Las
palabras esconden en sí un misterioso potencial, capaz de transfigurar nuestra
realidad, interior y exterior, para bien o para mal.
El efecto Pagmilión, que
toma su nombre del homónimo mito griego, postula bajo un filtro psicológico la
influencia que podemos ejercer sobre los demás en esta línea. Sin embargo, al
menos como lo plantea el video, se trataría de una aproximación muy horizontal
de dicha fuerza transformante, es decir, se queda en promover el uso de la
palabra positivamente para alcanzar la perfección humana o cumplir nuestros
sueños; ya sea en relación a nosotros mismos que a los demás. La palabra sería
así un instrumento para plasmar la felicidad con nuestras propias manos.
De
hecho es exactamente así como se desarrolla la historia del rey de Chipre
Pagmilión, quien en su anhelo imposible de encontrar una mujer perfecta acaba
por esculpir una estatua de la cual se enamora. La diosa Afrodita al ver su
gran deseo se conmueve y le concede lo que su corazón anhela dando vida a la estatua,
explicándole al rey que se trataba de una felicidad que se merecía pues él
mismo la había plasmado (pues él sería la causa que influyó en tal desenlace).
Ahora
bien, el cristianismo eleva este anhelo
de perfección humana hacia su real grandeza espiritual, planteando un horizonte
de transfiguración donde la palabra se presenta como verdadera potencia de
salvación. Una salvación además que no construimos nosotros, sino que
nos viene dada por Aquel que es la Palabra misma, a través de la cual todo fue
creado. La Verbum Domini sintetiza incomparablemente esta idea en su número 8 cuando dice:
«La
creación nace del Logos y lleva la marca imborrable de la Razón creadora que
ordena y guía. Los salmos cantan esta gozosa certeza: «La palabra del Señor
hizo el cielo; el aliento de su boca, sus ejércitos» (Sal 33,6); y de nuevo:
«Él lo dijo, y existió, él lo mandó, y surgió» (Sal 33,9). Toda realidad
expresa este misterio: «El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento
pregona la obra de sus manos» (Sal 19,2).[…]La
tradición del pensamiento cristiano supo profundizar en este elemento clave de
la sinfonía de la Palabra cuando, por ejemplo, san Buenaventura, junto con la
gran tradición de los Padres griegos, ve en el Logos todas las posibilidades de
la creación, y dice que «toda criatura es Palabra de Dios, en cuanto que
proclama a Dios».
La
Constitución dogmática Dei Verbum
había sintetizado esto declarando que: «Dios, creando y conservando el
universo por su Palabra (cf. Jn 1,3), ofrece a los hombres en la creación un
testimonio perenne de sí mismo».
He
aquí la auténtica mística: cada una de
nuestras palabras es potencialmente Palabra de Dios (incluso nuestra
misma existencia), en cuanto puede participar y reflejar el Amor de Cristo. De
este modo nos convertirnos en transmisores de su salvación. Esto transfigura la
realidad en su profundidad más radical, pues incluso allí donde la imperfección
del dolor y del mal no pueden ser erradicadas, allí donde parece no llegar
palabra alguna, el cristianismo puede dar una respuesta, porque puede predicar
con ardor, como lo hace la Verbum Domini 12:
«Aquí
nos encontramos ante el «Mensaje de la cruz» (1 Co 1,18). El Verbo enmudece, se
hace silencio mortal, porque se ha «dicho» hasta quedar sin palabras, al haber
hablado todo lo que tenía que comunicar, sin guardarse nada para sí. Los Padres
de la Iglesia, contemplando este misterio, ponen de modo sugestivo en labios de
la Madre de Dios estas palabras: «La Palabra del Padre, que ha creado todas las
criaturas que hablan, se ha quedado sin palabra; están sin vida los ojos
apagados de aquel que con su palabra y con un solo gesto suyo mueve todo lo que
tiene vida». Aquí se nos ha comunicado el amor «más grande», el que da la vida
por sus amigos (cf. Jn 15,13). »
Así
es. Contemplemos la riquísima verdad de
la «Cristología de la Palabra», en la que todas las palabras alcanzan su
plenitud y armonía. Configurémonos con Ella para así alcanzar la única
perfección que importa: la del amor. Ese Amor (y no una serie de
discursos positivos), que puede participarnos, desde ya, un futuro eterno sobre
el cual podemos construir una sólida esperanza. Esta es la Palabra definitiva,
que da cumplimiento a lo que tanto anhelaban y narraban los viejos mitos, como
se afirma en la Verbum Domini:
«”Dios
ha cumplido su palabra y la ha abreviado” (Is 10,23; Rm 9,28)… El Hijo mismo es
la Palabra, el Logos; la Palabra eterna se ha hecho pequeña, tan pequeña como
para estar en un pesebre. Se ha hecho niño para que la Palabra esté a nuestro
alcance». ).[…]Cristo,
Palabra de Dios encarnada, crucificada y resucitada, es Señor de todas las
cosas; él es el Vencedor, el Pantocrátor, y ha recapitulado en sí para siempre
todas las cosas (cf. Ef 1,10). Cristo, por tanto, es «la luz del mundo»
(Jn8,12), la luz que «brilla en la tiniebla» (Jn1,54) y que la tiniebla no ha
derrotado (cf. Jn 1,5). Aquí se comprende plenamente el sentido del Salmo 119:
«Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (v. 105); la Palabra
que resucita es esta luz definitiva en nuestro camino. Los cristianos han sido
conscientes desde el comienzo de que, en Cristo, la Palabra de Dios está
presente como Persona. La Palabra de Dios es la luz verdadera que necesita el
hombre. Sí, en la resurrección, el Hijo de Dios surge como luz del mundo.
Ahora, viviendo con él y por él, podemos vivir en la luz.»
Daniel Prieto
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