La Iglesia nos enseña que existe, nos explica en qué consiste y nos
enseña como superarlo
Por: P. Clemente González | Fuente: Catholic.net
El pecado original es una realidad no sensible. No se puede ver, tocar, o pesar como tampoco podemos medir el amor que le tenemos a nuestros hijos o la compasión por un enfermo. Son realidades de un orden diverso que podemos conocer por medio de los efectos que producen. Conocemos que un hombre está verdaderamente enamorado de su esposa cuando le es fiel, cuando se sacrifica por ella, cuando se entrega; ese es el termómetro del amor.
Aunque no vemos al pecado original, si percibimos sus consecuencias. El pecado original ha producido en todos nosotros una tendencia desordenada al pecado, a obrar con un amor desordenado a nosotros mismos, pasando incluso por encima de los demás, y a seguir la sensualidad, el placer y la comodidad, incluso contra la razón, que es lo propio del hombre y la mujer, lo que nos distingue de los animales inferiores. Esto lo experimentamos todos, desde el más santo al último pecador, y desde el día que nacemos hasta tres días después de muertos. Nuestra vida es una lucha si en verdad queremos ser hombres y mujeres de bien. Lo más fácil es dejarse llevar de la corriente y hacer lo que hacen todos.
Es muy difícil explicar por qué todo ser humano experimenta esta realidad si negamos la realidad del pecado original. La Iglesia no sólo nos enseña que existe y nos explica en qué consiste sino que siguiendo a Jesús nos enseña como superarlo con la vigilancia, la oración y los sacramentos, sobre todo con la Penitencia y la Eucaristía. Viendo la gran cantidad de santos de la Iglesia podemos estar seguros de que no andamos equivocados.
No podemos dudar que en nuestra misma naturaleza lo llevamos. No somos unos angelitos, cuántas tendencias hacia el mal tenemos: tendencias de pereza, deja para mañana, lo que puedes hacer hoy... el decálogo del perezoso, tendencias de egoísmo, pensar en solamente en bienestar, y no en lo que yo puedo servir para los demás, tendencia de soberbia, de ser alguien muy importante pero no para el bien de los demás sino para el mío propio. Alguno podría decir: “pero si yo no lo cometí”, es verdad, no somos conscientes de haberlo cometido, pero las consecuencias hablan de su presencia. Y éstas por lo visto han aparecido desde la primera pareja hasta la última. Así pues, al que te diga que no existe el pecado original dile por favor que te muestre sus alas de angelito. Todavía no he visto ninguno con ellas.
Por último debemos de ser conscientes que creer, es creer en alguien, fiarme de ese alguien. Este alguien es grande pues es el mismo Dios. No podemos dudar de todo lo que nos ha revelado. Acaso podemos dudar del mismo que nos creó. El pecado no fue un error de su creación, sino nuestro. Cuanto le habrá dolido a Dios, incluso de ser capaz de mandar a su propio Hijo para borrárnoslo.
Por: P. Clemente González | Fuente: Catholic.net
El pecado original es una realidad no sensible. No se puede ver, tocar, o pesar como tampoco podemos medir el amor que le tenemos a nuestros hijos o la compasión por un enfermo. Son realidades de un orden diverso que podemos conocer por medio de los efectos que producen. Conocemos que un hombre está verdaderamente enamorado de su esposa cuando le es fiel, cuando se sacrifica por ella, cuando se entrega; ese es el termómetro del amor.
Aunque no vemos al pecado original, si percibimos sus consecuencias. El pecado original ha producido en todos nosotros una tendencia desordenada al pecado, a obrar con un amor desordenado a nosotros mismos, pasando incluso por encima de los demás, y a seguir la sensualidad, el placer y la comodidad, incluso contra la razón, que es lo propio del hombre y la mujer, lo que nos distingue de los animales inferiores. Esto lo experimentamos todos, desde el más santo al último pecador, y desde el día que nacemos hasta tres días después de muertos. Nuestra vida es una lucha si en verdad queremos ser hombres y mujeres de bien. Lo más fácil es dejarse llevar de la corriente y hacer lo que hacen todos.
Es muy difícil explicar por qué todo ser humano experimenta esta realidad si negamos la realidad del pecado original. La Iglesia no sólo nos enseña que existe y nos explica en qué consiste sino que siguiendo a Jesús nos enseña como superarlo con la vigilancia, la oración y los sacramentos, sobre todo con la Penitencia y la Eucaristía. Viendo la gran cantidad de santos de la Iglesia podemos estar seguros de que no andamos equivocados.
No podemos dudar que en nuestra misma naturaleza lo llevamos. No somos unos angelitos, cuántas tendencias hacia el mal tenemos: tendencias de pereza, deja para mañana, lo que puedes hacer hoy... el decálogo del perezoso, tendencias de egoísmo, pensar en solamente en bienestar, y no en lo que yo puedo servir para los demás, tendencia de soberbia, de ser alguien muy importante pero no para el bien de los demás sino para el mío propio. Alguno podría decir: “pero si yo no lo cometí”, es verdad, no somos conscientes de haberlo cometido, pero las consecuencias hablan de su presencia. Y éstas por lo visto han aparecido desde la primera pareja hasta la última. Así pues, al que te diga que no existe el pecado original dile por favor que te muestre sus alas de angelito. Todavía no he visto ninguno con ellas.
Por último debemos de ser conscientes que creer, es creer en alguien, fiarme de ese alguien. Este alguien es grande pues es el mismo Dios. No podemos dudar de todo lo que nos ha revelado. Acaso podemos dudar del mismo que nos creó. El pecado no fue un error de su creación, sino nuestro. Cuanto le habrá dolido a Dios, incluso de ser capaz de mandar a su propio Hijo para borrárnoslo.
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