Contra esta idea tan vieja de considerar el cuerpo una cárcel en la que yacemos postrados, en espera de una liberación definitiva, se alzó el cristianismo, con una idea nueva, escandalosa y subversiva.
Escribía Chesterton que, con frecuencia, las ideas nuevas no son sino el disfraz con el que se nos presentan los viejos errores de siempre.
Pocas veces he tenido conciencia de la verdad de esta afirmación como leyendo una interesantísima entrevista de Judith de Jorge a Kevin Warwick, profesor de la Universidad de Reading, un visionario de la cibernética que ha llegado a implantarse chips en su propio cuerpo, obteniendo resultados en verdad inauditos: así, por ejemplo, ha logrado conectar su cerebro con el ordenador de un edificio inteligente; y también mover desde Nueva York un brazo eléctrico que se hallaba en Inglaterra, a través de los impulsos eléctricos neuronales. Además, Warwick ha conseguido -siempre mediante el implante de chips- mantener conectado su cerebro al de su mujer y enviar señales de un sistema nervioso al otro; la experiencia la describe el científico como «algo muy íntimo, incluso más que el sexo», y asegura que «este tipo de comunicación, cerebro a cerebro a través del pensamiento, será la que exista en el futuro», pues considera que las formas de comunicación entre humanos que en la actualidad existen a través del lenguaje o del contacto físico son de una pobreza «vergonzosa».
Warwick concluye con una proclama: «El cuerpo humano es un gran problema. Ya no lo necesitamos. Si pudiéramos deshacernos de él, podríamos vivir mucho más tiempo».
Es la misma proclama que han lanzado, desde que el mundo es mundo, todas las religiones ´espiritualistas´, empezando por las gnósticas: nuestro cuerpo, nuestra carne achacosa, este mísero barro del que estamos hechos, expuesto a la decrepitud y a las debilidades, es un lastre del que pronto nos veremos libres, para alcanzar una vida más plena en un más allá en el que nuestro espíritu, liberado de tan pesado fardo, alcance la perfección divina.
Por supuesto, cambia el modo de expresar este anhelo: el espiritualista de antaño hablaba de alma o espíritu, el materialista de hogaño habla de cerebro o impulsos eléctricos neuronales; el espiritualista de antaño se refería a un ´más allá´ que residía en la vida de ultratumba, el materialista de hogaño se refiere a un futuro del que podremos disfrutar en esta vida; el espiritualista de antaño situaba la plenitud en la fusión de su espíritu con Dios, el materialista de hogaño piensa que el hombre mismo -o su cerebro potenciado por implantes cibernéticos- es Dios.
Pero el error es exactamente el mismo: el mal y la perdición están ligados al cuerpo; la salvación está ligada a una experiencia interna (del espíritu, según el gnosticismo antañón; del cerebro, según el materialismo hodierno). Por supuesto, el mal y la perdición estaban asociados antaño al pecado; hoy el mal y la perdición se asocian más bien a la decrepitud, a la enfermedad, incluso a las limitaciones de nuestras pobres y vergonzosas ´formas de comunicación´. Pero siempre es el cuerpo el problema del que conviene deshacerse. Es el viejo error disfrazado con ropajes nuevos, para simular una idea nueva.
Contra esta idea tan vieja de considerar el cuerpo una cárcel en la que yacemos postrados, en espera de una liberación definitiva, se alzó el cristianismo, con una idea nueva, escandalosa y subversiva.
Nuestro cuerpo, tan tentado por las debilidades, tan acechado por los padecimientos y los achaques, deja de ser un fardo oprobioso que nos separa de una vida más plena, para convertirse en recipiente de la divinidad; nuestro cuerpo, cuyo destino aparente es la muerte, se hace partícipe de la naturaleza divina, aprendiendo que ese destino es un mero espejismo, un trance a otra vida más plena, que ya no consistirá en la emancipación del espíritu (o del cerebro), sino en la glorificación de la carne, convocada a la resurrección.
Cuando san Pablo habla en el Areópago, todas sus ideas sobre la divinidad son fácilmente digeridas por los sabios de Atenas que lo escuchan (como podría haberlas digerido sin dificultad Warwick, si en lugar de Dios hubiese hablado san Pablo del cerebro o de los impulsos eléctricos neuronales); lo que en verdad escandaliza y encrespa a los sabios de Atenas es que, en ese viaje hacia la plenitud, san Pablo no considera el cuerpo un ´problema´ del que conviene deshacerse, sino que lo encumbra hasta convertirlo en el recipiente necesario de tal plenitud.
El cuerpo, con todas sus arrugas, michelines, cólicos del riñón, deficiencias cardiorrespiratorias, humores malolientes, secreciones y excrementos; el cuerpo que se lastima, que tiembla, que vibra de gozo y de dolor, que se pudre y se muere. Y que, sin embargo, ha nacido para la gloria. Esto sí que es una idea nueva.
Juan Manuel de Prada
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