No puedo entender por qué entre
católicos se tenga que polemizar tanto sobre concilios. Me cuesta trabajo
comprender cómo se pueda aceptar un concilio y rechazar otro: “Es que éste es
dogmático y el otro pastoral, aquello es teología dogmática y lo otro es moral,
es un falso concilio,…” Quizás nos tocará profundizar algún día sobre la
evolución del dogma, o sobre la comprensión de los dogmas en la historia de la
Iglesia, de los matices o grados de autoridad del magisterio ordinario y
extraordinario, pero yo creo que la cuestión de fondo es la obediencia.
Obedecer, ¡Qué palabra, qué verbo, qué virtud! Ojalá fuera tan fácil
vivirlo como escribirlo. Obedecer está en la cima de la virtud cristiana.
Cierto, es la caridad la cumbre de todas las virtudes pero el que no sabe
obedecer no sabe amar. He aquí otro de los grandes síntomas de la crisis de la
Iglesia: los desobedientes se cuentas por millones. ¿Cuántos católicos viven la
doctrina social de la Iglesia? Una cosa es la fe y otra los negocios, dicen.
¿Cuántos católicos viven la enseñanza de la Iglesia sobre la sexualidad, los
anticonceptivos, la familia? Los hijos los tengo que criar yo, no el Papa,
objetan. ¿Cuántos católicos están pendientes de las enseñanzas de sus obispos y
sobre todo del Santo Padre? Poquísimos.
Pero procuremos llegar a la raíz del
problema. ¿Cuántos sacerdotes enseñan la doctrina moral de la Iglesia? Pocos. Y
si no la enseñan es porque ni ellos mismos la aceptan o porque no les parece
importante, o porque es muy “incómodo” decir lo que resulta “incomodo” para los
demás, porque al final nos hacemos “incómodos” para los fieles. A fin de
cuentas ese es uno de los dogmas de la postmodernidad: “lo importante es la
comodidad, el bienestar”. ¿Por qué los sacerdotes no enseñan la fe católica?
Muchas veces porque así se lo han enseñado en el seminario o porque el obispo
cojea del mismo pie; quiero decir que tampoco se ocupa de que su presbiterio
conozca la fe de la Iglesia. Así que, entre unos y otros, la casa sin barrer.
Entiéndase la casa del Señor.
A veces, incluso los sacerdotes que
desean obedecer a la Iglesia no acaban de obedecer en todo, porque siempre se
encuentra un atajo para llegar a donde queremos y saltarnos esa norma que no me
cae bien: las misas plurintencionales, ese requisito, aquel otro. Todos
entendemos que la norma es para el hombre y no el hombre para la norma, que
puede haber excepciones; obedecer siempre y en todo es muy difícil, lo que no
quiere decir que no estemos llamados a hacerlo.
Y es que la obediencia es el único
camino para construir la unidad de la Iglesia, que es esencial, es nota
distintiva. Cristo fue obediente hasta la muerte y muerte de cruz, aprendió
sufriendo a obedecer, vino para hacer la voluntad de su Padre. Éste era su
alimento cotidiano, llevar a cabo la misión que había recibido. No obedecemos a
la Madre Iglesia porque no la consideramos nuestra madre, porque no creemos en
la luz del Espíritu que la guía. Nos falta vida espiritual, decíamos, y por
tanto nos falta fe: en Cristo y en la Iglesia que ha fundado.
Mas la raíz más profunda de la desobediencia
es la soberbia, el “seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal”.
Ese querer decidir yo, no perder un átomo de mi libertad; y no nos damos cuenta
de que el único ser verdaderamente libre es Dios y que la obediencia nos pone
en tal sintonía con él, que nos hará plenamente libres también a nosotros, en
esta vida en alguna medida y en la eterna plenamente libres. “Quiero obediencia
y no sacrificios” dice el Señor al rey Saul. La obediencia, a fin de cuentas
demuestra nuestra conciencia de ser criaturas, es un camino de humildad que
conduce a pasos agigantados a la santidad.
Tanto los
que denigran el concilio de Trento, como los que no quieren aceptar el Vaticano
II adolecen de falta de humildad, están demasiado apegados a sus criterios,
“saben tanto” y están tan cargados de razones que piensan que pueden
contradecir al Papa. No dudo de su intención y de su deseo de agradar a Dios,
pero el único criterio seguro para permanecer en la ortodoxia es la obediencia
y fidelidad al Papa como legítimo sucesor de S. Pedro.
Roberto Visier
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