Esta visión profundamente cristiana de la
glorificación de nuestro cuerpo obliga al Apóstol a rechazar la tesis de los
libertinos de Corinto, que, al igual que algunos partidarios actuales de la
liberación sexual, sostenían que la relación de la fornicación con el cuerpo
debe verse con el mismo relativismo que la relación de los alimentos con el
vientre.
En estos
momentos en que tantos en nuestra sociedad defienden la fornicación y el
libertinaje sexual, me parece interesante ver qué opina sobre ello la Palabra
de Dios contenida en San Pablo.
1 Cor 6,12-20 es una de las mejores exhortaciones morales paulinas. En ella Pablo motiva su condenación de la fornicación con consideraciones del mayor interés.
El cuerpo, es decir la persona humana en su manifestación externa, pertenece al Señor, debiendo quedar por ello excluida la lujuria (v. 13) porque Él lo ha comprado a precio (de su sangre) (v. 20), haciéndolo uno de los miembros de su Cuerpo (v. 15), con una unión tan estrecha que se hace un Espíritu con Él (v. 17). Incluso llega a decir “el Señor para el cuerpo” (v. 13), es decir hay una relación íntima de Cristo con nuestro cuerpo. Esto significa que el ser humano puede presentarle al Señor todos sus deseos y tensiones, todas sus fantasías, con la confianza que le enseñará a ver las cosas rectamente, pues Él nos comprende y nos da una norma, que es Él mismo y su amor entrañable a nosotros. Así, el cuerpo es santificado, consagrado, es un templo en el que habita el Espíritu (v. 19); con esta palabra “templo” Jesús designa su propio cuerpo (Jn 2,19) y en otras epístolas se designa la comunidad (2 Cor 6,16) o la Iglesia (Ef 2,21). El hombre en cuanto cuerpo pertenece ya aquí a la esfera del Espíritu, por lo que nuestro cuerpo carnal es ya espiritual (v. 17), en espera del gran día de la resurrección (v. 14) en que estará totalmente bajo el dominio del Espíritu.
Esta visión profundamente cristiana de la glorificación de nuestro cuerpo obliga al Apóstol a rechazar la tesis de los libertinos de Corinto, que, al igual que algunos partidarios actuales de la liberación sexual, sostenían que la relación de la fornicación con el cuerpo debe verse con el mismo relativismo que la relación de los alimentos con el vientre, no teniendo la fornicación más valor desde el punto de vista moral que los actos de la función nutritiva. Pablo no se hace ilusiones: los hombres que no creen en Dios difícilmente se apartan de su incontinencia sexual y de sus bajas pasiones, lo que les lleva a una catástrofe total, como nos afirma en Rom 1,18-32.
Para Pablo, la fornicación de un cristiano es una alienación total y sin reserva de un miembro de Cristo en provecho de una prostituta (v. 15). A la unión íntima existente entre el bautizado y Cristo sucede otra igualmente completa pero radicalmente distinta entre el pecador y la meretriz.
El punto de vista del v. 18 es ante todo religioso. El fornicador peca contra su propio cuerpo porque falsifica totalmente su sentido y destino. Para el filósofo pagano Musonio Rufo, maestro de Epicteto, la fornicación, aunque a veces no sea una injuria contra otros, hiere la dignidad del hombre, dignidad que es algo absoluto y no fundado. Mientras Musonio permanece en el contexto de la razón, el autor paulino, en un contexto de fe, ve la dignidad del hombre dependiente de Cristo y fundada en la unión con Él, siendo el cuerpo miembro de Cristo (v. 15), y, por tanto, templo de Dios y habitáculo de la divinidad (v. 19). Por ello la fornicación profana nuestro cuerpo y es una gran injusticia, más que contra nosotros mismos o el prójimo, contra Cristo, a quien se expulsa de uno de sus miembros (v. 20). Pero, sobre todo, la segunda frase de este v. 20 nos da el sentido final de aquello para lo que está hecho el cuerpo, la sexualidad y la castidad: “Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo”.
Lo que hemos dicho de la postura de Musonio Rufo sobre la fornicación nos lleva a preguntarnos sobre qué hay en nuestra moral de específico cristiano, es decir qué es lo que la fe aporta de nuevo a lo que ya nos dice la razón. En otras palabras: ¿para qué sirve ser cristiano?
Ante todo, la moral cristiana nos remite al seguimiento de Cristo. “Seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana” (San Juan Pablo II, encíclica Veritatis Splendor, nº 19). Jesús vino para darnos la gran noticia: el ofrecimiento hecho por Dios al hombre de vivir en amistad con Él. La única condición es permanecer abiertos al don y a la gracia, aceptando nuestra incapacidad de merecerla.
Lo diferenciador de la moral cristiana está en que lo auténticamente determinante es la misma persona de Cristo. Al proclamar la originaria y definitiva voluntad de Dios, Cristo y sus enseñanzas son la palabra última y vinculante de Dios a los hombres. En Jesucristo alcanza la revelación de Dios su expresión suprema y su más alta exigencia, por encima de todos los anteriores portavoces de Dios (Heb 1,1).
Podemos decir que lo específico de nuestra moral es su motivación, que asume la moral humana y la enriquece: p. ej., la virginidad “por el reino de los cielos”. La originalidad no está tanto en los contenidos, sino en la forma de integrarlos en la fe y en la manera de vivirlos como expresión de la voluntad amorosa de Dios. Cristo quiere que colaboremos con Él para hacer realidad la venida del Reino de Dios. Por ello, la fe presenta determinadas exigencias religiosas y morales que se derivan de nuestra condición de creyentes y de nuestra pertenencia a la comunidad eclesial. La práctica de los sacramentos o los preceptos de la Iglesia formarían parte de ese tipo de obligaciones que, por su propia naturaleza, no se pueden derivar de una simple reflexión humana.
Decir, por tanto, que en conjunto los valores de la moral cristiana son también razonables y no son distintos de los que profesa cualquier persona honrada, parece una postura sensata y aceptable. Pero si queremos encontrar a nuestra moral un fundamento sólido, éste no puede ser otro sino la roca de la palabra de Cristo. Observemos, igualmente, que la lectura de la Escritura y la experiencia cristiana suponen una modificación en la idea misma de virtud: ya no es obra del solo esfuerzo humano como en los filósofos, sino de la gracia que se nos da en las virtudes teologales e infusas que completan los dones del Espíritu Santo.
1 Cor 6,12-20 es una de las mejores exhortaciones morales paulinas. En ella Pablo motiva su condenación de la fornicación con consideraciones del mayor interés.
El cuerpo, es decir la persona humana en su manifestación externa, pertenece al Señor, debiendo quedar por ello excluida la lujuria (v. 13) porque Él lo ha comprado a precio (de su sangre) (v. 20), haciéndolo uno de los miembros de su Cuerpo (v. 15), con una unión tan estrecha que se hace un Espíritu con Él (v. 17). Incluso llega a decir “el Señor para el cuerpo” (v. 13), es decir hay una relación íntima de Cristo con nuestro cuerpo. Esto significa que el ser humano puede presentarle al Señor todos sus deseos y tensiones, todas sus fantasías, con la confianza que le enseñará a ver las cosas rectamente, pues Él nos comprende y nos da una norma, que es Él mismo y su amor entrañable a nosotros. Así, el cuerpo es santificado, consagrado, es un templo en el que habita el Espíritu (v. 19); con esta palabra “templo” Jesús designa su propio cuerpo (Jn 2,19) y en otras epístolas se designa la comunidad (2 Cor 6,16) o la Iglesia (Ef 2,21). El hombre en cuanto cuerpo pertenece ya aquí a la esfera del Espíritu, por lo que nuestro cuerpo carnal es ya espiritual (v. 17), en espera del gran día de la resurrección (v. 14) en que estará totalmente bajo el dominio del Espíritu.
Esta visión profundamente cristiana de la glorificación de nuestro cuerpo obliga al Apóstol a rechazar la tesis de los libertinos de Corinto, que, al igual que algunos partidarios actuales de la liberación sexual, sostenían que la relación de la fornicación con el cuerpo debe verse con el mismo relativismo que la relación de los alimentos con el vientre, no teniendo la fornicación más valor desde el punto de vista moral que los actos de la función nutritiva. Pablo no se hace ilusiones: los hombres que no creen en Dios difícilmente se apartan de su incontinencia sexual y de sus bajas pasiones, lo que les lleva a una catástrofe total, como nos afirma en Rom 1,18-32.
Para Pablo, la fornicación de un cristiano es una alienación total y sin reserva de un miembro de Cristo en provecho de una prostituta (v. 15). A la unión íntima existente entre el bautizado y Cristo sucede otra igualmente completa pero radicalmente distinta entre el pecador y la meretriz.
El punto de vista del v. 18 es ante todo religioso. El fornicador peca contra su propio cuerpo porque falsifica totalmente su sentido y destino. Para el filósofo pagano Musonio Rufo, maestro de Epicteto, la fornicación, aunque a veces no sea una injuria contra otros, hiere la dignidad del hombre, dignidad que es algo absoluto y no fundado. Mientras Musonio permanece en el contexto de la razón, el autor paulino, en un contexto de fe, ve la dignidad del hombre dependiente de Cristo y fundada en la unión con Él, siendo el cuerpo miembro de Cristo (v. 15), y, por tanto, templo de Dios y habitáculo de la divinidad (v. 19). Por ello la fornicación profana nuestro cuerpo y es una gran injusticia, más que contra nosotros mismos o el prójimo, contra Cristo, a quien se expulsa de uno de sus miembros (v. 20). Pero, sobre todo, la segunda frase de este v. 20 nos da el sentido final de aquello para lo que está hecho el cuerpo, la sexualidad y la castidad: “Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo”.
Lo que hemos dicho de la postura de Musonio Rufo sobre la fornicación nos lleva a preguntarnos sobre qué hay en nuestra moral de específico cristiano, es decir qué es lo que la fe aporta de nuevo a lo que ya nos dice la razón. En otras palabras: ¿para qué sirve ser cristiano?
Ante todo, la moral cristiana nos remite al seguimiento de Cristo. “Seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana” (San Juan Pablo II, encíclica Veritatis Splendor, nº 19). Jesús vino para darnos la gran noticia: el ofrecimiento hecho por Dios al hombre de vivir en amistad con Él. La única condición es permanecer abiertos al don y a la gracia, aceptando nuestra incapacidad de merecerla.
Lo diferenciador de la moral cristiana está en que lo auténticamente determinante es la misma persona de Cristo. Al proclamar la originaria y definitiva voluntad de Dios, Cristo y sus enseñanzas son la palabra última y vinculante de Dios a los hombres. En Jesucristo alcanza la revelación de Dios su expresión suprema y su más alta exigencia, por encima de todos los anteriores portavoces de Dios (Heb 1,1).
Podemos decir que lo específico de nuestra moral es su motivación, que asume la moral humana y la enriquece: p. ej., la virginidad “por el reino de los cielos”. La originalidad no está tanto en los contenidos, sino en la forma de integrarlos en la fe y en la manera de vivirlos como expresión de la voluntad amorosa de Dios. Cristo quiere que colaboremos con Él para hacer realidad la venida del Reino de Dios. Por ello, la fe presenta determinadas exigencias religiosas y morales que se derivan de nuestra condición de creyentes y de nuestra pertenencia a la comunidad eclesial. La práctica de los sacramentos o los preceptos de la Iglesia formarían parte de ese tipo de obligaciones que, por su propia naturaleza, no se pueden derivar de una simple reflexión humana.
Decir, por tanto, que en conjunto los valores de la moral cristiana son también razonables y no son distintos de los que profesa cualquier persona honrada, parece una postura sensata y aceptable. Pero si queremos encontrar a nuestra moral un fundamento sólido, éste no puede ser otro sino la roca de la palabra de Cristo. Observemos, igualmente, que la lectura de la Escritura y la experiencia cristiana suponen una modificación en la idea misma de virtud: ya no es obra del solo esfuerzo humano como en los filósofos, sino de la gracia que se nos da en las virtudes teologales e infusas que completan los dones del Espíritu Santo.
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