EL INSULTO DE MODA
Se
atribuye a Freud —de cuyo nacimiento se cumple este mes el 150 aniversario— el
dicho de que nuestra civilización fue fundada por aquel primer humano que
insultó a su enemigo en vez de tirarle piedras. Llama la atención que después
de tantos miles de años el espacio político en España y en algunos países
iberoamericanos esté siendo ocupado de manera creciente por los insultos. Los
sofisticados epítetos, “patriota de hojalata”,
“bobo de solemnidad”, “acomplejado”, “zafio”, “taimado” y otros que se
han cruzado los líderes políticos de nuestro país en los últimos meses y los
epítetos, quizá más simples y directos, del presidente venezolano a su colega
estadounidense —”burro”, “borracho”, “cobarde”,
“genocida”— ilustran bien este fenómeno. Me recuerdan aquellas ristras
de insultos con los que en mi infancia nos descalificábamos unos a otros por
orden creciente de gravedad: “tonto”, “burro”,
“idiota”, “animal”, “imbécil”, me parece que decíamos. A veces da la
impresión de que nuestros políticos se han infantilizado quizá por su afán de
ocupar los titulares de los medios de comunicación con esas expresiones. A
estas alturas del siglo XXI, me parece que debemos pedir a los políticos que
dejen de cruzarse insultos y que aprendan a estar en desacuerdo sin necesidad
de enzarzarse en conflictos personales.
ENTRE EL CONFLICTO Y LA
GUERRA
El que no
estemos todos de acuerdo en nuestro país acerca de cómo organizar el Estado y
la convivencia social es una señal de libertad, de pluralismo. El desacuerdo no
es malo, lo malo es el conflicto. El pluralismo es enriquecedor; las peleas,
por el contrario, son empobrecedoras y degradantes. Los conflictos en las
familias, en las empresas, en los países son muchas veces inevitables, pero eso
no los hace buenos. El conflicto es siempre dañino: probablemente su forma
suprema es la guerra, cumbre de todos los males. Me contaba una escritora su
perplejidad ante las incisivas preguntas de su hija de cuatro años al ver en el
telediario los eventos bélicos: ¿por qué se pelean?, ¿quiénes son los buenos?,
¿qué es la guerra? La madre se preguntaba cómo explicar la guerra a los niños y
yo me pregunto si en este siglo XXI no podríamos alcanzar la transformación de
las guerras en conflictos y, a su vez, la de los conflictos en desacuerdos.
EL DIÁLOGO Y LA ESCUCHA
Los
insultos de los políticos locales y mundiales no son un buen augurio para la
concordia nacional e internacional. “Tanto en las
relaciones interpersonales como en las internacionales, justicia y paz son
inseparables como uña y carne. El diálogo y la equidad son, a escala local e
internacional, el antídoto más efectivo para que los conflictos sean superados
de forma cooperativa y exitosa sin degenerar en violencia. La humanidad,
enseñaba Mahatma Gandhi, no puede liberarse de la violencia más que por medio
de la no violencia, de forma que la construcción de la paz pasa de ser meta a ser
camino”. Esta luminosa afirmación de Luz Andrea Cruz y Ainhoa Marín,
expertas en cooperación para el desarrollo, apunta derechamente al núcleo de la
cuestión: no puede haber paz sin justicia, no puede haber equidad sin diálogo.
El diálogo es el verdadero camino para la racionalización de los conflictos,
esto es, para su transformación en desacuerdos razonables. No hay diálogo
—añado yo— si no hay una voluntad efectiva en las partes contendientes por
escucharse, por llegar a comprender en qué consiste el conflicto y cuáles son
los medios disponibles para intentar avanzar en cada caso hacia un acuerdo
razonable.
SI SE TERMINA LA RAZÓN
A quienes
nos dedicamos a la filosofía nos gusta de ordinario hablar entre nosotros,
discutir, dar vueltas a las cosas, comprobar en qué estamos de acuerdo y en qué
en desacuerdo. La experiencia universal sugiere —basta con recordar las
reuniones de muchas comunidades de vecinos— que en la vida real es muy difícil
lograr un verdadero diálogo por falta de tiempo, por carencia de espacios para
comunicarse y, sobre todo, por falta de práctica. Me parece que esto es lo que
les pasa a nuestros políticos cuando se lanzan a insultarse unos a otros en el
Parlamento o en los medios de comunicación: no saben discutir, no saben estar
en desacuerdo y ni saben ni quieren llegar a un acuerdo. Cuando se les acaban
las razones —que es muy pronto— sólo les quedan los epítetos infantiles que
después difunden los medios de comunicación.
EN EL PARLAMENTO
Tal como
se entiende en español o como se practica habitualmente entre españoles, una
discusión es un combate en el que uno de los contendientes pretende vencer al
otro más que convencerle de algo. Los abucheos en nuestro Parlamento se han
convertido en moneda común que avergüenza a buena parte de los ciudadanos y da
pie a la desconfianza generalizada hacia toda la clase política. Para lograr un
efectivo diálogo hace falta que quienes discuten no desprecien las opiniones de
los demás que difieren de la suya. Lo que diga un parlamentario habría de valer
en la medida en que su tesis se tenga en pie por las razones y evidencias que
aporte, no por el poder —el número de votos— de quien hace uso de la palabra.
La discusión parlamentaria debería mostrar el carácter comunitario de la razón
y no la mera mecánica de los votos. ¿Para qué sirven las discusiones en el
Congreso y tantos centenares de diputados si después votan —de ordinario sin
pensar— lo que han decidido de antemano media docena? Me parece que está en
juego la razonabilidad de nuestra democracia parlamentaria.
UN PECULIAR DESEO
En su
libro En busca de un mundo mejor, el filósofo de la ciencia Karl Popper,
notable defensor de la ‘sociedad abierta’,
anota que “a menudo se afirma que la discusión sólo
es posible entre personas que tienen un lenguaje común y que aceptan unos
supuestos básicos comunes. Creo que esto es un error. Todo lo que se necesita
es la disposición a aprender del interlocutor en la discusión, lo que incluye
un deseo genuino de comprender lo que éste quiere decir. Si hay esta disposición,
la discusión será tanto más fructífera cuanto mayor sea la diferencia de punto
de partida de los interlocutores”. Éste es ciertamente el gozne de la
democracia parlamentaria: los discursos y las discusiones en el Congreso y en
el Senado tienen sentido porque los representantes democráticamente elegidos
están dispuestos a aprender unos de otros a pesar de su diversa procedencia
geográfica e ideológica. Los hemos elegido no para que se peleen entre sí, sino
para que en nuestro nombre traten de entenderse, para que hagan realidad un
proyecto de convivencia solidaria.
No
queremos políticos para la discordia, para esa pelea infantil de los insultos y
las descalificaciones personales. Necesitamos políticos para la concordia. Y la
concordia es siempre el fruto de una cierta sintonía de los corazones que saben
que han sido elegidos para buscar acuerdos, para transformar los conflictos en
desacuerdos y así poder encauzarlos a través del diálogo por caminos de
justicia y de paz. Lo primero es dejar de insultarse; lo segundo, comenzar a
escuchar las razones de los demás.
La Gaceta de los Negocios (Madrid)
21 de mayo de 2006
21 de mayo de 2006
Por Jaime Nubiola
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