Mientras Santo Domingo estaba predicando en Carcasona de Francia, fue conducido allí un hereje algibense, del cual se habían posesionado los demonios, porque públicamente desacreditaba la devoción del Santísimo Rosario.
El Santo ordenó de parte de Dios a los enemigos que manifestasen si eran ciertas las cosas que ellos mismos decían con respecto al Santísimo Rosario. Entonces los demonios dijeron:
-Todo lo que éste enemigo ha dicho de María y del Santísimo Rosario no es cierto… y añadiendo que ellos no tenían poder contra los siervos de María, que muchos, a pesar de sus escasos méritos, invocando a María en la hora de la muerte, se salvaban.
Luego Santo Domingo hizo rezar al pueblo el Rosario, y ¡oh maravilla!, a cada Avemaría salían del cuerpo de aquel desdichado muchos demonios en forma de carbones encendidos, hasta que habiéndose concluido el Rosario, quedó enteramente libre de ellos. En vista de lo cual se convirtieron muchos herejes.
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Se hallaba en un Monasterio la hija de cierto príncipe, la cual, a pesar de una buena disposición, como en aquel lugar tenia relajado el espíritu, adelantaba poco en la virtud. Mas habiendo empezado después a rezar el Rosario con los Misterios, conforme se lo había encargado un buen confesor, se obró en ella un cambio tan súbito, que en breve fue citada como un modelo para las demás monjas, de lo cual, ofendidas estas, procuraron por todos los medios posibles obligarla a dejar la vida que había emprendido.
Un día, mientras estaba rezando el Rosario, rogando a María que la ayudase en aquella persecución, vio caer una carta del altar. En el sobre se leía:
-De María Madre de Dios a su hija Juana, te saludo.
Dentro decía:
-Mi querida hija, prosigue rezando mi Rosario, apártate de las que no te ayudan a vivir bien, evita el ocio y la vanidad, y quita de tu celda cosas inútiles, que Yo te protegeré junto con Dios.
Habiendo ido después el Abad a visitar aquel Monasterio, trató de reformarlo, mas no lo pudo conseguir.
Un día vio que entraban y salían muchos demonios de todas las celdas de las monjas, excepto de la de Juana, porque los echaba de ahí la Divina Madre, ante la cual vio también a Juana, que estaba orando.
Sabiendo después por ella la devoción que tenia de rezar el Rosario, y que había recibido la carta referida, ordenó que todas rezasen el Rosario… y según refiere la historia, aquel Monasterio, fue convertido en un Paraíso.
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Había en Roma una mala mujer llamada Catalina la Hermosa, la cual, oyendo una vez cómo Santo Domingo predicaba la devoción del Santísimo Rosario, se hizo inscribir en el libro de la Cofradía, pero aunque empezó a rezarlo, continuó viviendo deshonestamente.
Habiendo ido una noche un joven, que parecía noble, a encontrarla, le recibió cortésmente, y estando los dos cenando, ella observó que mientras el joven cortaba el pan, caían de sus manos algunas gotas de sangre, y luego, que todas las viandas que él tomaba estaban teñidas también de sangre.
Habiéndose preguntado de dónde procedía aquella sangre, el joven le contestó que el cristiano no debía comer nada que no estuviese teñido con la Sangre de Jesucristo y condimentado con la Memoria de su Pasión.
Al oír esto, ella pasmada le preguntó quien era. Después te lo diré, contestó el joven, y habiendo pasado luego a otro aposento, el joven cambió de semblante y se le apareció coronado de espinas, con las carnes destrozadas, y le dijo:
-¿Quieres saber quién soy? ¿No me conoces Catalina? ¿Cuándo dejarás de ofenderme? Mira cuánto he padecido por ti. Ea, pues, bastante me has hecho padecer, cambia de vida.
Entonces Catalina prorrumpió en un amargo llanto, y Jesús animándola le dijo:
-Ámame, pues, ahora tanto cuanto me has ofendido, y quiero que sepas que te he concedido esta gracia por el Rosario que rezas a mi Madre… y desapareció.
Por la manan Catalina fue a confesarse con Santo Domingo, después distribuyó entre los pobres todo lo que poseía, y llevó una vida santa, que llegó a una sublime perfección.
La Virgen se le apareció muchas veces, y el mismo Jesús reveló a Santo Domingo que estimaba mucho a esa penitente.
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Un devoto de María, portugués, durante toda su vida en el sábado ayunó a pan y agua, en honor a la Divina Madre, y había tomado por abogados después de Ella a San Miguel y a San Juan Evangelista.
En la hora de su muerte se le apareció la Reina del Cielo acompañada de aquellos santos que rogaban por él, y mirando la Santísima Virgen a su siervo con semblante placentero, dijo a los mismos:
-No me iré de aquí sin llevarme esta alma.
San Alfonso María de Ligorio – Doctor de la Iglesia
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