecar, ¿hablo con Dios para que me recuerde su amor, fidelidad y gracia? Adán y Eva se quisieron esconder, eso mismo hizo Caín y por el mismo
camino vamos nosotros cada vez que sentimos que la culpa nos gana.
Huimos de Dios e incluso de
nosotros mismos fingiendo que no pasó nada, con la culpa corriendo por dentro.
Esta actitud nos aísla, volviéndonos cada vez más inhumanos, hipócritas,
personas falsas y cerradas al amor y al perdón.
¿CÓMO TE TRATA DIOS Y CÓMO TE TRATAS TÚ MISMO?
¿Se parecen?,
¿los dos modos se asemejan? «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las
ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces? No te digo hasta siete
veces, sino hasta setenta veces siete».
Y prosigue contando la
parábola del Señor que deja encargado de pagar a los trabajadores: «Su señor
entonces le mandó llamar y le dijo: «Siervo
malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No
debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me
compadecí de ti?»
Nosotros somos nuestro primer
prójimo: ¿nos perdonamos, nos amamos?, ¿seguimos sintiendo culpa por los
errores del pasado?, ¿preferimos alejarnos de Dios escondidos bajo el
sentimiento de culpa?, ¿somos demasiado duros con nosotros mismos? Tal vez es hora de reconciliarnos con nosotros mismos.
Escrito por Sandra Estrada
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