Homilía del Papa Francisco en la misa que dio inicio al Sínodo de los
Obispos. 3 octubre 2015
Por: Papa Francisco | Fuente: es.radiovaticana.va
Con la celebración Eucarística presidida por el Santo Padre en la Basílica de San Pedro, el primer domingo de octubre, se dio inicio al Sínodo de los Obispos sobre “La vocación y misión de la familia en la Iglesia y en el mundo contemporáneo”. En su homilía, el Obispo de Roma comentando los textos bíblicos que la liturgia presenta este XXVII domingo del Tiempo Ordinario, señaló que “dichas lecturas se centran en tres aspectos: el drama de la soledad, el amor entre el hombre y la mujer, y la familia”
Por: Papa Francisco | Fuente: es.radiovaticana.va
Con la celebración Eucarística presidida por el Santo Padre en la Basílica de San Pedro, el primer domingo de octubre, se dio inicio al Sínodo de los Obispos sobre “La vocación y misión de la familia en la Iglesia y en el mundo contemporáneo”. En su homilía, el Obispo de Roma comentando los textos bíblicos que la liturgia presenta este XXVII domingo del Tiempo Ordinario, señaló que “dichas lecturas se centran en tres aspectos: el drama de la soledad, el amor entre el hombre y la mujer, y la familia”
TEXTO COMPLETO DE LA HOMILÍA
DEL PAPA FRANCISCO
«Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros su amor ha
llegado en nosotros a su plenitud» (1 Jn 4,12).
Las lecturas bíblicas de este domingo parecen elegidas a propósito para
el acontecimiento de gracia que la Iglesia está viviendo, es decir, la Asamblea
Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre el tema de la familia que se inaugura
con esta celebración eucarística.
Dichas lecturas se centran en tres aspectos: el drama de la soledad, el
amor entre el hombre y la mujer, y la familia.
LA
SOLEDAD
Adán, como leemos en la primera lectura, vivía
en el Paraíso, ponía los nombres a las demás creaturas, ejerciendo un dominio
que demuestra su indiscutible e incomparable superioridad, pero aun así se
sentía solo, porque «no encontraba ninguno como él que lo ayudase» (Gn 2,20) y
experimentaba la soledad.
La soledad, el drama que aún aflige a muchos
hombres y mujeres. Pienso en los ancianos abandonados incluso por sus seres
queridos y sus propios hijos; en los viudos y viudas; en tantos hombres y
mujeres dejados por su propia esposa y por su propio marido; en tantas personas
que de hecho se sienten solas, no comprendidas y no escuchadas; en los
emigrantes y los refugiados que huyen de la guerra y la persecución; y en
tantos jóvenes víctimas de la cultura del consumo, del usar y tirar, y de la
cultura del descarte.
Hoy se vive la paradoja de un mundo globalizado
en el que vemos tantas casas de lujo y edificios de gran altura, pero cada vez
menos calor de hogar y de familia; muchos proyectos ambiciosos, pero poco
tiempo para vivir lo que se ha logrado; tantos medios sofisticados de
diversión, pero cada vez más un profundo vacío en el corazón; muchos placeres,
pero poco amor; tanta libertad, pero poca autonomía… Son cada vez más las
personas que se sienten solas, y las que se encierran en el egoísmo, en la
melancolía, en la violencia destructiva y en la esclavitud del placer y del
dios dinero.
Hoy vivimos en cierto sentido la misma
experiencia de Adán: tanto poder acompañado de tanta soledad y vulnerabilidad;
y la familia es su imagen. Cada vez menos seriedad en llevar adelante una
relación sólida y fecunda de amor: en la salud y en la enfermedad, en la
riqueza y en la pobreza, en las buena y en la mala suerte. El amor duradero,
fiel, recto, estable, fértil es cada vez más objeto de burla y considerado como
algo anticuado. Parecería que las sociedades más avanzadas son precisamente las
que tienen el porcentaje más bajo de tasa de natalidad y el mayor promedio de
abortos, de divorcios, de suicidios y de contaminación ambiental y social.
EL
AMOR ENTRE EL HOMBRE Y LA MUJER
Leemos en la primera lectura que el corazón de
Dios se entristeció al ver la soledad de Adán y dijo: «No está bien que el
hombre esté solo; voy a hacerle alguien como él que le ayude» (Gn 2,18). Estas
palabras muestran que nada hace más feliz al hombre que un corazón que se
asemeje a él, que le corresponda, que lo ame y que acabe con la soledad y el
sentirse solo. Muestran también que Dios no ha creado el ser humano para vivir
en la tristeza o para estar solo, sino para la felicidad, para compartir su
camino con otra persona que es su complemento; para vivir la extraordinaria
experiencia del amor: es decir de amar y ser amado; y para ver su amor fecundo
en los hijos, como dice el salmo de hoy (cf. Sal 128).
Este es el sueño de Dios para su criatura
predilecta: verla realizada en la unión de amor entre hombre y mujer; feliz en
el camino común, fecunda en la donación recíproca. Es el mismo designio que
Jesús resume en el Evangelio de hoy con estas palabras: «Al principio de la
creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre
y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. De modo que
ya no son dos, sino una sola carne» (Mc 10,6-8; cf. Gn 1,27; 2,24).
Jesús, ante la pregunta retórica que le habían
dirigido – probablemente como una trampa, para hacerlo quedar mal ante la
multitud que lo seguía y que practicaba el divorcio, como realidad consolidada
e intangible-, responde de forma sencilla e inesperada: restituye todo al
origen de la creación, para enseñarnos que Dios bendice el amor humano, es él
el que une los corazones de dos personas que se aman y los une en la unidad y
en la indisolubilidad. Esto significa que el objetivo de la vida conyugal no es
sólo vivir juntos, sino también amarse para siempre. Jesús restablece así el
orden original y originante.
LA
FAMILIA
«Lo que Dios ha unido, que no lo separe el
hombre» (Mc 10,9). Es una exhortación a los creyentes a superar toda forma de
individualismo y de legalismo, que esconde un mezquino egoísmo y el miedo de
aceptar el significado auténtico de la pareja y de la sexualidad humana en el
plan de Dios.
De hecho, sólo a la luz de la locura de la
gratuidad del amor pascual de Jesús será comprensible la locura de la gratuidad
de un amor conyugal único y usque ad mortem.
Para Dios, el matrimonio no es una utopía de
adolescente, sino un sueño sin el cual su creatura estará destinada a la
soledad. En efecto el miedo de unirse a este proyecto paraliza el corazón
humano.
Paradójicamente también el hombre de hoy –que
con frecuencia ridiculiza este plan– permanece atraído y fascinado por todo
amor autentico, por todo amor sólido, por todo amor fecundo, por todo amor fiel
y perpetuo. Lo vemos ir tras los amores temporales, pero sueña el amor
autentico; corre tras los placeres de la carne, pero desea la entrega total.
En efecto «ahora que hemos probado plenamente
las promesas de la libertad ilimitada, empezamos a entender de nuevo la
expresión “la tristeza de este mundo”. Los placeres prohibidos perdieron su
atractivo cuando han dejado de ser prohibidos. Aunque tiendan a lo extremo y se
renueven al infinito, resultan insípidos porque son cosas finitas, y nosotros,
en cambio, tenemos sed de infinito» (Joseph Ratzinger, Auf Christus schauen.
Einübung in Glaube, Hoffnung, Liebe, Freiburg 1989, p. 73).
En este contexto social y matrimonial bastante
difícil, la Iglesia está llamada a vivir su misión en la fidelidad, en la
verdad y en la caridad.
Vive su misión en la fidelidad a su Maestro como
voz que grita en el desierto, para defender el amor fiel y animar a las
numerosas familias que viven su matrimonio como un espacio en el cual se
manifiestan el amor divino; para defender la sacralidad de la vida, de toda
vida; para defender la unidad y la indisolubilidad del vínculo conyugal como
signo de la gracia de Dios y de la capacidad del hombre de amar en serio.
Vivir su misión en la verdad que no cambia según
las modas pasajeras o las opiniones dominantes. La verdad que protege al hombre
y a la humanidad de las tentaciones de autoreferencialidad y de transformar el
amor fecundo en egoísmo estéril, la unión fiel en vinculo temporal. «Sin
verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo. El amor se convierte en un
envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente. Éste es el riesgo fatal del
amor en una cultura sin verdad» (Benedicto XVI, Enc. Caritas in veritate, 3).
Vivir su misión en la caridad que no señala con
el dedo para juzgar a los demás, sino que -fiel a su naturaleza como madre – se
siente en el deber de buscar y curar a las parejas heridas con el aceite de la
acogida y de la misericordia; de ser «hospital de campo», con las puertas
abiertas para acoger a quien llama pidiendo ayuda y apoyo; de salir del propio
recinto hacia los demás con amor verdadero, para caminar con la humanidad
herida, para incluirla y conducirla a la fuente de la salvación.
Una Iglesia que enseña y defiende los valores
fundamentales, sin olvidar que «el sábado se hizo para el hombre y no el hombre
para el sábado» (Mc 2,27); y que Jesús también dijo: «No necesitan médico los
sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar justos, sino pecadores» (Mc
2,17). Una Iglesia que educa al amor autentico, capaz de alejar de la soledad,
sin olvidar su misión de buen samaritano de la humanidad herida.
Recuerdo a san Juan Pablo II cuando decía: «El
error y el mal deben ser condenados y combatidos constantemente; pero el hombre
que cae o se equivoca debe ser comprendido y amado […] Nosotros debemos amar
nuestro tiempo y ayudar al hombre de nuestro tiempo.» (Discurso a la Acción
Católica italiana, 30 de diciembre de 1978, 2 c: L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española, 21 enero 1979, p.9). Y la Iglesia debe buscarlo,
acogerlo y acompañarlo, porque una Iglesia con las puertas cerradas se
traiciona a sí misma y a su misión, y en vez de ser puente se convierte en
barrera: «El santificador y los santificados proceden todos del mismo. Por eso
no se avergüenza de llamarlos hermanos» (Hb 2,11).
Con este espíritu, le pedimos al Señor que nos
acompañe en el Sínodo y que guíe a su Iglesia a través de la intercesión de la
Santísima Virgen María y de San José, su castísimo esposo.
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